Negra y nieve

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Wendy Guerra

Todos se van

Barcelona, Anagrama, 2014, 264 pp.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Negra

Barcelona, Anagrama, 2013, 320 pp.

Christopher Domínguez Michael

En lo que parece ser un momento crucial en la historia de Cuba, Wendy Guerra (La Habana, 1970) está llamada a ser la novelista representativa de esa metamorfosis que devendrá, como muchos lo deseamos, en algo a la vez tan difícil y tan humilde como una democracia. Nacida en el año del fracaso de la delirante zafra de los diez millones, Guerra no puede ser una escritora apolítica ni ajena al hecho, como ella misma dice, de que la suya ha sido La Habana oscura y fétida de Reinaldo Arenas, no la elocuente y sabrosa de Guillermo Cabrera Infante, de la misma manera que enfrenta la negritud y el simbolismo del azúcar pensando, creo, en Fernando Ortiz y en otras fuentes aun más profundas de la literatura insular.

Negra, su novela más reciente, es una meditación sobre el racismo que el régimen castrista nunca desterró. Con ese lastre, la afroantillana Nirvana del Risco, modelo sexualmente exuberante e hija de artistas quienes durante los años más duros de la dictadura deambularon por la zona gris entre lo prohibido y lo permitido, representa, acaso más arquetípica que realista, a una generación del todo desencantada de la Revolución cubana, a la cual le es permitido viajar y regresar, emblematizando con sus propias vidas la urgencia del regreso de la isla al concierto democrático. Disidencia vieja que Guerra asocia, para bien y para mal, con los rituales de la llamada religión yoruba de origen africano, que la autora, maliciosamente, pone en cuestión acaso como parte del problema y no de la solución. Negra es una novela resueltamente posmodernista y por ello se apropia de la tradición de una manera tan vistosa, queriendo reactivarla con cierto escándalo.

Del Antiguo Régimen precastrista poco hay que restaurar, salvo algunas de las pintorescas ruinas arquitectónicas de La Habana. Miami ya queda demasiado lejos. Así la orgullosamente negra Nirvana del Risco no es muy distinta a sus semejantes en Francia, Estados Unidos o México; forma parte de una clase media ansiosa de modos de vida alternativos al anciano progreso liberal y burgués. Por ello, el nudo dramático de la novela es la tentativa de ella y sus amigos de poner en Escambray una fábrica artesanal de cosméticos de origen natural. La pequeña empresa acabará siendo clausurada por el comisario local del Partido Comunista, debido a la imprudencia del hermanastro francés de la protagonista, quien siembra un poco de mariguana en aquellos linderos, acontecimiento que llevará al asesinato de la heroína a manos de uno de sus antiguos amantes.

Hija de una mujer de cine que hizo pareja con una francesa enamorada de la Revolución cubana y filmó, con ella, la lamentable estancia de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en la isla en 1960, Negra se lee como una historia del fracaso de la Revolución cubana y de la dificultad de la generación nacida durante su esplendor para acomodarse en escenarios nuevos, como la Marsella de novela negra a donde Nirvana del Risco y su amiga (y a ratos pareja sexual) intentan vivir, encontrándola tan hostil como la propia capital isleña, amén de las dificultades de la heroína para reconstruir a su peculiar familia en Francia. Ella había viajado con las cenizas de Marie, la pareja de su madre, urna que allá nadie quiere conservar, prueba de que la Revolución cubana y quienes se encandilaron con ella incomodaban. Es una historia antigua y folclórica de los años sesenta que más vale olvidar.

Negra, narrada con mano segura pese a la profusión de recetas culinarias y embrujos yorubas minuciosamente descritos como si de revivir a la penosa Laura Esquivel se tratase, sobresale por la compleja facilidad con que Guerra describe la vida sexual de su protagonista. Sin embargo, al final, la novela se cae con un desenlace hollywoodense que quisiera creer innecesario, como si la autora soñase con que Negra, como Todos se van, su primera novela (2006), acabe por filmarse. La disidente sexual y social termina por liarse, nada menos y por tres días, con el segundo de a bordo de la Sección de Intereses de los Estados Unidos, “el chico guapo de la película gacha”, como dirían los clásicos del cine mexicano. “Obamita”, como le dicen, tras descubrir los encantos de la cubanía gracias a su propia sangre dominicana, acude al rescate de Nirvana del Risco, desobedeciendo sus estrictas instrucciones merced a la aparición inesperada de la libertad erótica pero sin poder impedir el sacrificio fatal de su dama. Tal pareciese que Guerra cree que atrás de cada oficial de inteligencia estadounidense hay un Edward Snowden ansioso de lavar su conciencia.

