Museo poético, de Salvador Elizondo

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Salvador Elizondo, Museo poético, Aldus, México, 2002, 564 pp.POESIA
Syllabus

Creo que sólo quienes pasamos por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam en cierta época, bastante bien definida, tuvimos oportunidad —azarosa, desde luego— de adquirir, para después atesorar, el Museo poético de Salvador Elizondo, hoy reeditado por la Editorial Aldus. El autor llama a esta antología repertorio de lo mejor de nuestra tradición poética; yo preferiría darle syllabus por título, para no entrar en el compendium que nos llevaría, necesaria y fatídicamente, a connotaciones sacralizantes o condenatorias.
     Syllabus, insisto, por incluir todos y cada uno de los requisitos indispensables; por ser obra que, con la brevedad propia de toda verdadera elegancia, reúne las facetas más importantes de todo un campo del conocimiento. Y poético, además. Y mexicano. Y, sobre todo, no sólo mexicano. Una palabra latina es lo que merece Salvador Elizondo como mínimo tributo a su trabajo, tratándose de un vocablo paradisiaco, justo el eco total de sus exploraciones infernales. ¿De qué rayos se habla aquí? De una búsqueda básicamente finneganiana, oscura, fantasmal; la que Elizondo comparte con James Joyce en su deseo de arrebatarle a la vida el secreto por vía de la palabra, del dios que la conduce a la bifurcación de lengua y lenguaje, de signo y significado.
     Quise obedecer lo que mi padre me cinceló en el cerebro al enseñarme a leer: a las cosas, por su nombre, y en español. Quise, pues, decir sílabo en vez de syllabus, pero se me desmoronaba en la boca, en calidad de hongo putrefacto, como al Lord Chandonos de Hofmannsthal las voces que en "lengua común se usan con naturalidad para emitir cualquier juicio ordinario". Contradictoriamente, sobreviví la corrosión del uso —gris, vulgar— gracias a la "Teoría del infierno": "Muchas veces el infierno tiene ese carácter tenso y deforme de lo imposible que ha sido realizado contra su condición de no ser, por un arte mágico, como un golem por la entonación de una palabra, por la intención de una mirada, por la evolución de un gesto, 'por una apenas sonrisa', como dice Gorostiza. El mundo, todo, sería un infierno al que hemos ido a parar eternamente por una equivocación o por un azar."
     Y he aquí que, en virtud de la poesía, el eco, con una variación mínima de acantilado, un us, puede, elíseamente, contestar a la pregunta que el vidente (W.B. Yeats) le hace a la voz rocosa en "Man and the Echo": Shall we in that great night rejoice?, con un monosílabo: Sí. Regocijémonos en esa oscuridad de la que emerge el silencio.
*Elizondo dedica este viaje por las claves poéticas de nuestra mexicana lengua a estudiantes extranjeros. ¿Guiño mayúsculo? ¿Abierta carcajada? ¿Llamada de atención a quienes éramos sus alumnos entonces, originarios de estas tierras, ignorantes de muchos de los poemas y poetas que él conocía de primera mano y como a la palma de la misma? Cada quien elija su banco de los acusados en el cuadro de honor. Lo cierto es que semejante recorrido por una manera de ver a profundidad no resulta una simple compilación ordenada y cronológica. Tal tarea no tendría sentido, habiendo ya otros libros coincidentes. La peculiar iluminación de este Museo procede de su nada obvia, su muy implícita manera de establecer el doble tripié de nuestra poesía sin insistir especialmente en ellos, su modo de erigirse en brújula y bitácora de viaje con los pies en la tierra. Me refiero, por un lado, a los tres poetas mayores, las luminarias anteriores a Octavio Paz, surcos fértiles donde él podría sembrarse y florecer sin importar sus circunstancias específicas: Sor Juana, López Velarde y Gorostiza. Por otro, a manera de apéndice, se ofrecen al lector las tres vertientes principales que, en momentos decisivos de la evolución, dieron un golpe al timón de la poesía mexicana: Edgar Allan Poe, con su formulación de principios modernos y occidentales; los poetas franceses revitalizadores por definición; y los latinoamericanos a quienes se debe la asimilación pionera de lenguajes que despertarían posibilidades en el nuestro. Poe, Mallarmé, Valéry, Darío o Huidobro, según lo propuesto por la ruleta elizondiana, harían por la poesía de estas latitudes algo semejante a lo que, en lengua inglesa, realizó Sir Thomas Wyatt, con su famoso soneto "Whoso List to Hunt", dedicado a su amada Anne Boleyn, cuando en realidad traducía la palabra de Petrarca, cambiando de lengua y de lenguaje e introduciendo a su mundo literario una música nueva y liberadora.
