En noviembre de 2007 se celebró “La convivencialidad en la era de los sistemas”, coloquio internacional que, en homenaje por el primer lustro de la muerte de Iván Illich, organizó un grupo de seguidores de este autor en Cuernavaca. Asistieron estudiosos, profesores y artesanos de muy diversas procedencias que compartieron los resultados de varias aplicaciones prácticas de las teorías illicheanas, así como algunas líneas de investigación de múltiples disciplinas inspiradas por el historiador y filósofo: restitución de arpones tradicionales para pescar atún en los mares de las costas canadienses a modo de contrarrestar la masacre que minó casi por completo a la especie; escusados “secos” de los que, además del evidente ahorro de agua, se obtiene el mejor abono orgánico; métodos donde el paciente, y el contacto con el médico, es más importante que los datos fríos de los análisis clínicos; estupor del público asistente ante la advertencia de que crear más empleos, construir más escuelas, hospitales y carreteras supone incrementar la dependencia hacia las necesidades creadas por los profesionales, políticos y tecnócratas, cuyos servicios o aportaciones, invariablemente discriminatorias por muy buenas intenciones que las sustenten, se contraponen al arte de vivir.
¿Cómo no voy a mandar a mis hijos a la escuela?; ¿cómo no voy a sujetarme a la “quimio”, a pesar del suplicio, si puedo vivir acaso un año más?; ¿cómo voy a contrariar el beneficio de que los empleos y los altos cargos en la actualidad sean unisex? Ante estos cuestionamientos lo más fácil y frecuente es denostar a Iván Illich, y resulta difícil, ya no digamos invitar a la lectura de su polifacética obra, sino sondear en ella hasta dar con el cabito de la madeja que nos llame a pararnos en el suelo de sus reflexiones, a comprender la originalidad de su pensamiento y la talla de su obra.
Ni utopista ni anarquista ni promulgador de ideología alguna, Illich es un historiador de las sensibilidades, acaso un “humanista extremo”, como se refirió a él Erich Fromm; un medievalista que alcanzó a poner en tela de juicio las instituciones de cabo a rabo, desde la Iglesia hasta la “Némesis médica”; desde la escolaridad carcelaria hasta la preeminencia del profesionalismo; desde el “imperativo tecnológico” (si se puede viajar a velocidades supersónicas, todos debemos hacerlo) hasta la transmutación del agua –imantada de la memoria mítica de otras eras– en ese líquido que, circulando fuera de los sueños, sirve para acarrear la mierda y que, tratada, se convierte en h2o.
El segundo, y último, volumen de las Obras reunidas de Iván Illich –revisado por Valentina Borremans y Javier Sicilia– incluye los libros: El trabajo fantasma; El género vernáculo; h2o y las aguas del olvido; y En el espejo del pasado. Quedaron fuera de este volumen el hermoso En el viñedo del texto, acerca del legado de su maestro medieval Hugo de San Víctor, publicado en 2002 (reimpreso en 2004) también por el fce; La pérdida de los sentidos, merced a que Borremans lo consideró inconcluso; y, acaso, The Rivers North of the Future, conversación con el periodista David Cayley, hasta hoy sólo asequible en inglés y francés, y que sería una especie de testamento en el que Illich cierra el círculo de su pensamiento al exponer el trasfondo teológico del mismo, según explica –y glosa– Sicilia en el prefacio de este segundo volumen.
Como pensador duro de ciencias blandas, Illich continuó investigando, reflexionando, acumulando una ingente bibliografía acerca de los planteamientos que propuso en sus “panfletos” (así calificaba él mismo a sus primeros libros, los que conforman el primer volumen de Obras reunidas), y, llamativamente, siguió estableciendo las palabras más adecuadas para expresar sus ideas, a contracorriente de las jergas establecidas, cuyos términos o distorsionan o de plano omiten algunos sutiles fenómenos que Illich investiga a fondo. Así, por ejemplo, rescata la palabra “vernáculo” (“En latín vernaculum califica todo aquello que nació, se crió, se cultivó, se confeccionó en la casa”) para desarrollar sus ideas acerca de la “convivencialidad”, beneficio colectivo característico de las economías de subsistencia desde tiempos inmemoriales, y nulo en la economía de la escasez, surgida en tiempos carolingios y que paulatinamente se ha impuesto como la única posible.
Si bien algunos de los “panfletos” del primer volumen se antojan de ardua lectura, y algunos fragmentos de El trabajo fantasma también, merced a que el autor aborda asuntos que requieren un conocimiento de la ciencia económica más o menos consistente, los pasajes que prefiero son aquellos en los que aflora el Illich historiador que echa mano con mucha eficacia de recursos literarios que tornan su prosa disfrutable y persuasivas sus ideas. Así ocurre con el recorrido que el escritor ofrece en El género vernáculo para explicar por qué los sátiros, ondinas, elfos, greenmen y otros monstruos o demonios familiares fueron desapareciendo de la ornamentación de las iglesias y catedrales hasta convertirse en pobres diablos errando en los campos y caminos, en gárgolas pétreas a punto de emprender el vuelo imposible o en brujas.
Illich emplea metáforas para invocar modos de habitar y de sentir y de convivir que constituían la vitalidad genuina de las sociedades antaño; se ayuda de la sabiduría literaria –h2o y las aguas del olvido es admirable en este sentido– y de una persistente documentación humanística para presentar opciones a la ciega asunción de la vida como una sucesión planificada de departamentos y autopistas o de individuos escolarizados y luego asalariados, sin importar su género.
Iván Illich muestra una y otra vez que, para la gente como uno, es inmensamente preferible hablar que comunicarse. ~