Obras completas. (Vol. VIII) Miscelánea: primeros escritos y entrevistas, de Octavio Paz

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La culminación del proyecto editorial de las Obras completas de Octavio Paz en ocho volúmenes tiene una significación que es preciso subrayar en toda su importancia1. Octavio Paz es probablemente, con Ortega, el intelectual hispano del siglo xx con mayor repercusión internacional, y en el plano estrictamente literario tan sólo Borges, me parece, puede comparársele en lo que se refiere a su presencia —vía traducción— en los ámbitos más influyentes del panorama cultural contemporáneo. Si hablo de presencia a través de la traducción no es para decir que sea la traducción misma la que habla por sí sola de la importancia de un escritor (no nos engañemos: cualquier novela de éxito es traducida hoy fácilmente a más de veinte lenguas, y al cabo de unos pocos años, olvidada por completo, resulta inencontrable), sino para llamar la atención acerca de la universalidad de una obra, la de Octavio Paz, que a través de la traducción ha alcanzado una resonancia y una trascendencia efectivas y de largo eco en donde de verdad importa: en los núcleos más vivos de la escena cultural y literaria del presente.
     El hecho de que podamos disponer hoy de la totalidad de esa obra en un conjunto ordenado por su propio autor, ideado en su día por Hans Meinke y bajo la experta vigilancia de Nicanor Vélez, representa un raro privilegio. Dos son, como es sabido, los bloques básicos en que esta obra se presenta: la poesía y el ensayo. Veamos la primera. En otra ocasión, fundándome en un juicio de Eliot, he subrayado que lo mismo que el poeta menor mejora siempre con una antología (quitemos a la expresión “poeta menor”, por supuesto, todo significado peyorativo), el poeta mayor, en cambio, reclama la contextualización de cualquiera de sus poemas en el marco del conjunto de su obra. Este es, a mi ver, el caso de Octavio Paz. Naturalmente, no quiero decir con esto que toda la obra poética de Paz tenga el mismo valor y que no haya en ella cumbres y llanos, algo de lo que no escapan ni siquiera las obras de mayor excelencia en la lírica occidental. Digo más bien que, como suele ocurrir en estas últimas, la significación de las cumbres nos hace ver la doble significación de los llanos. Cada uno de nosotros puede escoger cualquier momento de esta obra poética que le parezca, por razones específicas, especialmente interesante o importante. Desde hace mucho, veo, por mi parte, en el segmento que va desde comienzos de los años sesenta hasta mediados de la década siguiente —es decir, desde ciertos poemas de Salamandra hasta Pasado en claro, incluido Ladera este, para mí el punto más alto de una obra que abunda en puntos altos— la fase más decisiva de esta obra poética. A mi juicio, la gran aportación de Paz a los lenguajes líricos contemporáneos es una suerte de suprema aleación de poesía y pensamiento, una clase de lírica que hunde sus raíces en el barroco y el romanticismo y en la que cantar y pensar no son ya percibidos como fenómenos contradictorios sino que se viven como experiencia plenaria en el nudo mismo de la no-dualidad. Se cumple así la idea de Novalis de la poesía como un pensamiento en imágenes. Estoy lejos de querer reducir la obra poética de Paz al rasgo mencionado; digo más bien que se trata de su carácter acaso más sustantivo o, si se prefiere, aquel, al menos, en el que cabe ver su eidos, su propiedad más honda.
     En cuanto al otro gran bloque, el ensayo, no existe en la literatura contemporánea de lengua española una obra de tan vastos intereses intelectuales. Enumerar los temas y los autores que interesaron a Octavio Paz nos llevaría no poco tiempo. Un simple repaso a los índices de estas Obras completas asombra en todo momento a causa de la diversidad y la amplitud de la reflexión, ya sea acerca del arte y la civilización precolombinas, la obra de Marcel Duchamp, la antropología estructural, la historia política del siglo xx, la artesanía popular o la filosofía del amor. Me pregunto cuántos ensayistas europeos o americanos de hoy pueden ofrecer un radio semejante de intereses. Detengámonos únicamente, aunque sea de manera fugaz, en el libro titulado El arco y la lira, cuya primera edición es de 1956. ¿Qué meditación sobre el fenómeno poético cabía encontrar en español, en esa fecha, comparable a este libro? En el mundo universitario, a pesar de contribuciones notables, dominaba el acartonamiento y el academicismo. Es verdad que existían, pongo por caso, excelentes páginas de Antonio Machado o de otro mexicano, Alfonso Reyes, pero ninguno de ellos logró acercarse como Paz al núcleo mismo de la modernidad. Aun hoy, tan sólo, a mi ver, José Lezama Lima, en América, y José Ángel Valente, en España, han penetrado tan profundamente, desde la reflexión, en lo que el primero de ellos llamaría “la infinita posibilidad” de la palabra poética. El arco y la lira (que no es, por cierto, el único libro que su autor dedicó a este tema) constituye tan sólo un ejemplo de la vertiente ensayística de esta obra. Críticos de arte y científicos, sociólogos y politólogos, sabrán decir mejor que yo cuál ha sido la contribución del escritor mexicano a sus respectivas áreas. Añadiré tan sólo que me ha ocurrido encontrar referencias a la obra de Paz en escritos muy alejados de la literatura, en ensayos de carácter científico (física teórica o antropología). Encontrar citado en ellos a Octavio Paz es todo lo contrario de una sorpresa.