Si Negra es solo una buena novela en peligrosa colindancia con la literatura comercial, Todos se van es una de las grandes educaciones sentimentales de la literatura latinoamericana. Por fortuna Anagrama la reedita. Se trata del diario (con una fuerte carga autobiográfica, supongo), escrito al amparo de Ana Frank, de una niña primero y de una adolescente después, que relata su supervivencia en la sovietizada Cuba, víctima de un padre alcohólico y golpeador, carne de orfanato ante la impotencia de su débil madre, quien acabará por perder su equilibrio físico y emocional al ser enviada como periodista oficial a la guerra de Angola. Ella, disidente del régimen aunque de bajo perfil, es separada legalmente de su hija por hacer pareja con un robinsoniano ingeniero nuclear sueco y solo las golpizas paternas, exageradas por Nieve mediante heridas autoinfligidas, le permiten recuperar su tutoría.

Iniciado en diciembre de 1979 y abandonado poco más de veinte años después, el diario desplegado en Todos se van me permitió seguir, como no me ocurría desde mi primera lectura de Milan Kundera, una vida de “joven artista adolescente” bajo el totalitarismo. Las escenas notables y estremecedoras son varias, desde el padre obligando a su hija Nieve, nombre voluntariamente paradójico para una niña del trópico, a presenciar cómo se acuesta con una de sus amantes, hasta las purgas de hambre a las cuales somete el desalmado a la criatura, condenándola a la bulimia, pasando por las supercherías de la educación castrista.

La época retratada en Todos se van es aquella en que el sonámbulo y vagólatra dictador todavía se reunía de súbito con los artistas quejosos haciendo como que los escuchaba y ponía cara de sorpresa ante los abusos y hasta los crímenes relatados cuando en realidad tomaba nota del rostro de sus enemigos potenciales. Si la religión desplegada en Negra es la yoruba, al marxismo-leninismo en su versión castrista le toca jugar ese papel de santería en Todos se van. Cuenta la narradora que “cada uno de nosotros le debe ‘una peseta’ a cada mártir; al asma del Che, al cuerpo de Camilo en el mar, al que escribió con sangre el nombre de Fidel en una pared, a los que mataron en Angola, a los que se perdieron en Bolivia, a los mambises, a todo el mundo le debemos algo”.

Los momentos culminantes ocurren durante la fuga multitudinaria del Mariel en 1980, que le permite escapar de Cuba a quien menos lo merecía, al padre dipsómano y golpeador, supuesto sabueso del régimen. Tras aprender a armar y desarmar granadas o presenciar autos de fe de libros prohibidos, Nieve se enamora de un artista plástico cubano cuya celebridad lo autoriza a entrar y salir de la isla y a quien conoce, mojada y semidesnuda, tras entrar de incógnito a una recepción diplomática. Oswaldo la instruye en la sexualidad (desde el inicio Guerra mostraba en aquella primera novela su talento, un tanto japonés, para la literatura erótica), pero le prohíbe la escritura del diario que vuelve a ser, como en la infancia de Nieve, una actividad clandestina. El éxito sostenido de su pareja, finalmente, le permite a la heroína salir de Cuba con él, superando la previa ordalía burocrática y el mundo exterior, París sobre todo, no resulta suficiente para retenerla en el destierro. Regresa sola y se entera por la radio que Oswaldo se queda en el extranjero, con su nueva novia francesa. Todos se van menos ella. Inmóvil, aferrada a su diario, Nieve se queda en La Habana. Pero ya no es la misma: el año de 1989, que se acerca sigiloso, la convertirá, al fin, en ciudadana de la Historia Universal.

Es natural y dolorosa la diferencia entre una y otra novela. Es notorio que Todos se van es el libro que había de escribir Guerra para salvarse; su verdad es interior, autobiográfica o no. Ocurre a menudo que ese primer libro, aún defectuoso (y Todos se van no lo es), concentra el genio dentro de la botella y en los siguientes solo se esparce el talento aprendido gracias al oficio hasta que se produce una nueva maduración, un ulterior añejamiento. Wendy Guerra no ha terminado de vivir ese proceso y libro con libro –también es poeta– se convertirá en una figura mayor de la literatura de nuestra lengua. Ha sido traducida a muchos idiomas. Sus libros no circulan en la isla. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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