Novelas de Salter, Dick, Chabon, Powers, Franzen, Russo, Updike y Roth

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James Salter, Juego y distracción, Muchnik Editores, Barcelona, 2002, 190 pp.Philip K. Dick, Tiempo de Marte, Minotauro, Barcelona, 2002, 250 pp.Michael Chabon, Las asombrosas aventuras de Kavalier y Klay, traducción de Javier Calvo, Mondadori, Barcelona, 2002, 601 pp.Richard Powers, Ganancia, Mondadori, Barcelona, 2002, 480 pp.Jonathan Franzen, Las correcciones, Seix Barral, Barcelona, 2002, 736 pp.Richard Russo, Empire Falls, Emecé, Barcelona, 2002, 589 pp.John Updike, Conejo es rico, Tusquets, Barcelona, 2002, 436 pp.Henry Roth, Redención, Alfaguara, Madrid, 2002, 536 pp.

LA GRAN NOVELA AMERICANA Y COMO CONSEGUIRLAPersiguiendo a la ballena blanca

"He escrito los evangelios y moriré en las cloacas", pensó en algún lugar de 1851 un escritor norteamericano llamado Herman Melville a la hora de ponerle punto final a una extraña y todavía hoy insuperable novela llamada Moby Dick. Melville no se equivocaba: había escrito un libro sagrado y ello le valdría la condena de sus contemporáneos, quienes no demoraron en calificar de "loco" a este autor cuyos libros de viajes habían disfrutado tanto. Melville también había inaugurado —como venganza póstuma, o sin darse cuenta— el terrible concepto de Gran Novela Americana. Idea que ya había insinuado el dedicatorio de Moby Dick, Nathaniel Hawthorne, con La letra escarlata en 1850. 33 años después, Mark Twain agregaba un nuevo ladrillo a la flamante pared con Aventuras de Huckleberry Finn y quedaba completa la estructura básica de la novelística de un país nuevo: el puritanismo pagano de Hawthorne, el misticismo ultrasimbolista de Melville, el camino como territorio iniciático de Twain. Por separado o todo junto.
     A partir de entonces —o de 1921, cuando Carl Van Doren empezó a hablar de la Gran Novela Americana a la hora de reivindicar a Moby Dick— no hay escritor norteamericano que no haya sentido la llamada de la sangre ancestral a la hora de embarcarse e intentarlo.
     Así, el desafío de la Gran Novela Americana funciona desde hace décadas como rito tribal en el que se ponen a prueba inteligencia y hombría porque —dato curioso— la Gran Novela Americana sólo puede y debe ser escrita por un narrador macho. Ahora bien, ¿qué es una Gran Novela Americana? Para empezar, debe cumplir con tres condiciones ineludibles que las grandes novelas latinoamericanas y europeas —pienso rápido en Pedro Páramo de Juan Rulfo, pienso en El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, pienso en Los perros negros de Ian McEwan, pienso en El sueño de los héroes de Adolfo Bioy Casares— no suelen preocuparse por obedecer. La Gran Novela Americana tiene que: a) ser grande en sus intenciones y en su extensión (de acuerdo: El guardián entre el centeno de J. D. Salinger y Miss Lonelyhearts de Nathanael West y Revolutionary Road de Richard Yates y Matadero-5 de Kurt Vonnegut y la sórdida y proletaria Tiempo de Marte de Philip K. Dick y la elegante y erótica Juego y distracción de James Salter son grandes novelas norteamericanas; pero tienen pocas páginas; El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald es la excepción que confirma la regla y, por otra parte, lleva la palabra gran en su título); b) ser una novela hecha y derecha y que no se haga demasiado la experimental (pero, ¿existirá novela más experimental que Moby Dick?); y c) ser americana en el sentido en que debe presentarse como La Novela de un determinado momento histórico y social ocupándose en dilucidar la compleja composición sólida y gaseosa del Ser Nacional como si se practicara un deporte. En resumen: la Gran Novela Americana es un ingenio de uso interno que —mejor— puede o no trascender fronteras y triunfar en otros planetas. Pero esto último no es imprescindible.