     Lo dicho hasta aquí ha podido parecer, no sin cierta razón, tal vez excesivamente abstracto o impersonal. Quisiera, en lo que sigue, referirme brevemente a mi propia experiencia de lector.
     Para un escritor español de mi generación —que es, más o menos, la misma de Pere Gimferrer, que me acompaña en esta mesa—, la obra de Paz representó, ya desde la década de 1960, lo que podríamos llamar una excepción literaria. He hablado alguna vez sobre el particular con el filósofo y ensayista José Luis Pardo, otro escritor de mi generación. El impacto que recibimos de esa obra en España, en unos años en que no acabábamos de salir de la autarquía política y el aislamiento cultural, tuvo para algunos de nosotros, en efecto, el carácter de la excepcionalidad. Paz representaba sobre todo, para nosotros, el antiprovincianismo, la universalidad de la experiencia literaria y artística, el buceo en los fundamentos del espíritu moderno.
     Puedo decir exactamente cuándo leí por vez primera a Paz. Uno de los primeros poemas fue, por ejemplo, el titulado “México: Olimpiada de 1968”, poema en el que se denuncia la famosa matanza de Tlatelolco y que Paz escribió al mismo tiempo que renunciaba a su puesto de embajador mexicano en la India a causa de la matanza aludida. Leí el poema, acompañado de una breve carta abierta, en las páginas de ese reducto liberal nunca lo bastante recordado que fue la revista Ínsula de José Luis Cano. Ocurría esto exactamente en noviembre de 1968. Yo tenía quince años. Un poco antes, en el número de verano de la misma revista, había leído yo una entrevista a Paz por María Embeita (que en el número de septiembre entrevistaba también, por cierto, a Luis Buñuel). “Octavio Paz: poesía y metafísica”, que así se titula la entrevista de Embeita, supuso para mí una verdadera conmoción. No sé si se ha reparado en el interés de este documento único. Para mí, adolescente, significó el encuentro con una voz poética y crítica difícilmente comparable, una voz que aseguraba con toda claridad que —cito, y recuérdese que estamos en 1968— “la sociedad moderna está mal constituida lo mismo en la vertiente capitalista que en la socialista o pseudosocialista”, que “el escritor no es un ideólogo ni un predicador” y, sobre todo, algo que sigue impresionándome por su hondura y su lucidez: a la pregunta de Embeita “¿Necesita el escritor poseer conciencia social?”, Paz responde sin ambages: “Ser social, para un escritor, quiere decir: cultivar sus tendencias asociales“. “Sus tendencias asociales“… Para el muchacho de quince años que leía eso no podía haber mayor muestra de rebeldía y de subversión moral, sobre todo respecto a los dogmatismos de la mal llamada literatura realista. Al año siguiente un amigo me prestó un ejemplar del recién publicado Ladera este, editado por Mortiz en México. En un fragmento de mi poema “El libro, tras la duna”, he hablado de la impresión que me produjo la lectura de ese libro. Desde entonces he procurado (no sé con qué éxito) cultivar en mí esas “tendencias asociales” que hacen de la escritura de poesía el polo contrario del gregarismo y la mundanidad. Siempre he querido ser fiel a esas palabras. Se comprenderá, pues, qué significó para mí conocer personalmente al poeta en 1974, durante mi período de estudios en Barcelona, y la cálida amistad con que Octavio me honró desde entonces hasta su muerte, una amistad de la que no voy a hablar aquí pero de la que me gustaría ocuparme algún día.
     De momento, lo único que quiero hacer ahora es invitarlos a releer “Octavio Paz: poesía y metafísica” (que encontrarán ustedes precisamente en este último tomo, el viii, de Miscelánea. Primeros escritos y entrevistas), “México: Olimpiada de 1968”, El arco y la lira, Ladera este, Pasado en claro, Salamandra y, con ellos, los no pocos centenares de páginas admirables que componen estas Obras completas. Los jóvenes que aún no conocen esta obra poética y crítica tendrán la emoción añadida de leerlas por vez primera. Yo ya lo he hecho muchas veces, y lo seguiré haciendo. Como ha dicho alguna vez Juan Goytisolo, un escritor de verdad no pide ser leído, sino releído. Este es de nuevo, precisamente, el caso de Octavio Paz. –

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(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).


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