Cristo con un fusil al hombro, de Ryszard Kapuściński

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En una reciente biografía del gran periodista y escritor polaco Ryszard Kapuściński, escrita por el reportero de la Gazeta Wyborcza Artur Domosławski, se habla de lo permeables que suelen ser las fronteras entre realidad y ficción en el periodismo bien escrito. La crónica o el reportaje que hicieron célebre a Kapuściński tenían la virtud de imponer una lectura estética y, al mismo tiempo, el riesgo de fabricar verdades informativas con los recursos de la literatura de no ficción. La propia biografía de Kapuściński, quien accedió a la gran prensa occidental, en los años sesenta y setenta, como corresponsal de la comunista Agencia de Prensa Polaca –equivalente de la TASS soviética y de la aún vigente Prensa Latina habanera– es parte de ese entramado de ficción y realidad.

Más de una vez, Kapuściński asoció su idea del periodismo con una historia y una antropología del presente. En su caso, no era una exageración o una boutade, ya que si algo caracteriza la escritura de El Emperador, El Sha, El Imperio y otros libros suyos es ese intento de meterse bajo la piel de otros cuerpos y otras mentes. Al retratar a Haile Selassie y a Mengistu Haile Mariam, a Reza Pahlevi y el Ayatola Jomeini, a Gorbachov y a Yeltsin, Kapuściński tenía la virtud de distanciar su personalidad, sin ocultarla plenamente. Como los buenos antropólogos y los buenos historiadores, sabía colocar su subjetividad en una suerte de bruma, que por momentos se desvanecía, perfilando la silueta del cronista.

No deja de ser admirable que el titular de una agencia de prensa comunista fuera capaz de criticar el autoritarismo del Sha sin suscribir el autoritarismo de la revolución islámica o que se atreviera a describir el “terror rojo” en Etiopía, a pesar del apoyo que Moscú y La Habana brindaban a Mengistu. Detrás de aquellos juegos de equilibrio no sólo estaba el enorme talento de Kapuściński sino su propia condición de periodista polaco, obligado a marcar ciertas distancias con el bloque soviético. Esas distancias que salen a flote, ya sin escrúpulos, en su gran crónica sobre la caída del Muro Berlín y la descomposición de la URSS entre 1989 y 1992.

Dice Domosławski que, con frecuencia, la entrada de la ficción en los reportajes de Kapuściński afectaba la veracidad del relato. Por ejemplo, cuando, en Ébano, afirmaba que los peces del lago Victoria, en Uganda, habían engordado devorando cadáveres de las víctimas del dictador Idi Amin, o cuando permitía que otros periodistas aseguraran que había sido testigo de la masacre de estudiantes mexicanos, en la Plaza de Tlatelolco, o que había conocido personalmente al Che Guevara. La lectura de los primeros reportajes de Kapuściński sobre América Latina, escritos entre fines de los sesenta y principios de los setenta, y publicados en español, por primera vez, por Anagrama, nos ayudan a entender el origen de aquellos usos periodísticos de la ficción.

No todos los textos reunidos en Cristo con un fusil al hombro tratan sobre América Latina. El libro comienza con un reportaje sobre los fedayines y la cuestión palestina y termina con otro sobre Mozambique en la época de las guerrillas comunistas de Samora Machel y la lucha por la independencia contra Portugal. En ambos no deja de ser notable ese distanciamiento del periodista polaco, quien, a pesar de identificarse con la causa palestina y con la independencia de Mozambique, señala los riesgos del fundamentalismo islámico y celebra el talante liberal y occidentalizado del líder mozambiqueño Eduardo Mondlane.

En los reportajes latinoamericanos, esas distancias se rebajan al mínimo. El entusiasmo de Kapuściński por las revoluciones y las guerrillas de los años sesenta y setenta es innegable, aunque en el mismo se deslizaba la tensión con Moscú, ya que el Kremlin respaldaba más abiertamente la descolonización africana que la vía guevarista en América Latina. Es preciso leer entre líneas para captar las sutilezas de una guerra fría en la que un reportero polaco cita un poema de Adam Mickiewicz para entender el exilio palestino o intenta ponerse en el lugar del rector de la Universidad de San Andrés, en La Paz, Bolivia, quien tiene la mesa y los libreros de su despacho agujereados por los tiros de las guerrillas estudiantiles.