     A la hora de buscarla, están aquellos que sucumben al desafío sin temor a dar una imagen un tanto patética (Norman Mailer anunciando una nueva Gran Novela Americana todos los años y Truman Capote dejándola siempre para el año siguiente serían casos paradigmáticos de esta patología). Hay algunos que se desentienden por completo del asunto y escriben una Gran Novela Americana casi sin darse cuenta (El largo adiós de Raymond Chandler es un buen ejemplo de ello). Mientras que hay otros (Ernest Hemingway, Bernard Malamud, Donald Barthelme, Harold Brodkey, John Cheever, Raymond Carver, por sólo citar algunos casos) que al final son paradójicamente considerados grandes novelistas americanos a partir del corpus de sus relatos entendidos como capítulos de enormes libros, mientras que sus novelas son ubicadas varios escalones más abajo. O se comprende (como Henry James y William Faulkner) que en realidad estuvieron escribiendo una Cósmica Novela Americana a partir del enhebrado de varias Grandes Novelas Americanas. O sólo pueden escribir Grandes Novelas Americanas (el caso de William Gaddis) y por eso acaban siendo víctimas de la incomodidad que suelen producir ciertos freaks de la naturaleza: se mira para otro lado, se finge que nunca se los miró.
     En cualquier caso, la edición casi simultánea de varios títulos con aspiraciones a Gran Novela Americana, coincidiendo con el Congreso The Next Generation, que organizara la Editorial Mondadori el pasado mes de mayo en Barcelona, volvió a invocar a ese poderoso espectro de lo que nunca muere. Los invitados al congreso —Chuck Palahniuk, Michael Chabon, Heidi Julavits, David Sedaris, Jonathan Lethem— pertenecen a una nueva camada de escritores y, es de rigor, en principio dijeron estar desentendidos del tema. La evidencia, en cambio, los delata: en la ganadora del Pulitzer 2001 Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay Chabon propone un inmenso fresco pop con fondo de cómic para dibujar un onomatopéyico Gran Sueño Americano siempre en los bordes de la inmensa pesadilla; el conjunto de los anarco/manuales de Palahniuk hace comulgar el espíritu unabomber con el libre y lírico albedrío de Walden; mientras que Jonathan Lethem —autor del policial-existencialista Huérfanos de Brooklyn— confesó, con sonrisa entre culposa y traviesa, estar terminando una "novela muy larga". El cerebral y tecnocrático Richard Powers —ausente con aviso— acaba de entregar un manuscrito contundente en peso e intenciones y es claro que el próximo otoño español estará marcado por la esperada traducción de las más de mil páginas de Infinite Jest, novela de culto y magnum-opus de David Foster Wallace.

     Sí, el tamaño es, después de todo, muy importante y para los jóvenes pesan tanto las sombras milenaristas de Thomas Pynchon y Don DeLillo como la mirada secular de James Joyce, Marcel Proust y Franz Kafka, pero —rasgo curioso— los nuevos parecen haber sacrificado la intención nómada que alguna vez caracterizara a los miembros de la Generación Perdida o a los beatniks por el obsesivo examen del pueblo chico y ese infierno grande que suelen ser las familias. Una ficción sedentaria y definitivamente Made In u.s.a. que se reserva el guiño innovador para el viejo territorio de siempre, tal vez convencida de que, hoy y ahora, el resto del mundo es igual a Estados Unidos. Jonathan Franzen muestra más claramente que nadie su afán de trascendencia en la un tanto sobrevalorada ganadora del National Book Award Las correcciones. Aquí, Franzen intenta un salto mortal que no le sale del todo bien, pero el intento tiene su gracia: la construcción desde "lo nuevo" de una novela tradicional más cercana a Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Thomas Wolfe y John O'Hara que a las piruetas posmodernas de sus contemporáneos como paradójica propuesta/manifiesto de lo que tiene que ser (no vaciló en anunciarlo en un muy comentado ensayo en la revista Harper's) la Gran Novela Norteamericana del Siglo XXI. Todo estaría muy bien si no fuera porque la lectura de Las correcciones produce en un lector más o menos curtido en estas lides la incómoda sensación déjà vu de estar leyendo una astuta reescritura de venerables greatest hits. Si Las correcciones cumple una atendible función práctica es la de ofrecer una suerte de resumen de lo publicado y de lo que se encuentra en tantas Grandes Novelas Americanas de ahora y de siempre: divorcio, infidelidad, adicciones varias, negocios que fracasan, enfermedades, insatisfacciones a granel y —como colofón— la posibilidad redentora del reencuentro de la tribu como premio o consuelo o, mejor dicho, premio consuelo. En Empire Falls —ganadora del Pulitzer 2002— el más veterano Richard Russo apuesta también por una retromaniobra, pero amparado en la excusa de esa melancólica y humilde picaresca enmarcada en el paisaje de la decadencia del Imperio donde un humilde luchador se niega a darse del todo por vencido. Uno y otro escriben sobre el fracaso —esa obsesión tan americana— pero, a diferencia de Franzen, Russo se conforma con pintar con realismo un cuadro de Hopper con fondo de estoica y sufrida country music. Franzen —solemne y ominoso— apuesta a la Capilla Sixtina y, mientras escucha a Wagner, se cae del andamio no sin antes habernos obsequiado momentos de admirable musculatura con sus héroes antiheroicos y una desopilante incursión en un país de Europa del Este con ánimos, sí, colonizadores. No hay problema, a no preocuparse: es seguro que Franzen ya ha vuelto a trepar con el pincel en la boca.
