Novela pensada y escrita por Carlos Fuentes como contraparte de La muerte de Artemio Cruz, Los años con Laura Díaz establece una perversa simetría. Una narra la agonía y muerte de un revolucionario mexicano devenido en político corrupto, la otra la vida de una artista, de una tardía fotógrafa mexicana. Uno macho cerrado, la otra mujer generosa y abierta. Uno la corrupción, la otra la nobleza. Él la política, ella la cultura. Simetría terrible. Ambos nacieron en una región cafetalera del Golfo. Se entrevén, Cruz y Díaz, en un par de fiestas en la Ciudad de México. No se hablan. “Laura Riviére entró acompañada de un hombre altivo, moreno, en la 'fuerza de la edad', le dijo Orlando a Laura Díaz, es un millonario y político muy poderoso, es Artemio Cruz…” Él muere, ella lo sobrevive. Él construye la Revolución, ella en cambio es testigo de cómo la Revolución se petrifica y luego se desmorona. La primera es una intensa novela escrita por un impetuoso novelista de 34 años, imaginativo y arriesgado; la segunda es una tediosa novela sobreescrita por un exhausto autor de 70 años, de doblada espalda por el peso del prestigio y, presumiblemente, de la experiencia literaria. Los años con Laura Díaz, treinta y seis años después, nace, o en todo caso debió de haber nacido, como una reflexión y crítica de La muerte de Artemio Cruz. Pero lo que en ésta era audaz, en la reciente novela se torna complaciente y neutro. ¿Qué dice esa crítica, esa reflexión? Que el México que vale la pena no es el político sino el vasto y rico mundo cultural. Eso hace que de las tías de Laura Díaz una sea pianista y la otra versificadora; que Santiago, su hermano muerto románticamente en la juventud por su filiación revolucionaria, tenga relación con Salvador Díaz Mirón; que, ya en la Ciudad de México, Laura Díaz, sin empleo y sin horizonte, toque la puerta de Diego Rivera y Frida Kahlo y ahí encuentre trabajo, comida, un viaje a Detroit, amistad, pero sobre todo, un forzado ingreso al ámbito cultural. Fuentes pensó a su personaje como contraparte cultural de Artemio Cruz. Toca la puerta de Diego y Frida y ya, ya está dentro. Con ellos viaja a Detroit y le sirve de modelo a Diego. Un buen día se le ocurre ser fotógrafa, y aunque jamás había tocado una cámara, en poco tiempo ya vende sus fotografías al extranjero y monta exposiciones. La inserción de Laura Díaz en ese ámbito estaba programada por Fuentes antes de comenzar a escribir, por eso se advierte amañada, por eso se equivoca en las fechas (como lo ha señalado José Emilio Pacheco) en las que su personaje supuestamente lee las obras que constantemente cita. Al no poder insertar de modo natural a Laura Díaz en el paisaje cultural, Carlos Fuentes recurre al montaje, recurso cinematográfico. Así, del mismo modo en que aparecía en la película homónima Forrest Gump saludando al presidente Kennedy, Laura Díaz aparece “montada” en tertulias y fiestas, en el ámbito hogareño de los Rivera. “Montada” en la escena, Laura Díaz es testigo de diálogos imposibles que lindan con lo ridículo: “—Cómo serás rencorosa, Friducha. Si te pones a hablar mal de Novo, autorizas a Novo a que hable mal de nosotros. —¿A poco no lo hace? De cornudo no te baja, Diego, y a mí me dice 'Frida Kulo'. —No importa. Ése es el resquemor, el chisme, la anécdota. Queda el escritor, Novo. Queda el pintor, Rivera. Queda la vida. Se evapora la anécdota”. Fuentes no escribió una reflexión crítica de La muerte…, sino su negación artística: una novela complaciente y progresista, complaciente por progresista (feminista, inmersa en el ámbito cultural, mestiza, rebelde en el 68 y solidaria en tiempos de la expropiación, con un mártir en la Revolución y otro en la guerra de España, solidaria hasta con un fugitivo del holocausto nazi y otro del macartismo norteamericano), una novela políticamente correcta. Esa técnica del montaje da, de pronto, escalofriantes resultados. Fuentes, con calzador, inserta a Laura Díaz como testigo de este otro diálogo terrible ocurrido en el Café París: “Barreda posaba a veces como un lavandero y espía chino de su invención, el Doctor Fu Chan Li, y le decía a Gorostiza: —Cuídate de toles. —¿Qué toles? —Toles Bodet”. Sin venir a cuento se topa Laura Díaz con personajes, con artistas, cita versos, dice, por ejemplo: “—Leí un libro muy gracioso de Julio Torri. Se llama De fusilamientos y se queja de que el principal inconveniente de ser fusilado es que hay que madrugar —dijo Laura mirando las vitrinas”. Fuentes hace una serie de montajes, de trampas literarias con el obvio propósito narrativo de que sea señalada la simetría inversa entre las dos novelas (política/cultura, poder/pasión, Cruz/Díaz), para que la obra ocupe el sitio número vii en el tablero y guía maestra de Las edades del tiempo. Debido a esta extraña disciplina que se ha impuesto Carlos Fuentes, me da miedo pensar qué puede pasar en la futura novela, ya programada en el tablero, llamada Aquiles, el guerrillero o el asesino o en Prometeo o el precio de la libertad, sobre todo si le da a Fuentes por construirlas como contraparte de Aura, por ejemplo. –