Mujeres difíciles, hombres benditos, de Fernando Ampuero

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El título que Fernando Ampuero (Lima, 1949) le ha puesto a su último libro de relatos tiene una resonancia irónica y provocadora (sobre todo para la sensibilidad feminista), que seguramente el autor buscaba, pero creo que no corresponde bien al contenido del libro pues, aunque roza esos motivos, va en otras direcciones. En verdad, más le convendría el título del primer cuento del volumen: “Gracias por la fantasía”; la razón es que, sin dejar de operar básicamente como un realista, en estas nuevas narraciones Ampuero usa (más que en sus anteriores, según las recuerdo) ese plano como un simple punto de apoyo para alcanzar otro muy distinto, que podría llamarse fantasioso, pero sin dejar de tener una naturaleza ambigua: está en comunicación con lo real pero alterándolo de un modo inquietante o revelador. Es esa transición, ese pasaje (como lo llamaba Cortázar) lo que otorga interés a este libro.
     En principio, no hay en él nada que los lectores no puedan reconocer como algo habitual o familiar, como arrancado de situaciones que cualquiera ha visto o vivido; de hecho, la mayoría de los relatos tienen una textura testimonial o cronística (fácil de asociar con su largo ejercicio periodístico), y hasta confesional, porque en algunos casos el autor aparece, con su propio nombre entre sus personajes. Ciertos localismos, además, acentúan ese efecto para el lector peruano, aunque varias narraciones ocurren en ambientes extranjeros. Pero todo es parte de una estrategia narrativa que nos hace creer que los textos van a moverse en la más llana realidad, donde todo es seguro o normal. La trampa que el autor nos tiende sólo surge en las últimas páginas de los textos, que demoran la sorpresa el mayor tiempo posible, con largos prolegómenos, preparativos e incidentes, que luego descubrimos eran laterales al nudo de la historia.
     El libro está dividido, según la temática anunciada por el titulo, en dos partes desiguales: ocho relatos corresponden a “Mujeres difíciles”, sólo dos a “Hombres benditos”. Me resultó difícil, en ciertos casos, saber cuál era el criterio para esa clasificación. No creo que eso tenga demasiada importancia para disfrutar de estas narraciones. Una de sus virtudes es la de estar escritas sin recurrir a mayores artificios verbales o a técnicas aparatosas. Su prosa es esencialmente funcional, directa y fiel a una idea que cualquier buen realista aprobaría: contar una historia sin hacer sentir que algo o alguien se interpone entre la ficción y su correlato objetivo; es decir, que la representación literaria nos permite identificarla con nuestra percepción de lo real. Por supuesto que hay variantes y diferencias entre texto y texto, pero esa es la regla general, lo que bien puede ejemplificarse seleccionando cinco relatos del conjunto.
     De ese grupo, el ya mencionado “Gracias por la fantasía” puede no ser el más logrado de ellos, pero sí un modelo característico de la hábil distorsión o salto cualitativo que se produce en los cuentos del autor. Al comienzo, parece una típica aventura erótica de ocasión, bastante trivial o previsible: en un viaje a México, el narrador encuentra a una hermosa muchacha, cuyo cursi nombre es Azucena y cuya destreza para el baile de inmediato lo fascina y lo lleva a una fugaz aventura sexual. Pero la muchacha es, o aspira a ser, lo que se llama una artista conceptual con disparatadas ideas ecológicas, que él comenta con burlón escepticismo. Hay una delirante escena en una plaza de toros, en la que sorpresivamente Azucena aparece disfrazada como una vaca, mugiendo en protesta por la crueldad del espectáculo. Lo erótico pasa de modo inesperado a un segundo plano y en los pasajes finales (lo mejor del relato) el narrador le agradece la fugaz fantasía que le ha hecho vivir, en privado y en público, y medita, melancólicamente, que todo eso se ha convertido en algo permanente en su memoria; esas líneas redimen al ocasional amorío de su frivolidad y lo muestran bajo otra luz: como algo casi del todo imaginario.
     “La aventura”, en cambio, puede considerarse, de comienzo a fin, el mejor relato del libro. Narra una excursión que consiste en la travesía de un torrentoso río andino; aunque hay dos botes, uno ocupado por los veteranos, todo se concentra en el tripulado por un grupo de jóvenes. Lo curioso es que las escenas que describen el viaje mismo apenas si ocupan las últimas dos páginas; el resto narra minuciosamente los preparativos, instrucciones y expectativas de los novatos aventureros, que van produciendo un creciente clima de tensión y que nos hace pensar que algo trágico va a ocurrir. Eso ocurre, pero no precisamente a los que creemos más vulnerables, pues hemos sido astutamente despistados por las largas escenas previas en las que percibimos el alto riesgo que los muchachos afrontan. El final es incierto y difuminado por un leve toque poético que adelgaza e interioriza el plano real en el que la historia ha transcurrido hasta ese punto.
     “Voces” y “El padre de Sebastián” son cuentos breves que presentan dos casos, muy diversos, de la misma súbita irrupción de lo fantástico o extraño; ambos siguen, además, una línea muy simple, lo que aumenta el efecto de sorpresa que nos deparan. El primero es un diálogo de tema científico entre un especialista del oído y el narrador —su amigo y paciente— a propósito de una mujer que visita el consultorio para que el médico examine a su hijo, que parece tener problemas para escuchar ciertas voces. En un brusco salto narrativo, toda la historia se traslada a un nivel que colinda con el más allá. El segundo contiene dos episodios de experiencias inexplicables o religiosas (primero una curación milagrosa, luego una ceremonia de macumba) que crean la duda sobre lo que realmente ocurrió en ambas instancias.
     Pero quizá el texto más paradigmático de todos sea el final: “Historia de la sábana y el vaso de agua”. El cuento puede considerarse una especie de poética del autor, una reflexión autocrítica sobre su propio arte de contar, pues comienza señalando que le gustan los relatos que, al revés de los suyos, se ahorran los prolegómenos: “No me gustan los cuentos que tienen preámbulos, sino más bien aquellos que, yendo directamente al grano, arrancan con una primera frase que coge de la nariz al lector” (p. 135). Hay mucha ironía allí, porque lo que sigue es precisamente lo contrario: un largo preámbulo contado en un tono de confesión personal que incluye un comienzo alternativo para su propio texto. Ese tono conviene al relato porque lo que va a contarnos es un episodio de su juventud aventurera y trotamundos. ¿O hacernos creer eso es su mayor trampa? La duda cabe, aunque yo prefiero desecharla porque es una historia que, como muchos, le escuché narrar en persona años atrás, como una anécdota de esos tiempos. El asunto me pareció fascinante y mi primera reacción fue decirle que debía escribirla. Ampuero, siguiendo similares consejos de otros, al fin se ha animado a hacerlo. Es imposible referir siquiera un detalle de ella —salvo para decir que ocurre en Hungría— sin revelar su secreto, sobre todo porque el autor la ha comprimido en apenas una página, reduciéndola a casi una sola imagen, más poética que narrativa. Y eso, después de haber jugado tanto con la expectativa del lector, tal vez no sea del todo suficiente para satisfacerla.
     Hay que señalar, finalmente, que la prosa de Ampuero no está exenta de algunos deslices, prisas e imperfecciones. Por ejemplo, en “Voces”, el personaje femenino usa la palabra “malcriadez” (p. 37) en vez de “malacrianza”. Podría aducirse que ese barbarismo aparece en un diálogo, pero la verdad es que no cumple ninguna función para definir el perfil social o cultural de quien habla. –

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(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.


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