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Orso Arreola, El último juglar/ Memorias de Juan José Arreola, Diana, México, 1998, 422 pp.
“Consígase novia, yo le pongo la casa”, decía el rótulo de la primera casa que habitó Juan José Arreola en la Ciudad de México. Es la primera estación de un viaje largo, del que no podía haber retorno, y aquel letrero sería la divisa de un destino. Arreola viaja a la capital desde Zapotlán para descubrir el mundo y sobre todo para cumplir un papel, para ser un personaje de una obra en cuya factura él contribuiría. Acudía Arreola a la capital a estudiar teatro, con la presencia y la ductilidad de un buen actor y la suerte de un principiante: en el pequeño México de finales de los años treinta no fue difícil dar con los mejores maestros: Fernando Wagner, Rodolfo Usigli, Xavier Villaurrutia. Estaban los guías, estaban los compañeros, las representaciones de obras de actualidad, pero faltaba el verdadero protagonista. Con él es con quien importa dar, y él está a la mano, perceptible sin mediaciones, frente al espejo. Se trata de un personaje contradictorio, de claroscuros, tenazmente egoísta, extraordinariamente dotado para jugar el papel de su vida, para ponerse en el centro de un escenario que no siempre será propicio para el despliegue de la alegría. El joven Arreola no tarda en descubrir el peso de aquella revelación: conseguir novia, alcanzar una real entidad, luchar entre los contrarios: la reafirmación y el desamparo.
Por aquellos años Arreola llevó un diario que rescata en este libro hecho al alimón con su hijo Orso. Es la parte más viva de estas memorias, la zona de la búsqueda, el escenario del verdadero drama en donde el personaje asume la necesidad de que despunte todo su inocultable narcisismo, que por entonces era lo que se presentaba ante el héroe con mayor seguridad. La tentación de Narciso lucha con la certeza de la propia impotencia, como unos años después el deseo erótico que se presenta ya desembozadamente deberá enfrentarse al sentimiento del pecado. “En ocasiones me trato”, dice Arreola, “con un desprecio feroz, otras veces me enaltezco y me perdono.” En mucho el asunto consistía en conseguir novia: Arreola fue un galán empecinado, que no fingía porque todo en él estaría tocado por lo teatral, un galán dispuesto al sufrimiento y al gozo, que proceden de un solo motor que propulsa al héroe al encuentro de la heroína como una actividad redentora. Conseguir la novia no resultaría sencillo. Con todo y sus fallas, su desbordada teatralidad, el diario logra reflejar las zozobras y las alegrías de un personaje verosímil no sólo porque se mueve entre personas que vivieron o aún viven, sino porque de por sí tiene vida. Lo que no la tiene, o la posee muy escasamente, es el resto de lo que se relata. Arreola ya se ha ganado a sí mismo, ha asumido su pasado, la incurabilidad de su neurosis y, desde luego, su riqueza como escritor, editor y maestro. Son los años del asentamiento y la madurez, cuando el actor descubre que el escenario no se limita a las dimensiones de una sala teatral. El propio erotismo se despliega de un modo más seguro, de mayor estabilidad. Arreola casará con Sara, con la que vivirá (con algunos paréntesis mediante) hasta la fecha, consolidará viejas amistades (la larga y fecunda que ha sostenido con Antonio Alatorre), será un viajero azorado, conocerá a todo el medio literario mexicano, afinará sus filias (el ajedrez, las letras rusas y las francesas), se indigestará con fobias gratuitas enmedio de amistades distantes (el caso, que resulta cómico, de su relación con Octavio Paz). Los escenarios teatrales han dejado lugar al gran personaje que no ha cesado de ir en busca de su imagen en
el espejo. –
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México