Para el escándalo de artepuristas

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Enrique Serna,

Genealogía de la soberbia intelectual.

México, Taurus, 2013, 402 páginas.

 

A la par que un conjunto de cuentos y novelas digno de figurar entre la mejor ficción que se ha escrito en México en las últimas décadas, avalado por la respuesta entusiasta de lectores y especialistas, Enrique Serna ha perpetrado una labor crítica que no desmerece de su obra creativa. En diarios y revistas, y en las compilaciones de artículos Las caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008), Serna ha ejercitado el pensamiento con lucidez y valentía, sin concesiones a las relaciones públicas ni a la presunción de quienes, al escribir, se suben a un estrado para marear con su grandiosa y abstrusa sabiduría a sus receptores. A esa obra crítica se suma Genealogía de la soberbia intelectual, el primer ensayo extenso del autor, que es a la vez su poética, una diatriba contra los prejuicios y equívocos en torno al arte literario, y sobre todo una advertencia sobre los trastornos que la soberbia ha causado en la producción y recepción de la literatura.

Los antecedentes de este ensayo están en El miedo a los animales (1994), novela negra en la que Serna fustiga a la fauna intelectual mexicana, generosa en mezquindades, golpes bajos y amistades por conveniencia; en el relato "La fuga de Tadeo", incluido en El orgasmógrafo (2001), en el que un autor de literatura hermética se va desligando gradualmente de la realidad circundante hasta su extinción; en el cuento "La vanagloria", de La ternura caníbal (2013), que presenta a un poeta en ciernes en proceso de escapar de las redes del falso prestigio literario; en varios artículos de Las caricaturas me hacen llorar que disparan contra la cultura como decoración y contra la tendencia de cierta crítica de ensalzar la literatura difícil sin evaluarla a conciencia y de defenestrar la literatura popular sin siquiera meter las narices en ella; y, bien visto, en la obra completa de Serna, que no niega al lector ni el legítimo placer de la historia bien contada ni los hallazgos trascendentes, y que está plagada de referencias a la cultura popular desde los mismos títulos que ostenta: Señorita México (1987), Uno soñaba que era rey (1989), Fruta verde (2006)

En diez capítulos temáticos, Genealogía de la soberbia intelectual rastrea el mal que denuncia en diversos periodos históricos, que van desde la antigüedad hasta nuestro días. La estructura del libro, que no se ciñe a una cronología estricta,  le permite al autor asediar su tema central desde focos diversos, brincar con fluidez de una época a otra y establecer relaciones entre ellas. Este recorrido inicia en los albores de la escritura, cuando los sacerdotes de las antiguas culturas, que representaban a la vez el poder espiritual, el económico y el político, monopolizaban el conocimiento para conservar su dominio. Erigidos como intermediarios entre los dioses y los hombres, dichos personajes no dudaban en manipular la historia de acuerdo a su conveniencia ni en oscurecer deliberadamente sus textos para que los intrusos no tuvieran acceso a ellos. Este rígido control del saber tuvo enemigos, nos cuenta Serna, como la democracia ateniense, la divulgación masiva del Libro de los muertos en Egipto luego de la caída del Imperio Antiguo, la reforma de Lutero, la cruzada de los enciclopedistas y el movimiento romántico, pero ninguno logró vencerlo: persistió en el hermetismo impulsado por Mallarmé en el siglo XIX, en las vanguardias, en la creación de jergas especializadas para parcelar el conocimiento y excluir a los legos, y en la pedantería de muchos intelectuales de hoy, enemigos jurados del vulgo, mucho menos poderosos pero no menos soberbios que sus pares antiguos.

No está Serna, cabe aclarar, contra la literatura difícil: la ardua poesía de Góngora, por ejemplo, no le merece sino elogios. Sus dardos apuntan a los saberes y a las artes en general, y a la literatura en particular, que esconden tras su apariencia de sofisticación mera vacuidad. Resultan damnificados Heidegger, el ya mencionado Mallarmé y sus acólitos, Haroldo de Campos, ciertos poemas de Vicente Huidobro, cierta poesía de Paz y algunas novelas de Fuentes y Del Paso, entre otros. La innovación artística, apunta el autor, no debería tener como fin último excluir al público profano, sino avivar su ingenio sin perder la capacidad comunicativa propia del arte. Bajo este enfoque, es triste el destino de una literatura confinada al onanismo de unos cuantos exquisitos y no abierta al juicio y provecho del público.