     Lo que nos hace pensar en el porqué de este reflejo recurrente, qué necesidad hay de estar intentándolo todo el tiempo. Los motivos, creo, trascienden lo literario y tienen que ver con el vertiginoso consumismo y el poderío reciclante de la psique norteamericana. A diferencia de lo que ocurre con las Grandes Novelas Europeas y Latinoamericanas, que para bien o para mal no suelen tener fecha de vencimiento, las Grandes Novelas Americanas —no en vano casi siempre bildungsromans— están obligadas a renovarse o rescribirse por lo menos con cada generación o década para, así, poder ser examinadas años más tarde con la perspectiva de lo histórico y siempre como parte del credo de un país donde la alta cultura comulga con la cultura popular. De este modo, American Psycho de Brett Easton Ellis fue una Gran Novela Americana durante quince warholianos minutos, mientras que La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe lo fue durante el año de su publicación, Submundo de Don DeLillo durante un lustro y Meridiano de sangre de Cormac McCarthy sigue y seguirá siéndolo, porque tiene la inteligencia y el talento del artefacto atemporal, clásico. "En realidad hay sitio para todos", me confió Jonathan Lethem durante el Congreso The Next Generation.
     Ahora bien, cómo ganar tiempo dejándolo de perder. Propongo un método un tanto fácil y acaso conservador: pensar que para escribir la Gran Novela Americana hay que ser grande en edad y en experiencia. Ya saben: Saul Bellow se retiró de la carrera (Christopher Hitchens y Martin Amis aseguran que no hay novela americana más grande que Las aventuras de Augie March); Henry Roth terminó de publicar desde el Más Allá su tetralogía A merced de una corriente salvaje; y Philip Roth no ha escrito nada mejor que la ráfaga de novelas que empezaron en 1995 con El teatro de Sabbath y siguieron con la trilogía compuesta por Pastoral Americana, Me casé con un comunista y La mancha humana; John Updike le ha agregado una coda/ nouvelle a las cuatro décadas del vía crucis de Rabbit Angstrom (Tusquets Editores acaba de rescatar una de las mejores "estaciones": Conejo es rico); mientras James Ellroy sigue vaciando sus pistolas sobre el cuerpo enfermo de un país orgulloso de sus tumores. Hay para entretenerse, para empezar. Y es probable que en cualquier momento —mientras escribo esto— Norman Mailer anuncie que ha terminado otra Gran Novela Americana como si no hubiera pasado nada, como cuando empezó y era joven y su trama y tramoyas recién empezaban a armarse. Ya saben: él era uno de tantos que, como ahora y siempre, con todo el futuro por delante, se sentaba a escribir antes de volver al paperback subrayado de Moby Dick para así intentar pensar en cualquier cosa menos en la posibilidad cierta de que tal vez la Gran Novela Americana del siglo XX —una novela con carretera, persecución del ser deseado hasta la muerte y más allá de todo lo prohibido por las buenas costumbres— ya hubiera sido escrita por un escritor ruso y tuviera como heroína a una mujercita fatal que se da la vuelta, sonríe, invulnerable como un leviatán oceánico recamado con arpones, y dice: "Call me Lolita". ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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