Es en un salón de esa universidad donde Kapuściński ve el retrato de un Cristo con fusil al hombro que, inicialmente, asocia con el Che Guevara y luego identifica con Camilo Torres, el sacerdote colombiano que murió en combate, en 1966, luego de sumarse a las guerrillas de Bucaramanga. En la portada de este volumen de Anagrama aparece, por error, una foto del comandante de la Revolución cubana Camilo Cienfuegos tomada, en La Habana, el 26 de julio de 1959, durante los festejos por el sexto aniversario del asalto al cuartel Moncada. En todo caso, tanto Torres como Guevara o Cienfuegos representaban para Kapuściński esa convergencia entre catolicismo y guerrilla que se produjo en la América Latina de los años sesenta y setenta, alimentada doctrinalmente por la Teología de la Liberación, y que promovió la iconización cristiana de los mártires revolucionarios.

Los reportajes latinoamericanos de Kapuściński ayudan a comprender el método de trabajo del gran periodista polaco. La tentación de la novela, de que habla Domosławski, está siempre ahí –por ejemplo, cuando al hablar de los hermanos Peredo, los socialistas bolivianos que se sumaron a la guerrilla del Che, hace un retrato del padre, Rómulo Peredo, director del periódico sensacionalista El Imparcial, redactado íntegramente por él mismo, entre borrachera y borrachera, donde se acusaba a los párrocos de la zona de abusos sexuales para cobrar por los desmentidos de la iglesia. En las brillantes notas sobre República Dominicana y Guatemala se observa otra técnica de Kapuściński: el trabajo con la bibliografía. Antes de la observación directa de la dictadura de Trujillo, ha leído las memorias del jefe de la policía dominicana, Arturo Espaillat, y en su recorrido por Guatemala carga con los libros de Luis Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias y Eduardo Galeano.

Hasta en el texto más comprometido de este libro, las vidas paralelas del Che Guevara y Salvador Allende, es posible leer la sutil ubicación de Kapuściński en el juego de fuerzas de la guerra fría. Este ejercicio plutarqueano comenzaba con la pregunta ineludible de la izquierda latinoamericana de los setenta: “¿cuál de los dos tenía razón?” La respuesta de Kapuściński es predecible: “ambos”. Lo interesante es que al cuestionar la disyuntiva entre Guevara y Allende, o entre la lucha armada y la vía electoral, el periodista polaco marcaba distancias no sólo con Washington sino también con Moscú. El Kremlin, como es sabido, no tuvo muchas simpatías por el Che Guevara, quien criticó los socialismos reales de Europa del Este, y en cambio celebró el triunfo de Unidad Popular en Chile, como parte de la estrategia de “coexistencia pacífica” entre los bloques.

El “Guevara y Allende” de Kapuściński es, sin embargo, un texto con más de un equívoco. Su autor, sutilezas aparte, era un periodista del bloque soviético que no había llegado, aún, a la crítica del totalitarismo comunista que leemos en El Imperio y otros de sus libros. Kapuściński desconocía, entonces, que Allende se había suicidado y que Guevara había sido ejecutado, no porque se negara a “hablar” –como han constatado sus biógrafos, cuando es capturado Guevara dice “no disparen, soy el Che, valgo más vivo que muerto” y, de hecho, hasta el último minuto pensó que, al igual que Régis Debray y Ciro Bustos, sería sometido a juicio en Camiri– sino porque la orden del alto mando de Bolivia o de la cia fue la ejecución. También desconocía la ya documentada recurrencia de Guevara al fusilamiento, en la Sierra Maestra y el cuartel de La Cabaña, luego del triunfo de la Revolución cubana.

Kapuściński intenta negar la disyuntiva entre Guevara y Allende, torciendo, por ignorancia o interés, las biografías de ambos líderes. Sin embargo, hay un momento en que, a pesar de su cuidadosa equiparación entre el guerrillero y el parlamentario, el juicio se inclina a favor del segundo: “en el Parlamento de Chile Allende trabaja y lucha treinta y tres años, primero como diputado, después como senador. El edificio forma su mentalidad legalista, su perfecto dominio del derecho, de la constitución, de la ley. De todos modos, la izquierda chilena siempre ha sido una acérrima defensora de la Constitución y del Parlamento […] Sólo aparentemente es una paradoja. La Constitución y el Parlamento garantizan a la izquierda la libertad de actuar dentro de la legalidad, le brindan la posibilidad de llevar su lucha política abiertamente”. La historia latinoamericana parece haber dado la razón a Allende. ~

 

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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