Combate el autor el extendido prurito de cierta crítica miope y maniquea de establecer una separación tajante entre la literatura ligera, de consumo masivo, y la alta literatura, destinada a unos cuantos entendidos. La primera suele recibir una descalificación a priori, mientras que la segunda es juzgada más por sus intenciones que por sus resultados. Así, el exégeta, desde su cómoda atalaya, se siente a salvo de aprobar las preferencias vulgares de la masa. ¿No está muy claro que esta concepción excluyente de la literatura actúa en contra del arte literario mismo, pues lo rodea de una aureola de inaccesibilidad y lo pinta como un asunto insustancial para el hombre común y no como lo que en realidad es: un puente para entender mejor el entorno, al otro y a uno mismo? ¿No es evidente que entre la pretendida alta literatura hay tantas pifias como entre la consumida por multitudes? ¿No se hace indispensable para el crítico literario hilar más fino?

Como en El miedo a los animales, en esta Genealogía… Serna censura la complicidad entre escritores venales para obtener prestigio sin merecerlo: la crítica no como el ejercicio del criterio, sino como venta de favores; la intolerancia de ciertos autores y sus esbirros ante las lecturas honestas y desinteresadas; la creación de reputaciones literarias de espaldas a los jueces naturales: los lectores. ¿Qué propone el autor para superar esta mascarada grotesca y para combatir también el gran poder de la mercadotecnia, que impone la homogenización del gusto? Aprovechar las múltiples oportunidades que da internet para "agitar conciencias". Contra la opinión de escritores como Vargas Llosa, que deploran la crítica literaria que se hace en la red por su presunta frivolidad y falta de respeto de las más elementales leyes gramaticales, y la desaparición de los críticos-faros que guiaban al rebaño por el camino del gran arte, Serna no solo celebra la posibilidad de que la valoración literaria independiente se desarrolle en internet, sino que equipara esta coyuntura con la invención de la imprenta, pues gracias a ella el público puede evaluar de manera más activa las obras literarias y las corrientes de pensamiento. Es claro que la crítica que se practica en la red es desigual. ¿No ocurre lo mismo con la que se ejerce fuera de ella?

En este ensayo, el autor de El seductor de la patria reivindica la función pedagógica de la literatura. No una didáctica vulgar por obvia y manipuladora: "Quien sienta cátedra o pontifica en una novela comete sin duda una pifia estética", aclara, pero también agrega que la literatura ensimismada en su propia retórica se marchita y muere por darle la espalda a la vida. Su postura seguramente será escándalo de más de un artepurista, pero coincide con los motivos que muchos lectores tenemos para abismarnos entre las páginas de ficciones, además del mero y legítimo placer: la lectura literaria es vehículo de ideas, fortalecimiento del espíritu crítico y vacuna contra resquemores ante el otro. (Los efectos de este conocimiento son inciertos, es verdad, como ocurre con el saber científico: no nos hace necesariamente mejores, pero nos ayuda a comprender mejor el mundo). El escritor es, según Serna, alguien que desea compartir lo que ha aprendido "al pasar su cúmulo de vivencias por el tamiz de la introspección". Si la literatura abandonara esta función por abocarse en naderías vistosas que solo sirven para alimentar una falsa superioridad, opina Serna, y el reseñista lo secunda, significaría una enorme pérdida.

La pugna entre un clasicismo autoritario y unas vanguardias del mismo talante; la defensa de la cultura popular, que alimenta y siempre ha alimentado la alta cultura; los deslices de escritores mexicanos ante los coqueteos del poder político; el conocimiento huraño que redunda en misantropía y se convierte en el mayor enemigo de sí mismo: estos y otros temas son abordados también en esta obra pletórica de ideas, sugerencias y provocaciones. No queda sino agregar que Genealogía de la soberbia intelectual no solo es un ensayo del todo congruente con la obra de Serna, sino un libro necesario, dotado de una erudición al servicio del lector y no de la ostentación, que se opone a la acumulación de conocimiento estéril y es una invitación a que el lector no especializado dialogue con la literatura y sus intérpretes sin los filtros interesados del elitismo y la mercadotecnia, y así desarrolle un criterio que al fin pueda llamar suyo.

 

 

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