     Sobre este doble tripié (ruleta) se ubica con enorme solidez y firmeza la camera lucida de Salvador Elizondo, su criterio compaginador de individualidades en torno a los grandes temas: el drama oscuro del alma humana, el sueño y la muerte. Todos los poetas incluidos —y no solamente los más relevantes— van ocupando su lugar en la imagen general. El espectro abarca desde a quien importa más por sus inquietudes formales —abrebrechas de posibilidades técnicas inexploradas— que por su obra en sí, hasta quien consuma la creación de un lenguaje; desde quien considera al sueño como técnica para ahondar en el misterio, hasta quien, como Paz, lo presenta como una realidad más real que la tangible por vía de la palabra que entra en acción, uniendo ante nuestra vista, exterior e interior, su higuera personal, esencial, histórica, hondamente mexicana y las ramas del árbol de nim, cerca de Durban, merced a lo cual quien escribe es un individuo distinguible y localizable en la persona eterna.
     Acaso los lectores jóvenes de hoy contemplen este terreno abierto con ojos muy distintos (más escépticos, más apáticos) a los de mi generación. Los que nacimos en los años cincuenta vimos con enorme azoro los frutos de la generación de Elizondo, que valoraba su presente y su pasado al tiempo que abrevaba en Valéry, Pound, Joyce; que disfrutaba el saludable ejercicio de la traducción siguiendo el dictum poundiano ("Make it new"), aceptando tácitamente no pagar sus deudas con moneda que no llevara grabada su efigie (y a mucha honra). A consecuencia, según creo, mi generación rebosa traductores y poetas que aprovecharon los caminos hollados por la inteligencia y sensibilidad de sus predecesores. Quienes compartimos su Weltanschauung sabemos que este Museo poético implica una trayectoria bastante melancólica, en el sentido en que el propio Elizondo la define como una "tristeza inexplicable y sorda que, como el amor, o más que éste, es capaz de hacer girar los mundos". Cada uno de sus espacios se define por una especie de inviolabilidad, la de un poeta inconfeso en calidad de seleccionador o viceversa. ¿Quién más podría penetrar al mundo de "Muerte sin fin" admirando su construcción mientras escucha al Mal tocar a una puerta que por fuerza se debe abrir? ¿Quién sino un poeta puede vivir el movimiento mismo de la locución gorostiziana, cimentada en una materia hiperactual, que no precisa recurrir más que a su boca mexicana para tenerse, sostenerse y contenerse como agua tan agua? ¿Quién sino alguien que identifica esa materia en su hechura interior puede ponernos tan oportunamente ante quienes con la propia obra defienden la inexistencia de la creación, conforme interpelan a la palabra sin obstaculizarle su desenvolvimiento tautológico? Y, a fin de cuentas, ¿quién sino un infernal viajero por los fondos de Dante y las babeles de Joyce nos descubre que sí hay creación en la ola ascendente de Octavio Paz, la que regresa y regresa para incorporar y volver a cernir las arenas metafóricas?
     Elizondo le recordará a quien sepa distinguir el verdadero poder de la poesía que en este edén subvertido hay quienes viven el tiempo como equivalente del fatum; quienes aguantan la mirada de su ojo único e inexorable en silencio profundo y desde ahí logran nombrar: "es preciso que la palabra muera de silencio para que nazca como ritmo, como forma, como canto".
     Desde que lo leí por primera vez, acompañado por las glosas e interpretaciones siempre candentes de su autor (que leía aquellos poemas por enésima ocasión y los descubría como recién nacidos, plenos de nuevas posibilidades), Museo poético ha sido "de cabecera" para mí, por su permanente recordatorio del misterio de esta vida y de un constante deseo de transformar nuestra limitadísima imagen ante el espejo. En cada cuadro de esta retrospectiva, alienta la voz, una y trina, de nuestras personas interpretándose en un perpetuum mobile. Permítaseme citar uno de tantos ecos aglutinantes de este syllabus, parte del "Estudio en cristal" de Enrique González Rojo: "¿Y la voz? ¿Y la voz que siempre tuvo / ancho sendero en la florida boca? / Escapada al espejo de otros años, / corre tímidamente y se deslumbra / ante la misma luz que la refleja. / Hubo aurora con alas, tiempo niño, / puro el ensueño, la mirada loca, / irreflexivo el don de la palabra. / Torpe vuelo que sube y que culmina / en la ignorancia de su propia altura / y en la eficacia de su impulso alerta. / Miro sus remos amplios en la hora / que acaba de nacer, pero me falta / el instrumento claro, fiel, preciso, / que me convierta en número su canto. / ¡Líbreme yo, si en rapto de cordura, / ahogo el canto al exprimir la nota / y antes que la ascensión miro las alas!"
     El dibujo a lápiz del autor, que Aldus ha puesto en la portada, es una ventana que da al libro en blanco de nuestros enigmas, a la noche iluminada por la Diosa Blanca. ~

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