Piedra infernal, de Malcolm Lowry

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La segunda esposa de Malcolm Lowry, la abnegada Margerie Bonner, publicó Piedra infernal (Lunar caustic, en el original) en The Paris Review en 1963. Lowry, que originalmente había concebido este texto como un cuento, nunca lo dio por concluido a pesar de haber trabajado en él durante años. Según sus planes, Lunar caustic integraría el “purgatorio” de su soñado e inconcluso proyecto “El viaje interminable”, en el que Bajo el volcán ocuparía el infierno. Seis años después de su prematura muerte ocurrida en 1957, Margerie publica el texto advirtiendo que se trata de “un trabajo principalmente de ensamblaje, una aproximación al método y a los propósitos de Lowry […] No añadimos una sola línea”. Y concluye: “Malcolm, no cabe duda, lo habría reescrito todo, pero ¿quién iba a poder hacerlo como él?” Posteriormente, en un acto de audacia editorial, Jonathan Cape publica el cuento como novela en 1968. R.E. Lorente lo traduce al español en 1970, y ahora la editorial Tusquets rescata esta breve y mítica obra maestra con la traducción de Juan de Sola.

Como todos los protagonistas de la obra narrativa de Lowry, Bill Plantagenet, la figura principal de Piedra infernal, se encuentra al filo de su propio abismo. Es un dipsómano pianista de jazz que ha llegado de Inglaterra al puerto de Nueva York. Ignoramos casi todo de su pasado, incluso él mismo acarrea enormes lagunas de su historia reciente. Apenas conocemos un puñado de pasajes donde desdichas y separaciones imperan: la disolución de su banda de jazz, la pérdida de Ruth, su compañera. Tras deambular en completo estado de ebriedad por las calles de Nueva York, ingresa a un manicomio municipal, mezcla de hospital y cárcel, donde conoce a quienes serán sus compañeros: Garry, un chico que vive en un mundo de leyendas e invenciones, siempre ajeno a la realidad de su miseria y de su crimen; el viejo marinero Kalowsky, víctima de un hermano que lo ha internado para sacárselo de encima, suerte de padre sustituto que jamás dejó de buscar en vida el propio Malcolm Lowry; y Battle, un negro mitad ingenuo mitad peligroso, un chiflado en estado de pureza casi angélica.

Allí, Plantagenet vivirá las miserias propias de un psiquiátrico de la primera mitad del siglo xx: entorno insalubre, incomprensión médica, enfermeras impiadosas, pacientes en lamentables estados físicos y psicológicos. Pero también advertirá cómo el amor y la compasión afloran: “Muchos de los que aquí se consideran locos –dice– son simplemente personas que quizás un día intuyeron, si bien de un modo confuso, la necesidad de cambiar, de renacer.”

En ese “modo confuso” está la clave de la piedad y grandeza del protagonista. Algo en el mecanismo de implementación de esa necesidad de cambio falla en estos hombres desahuciados y se produce un deslizamiento, un matiz que para la ciencia de entonces es una patología. Plantagenet se enfrenta al doctor Claggart, encarnación del orden a través de la psiquiatría, y se revela ante la condición de normalidad con la que la sociedad adocena a los individuos para construirse a sí misma.

Plantagenet es una más de las transposiciones que Malcolm Lowry hizo de su propia persona. De hecho, el libro está parcialmente basado en la experiencia de su paso por el legendario Bellevue Hospital de Nueva York. Al igual que Geoffrey Firmin de Bajo el volcán o que Sigbjørn Wilderness de Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, Plantagenet es un alcohólico autocondenado, cínico consigo mismo, convencido de que “el camino del exceso conduce al Palacio de la Sabiduría”. Un palacio que (él lo sabe y hacia allá se dirige a toda prisa) también es una tumba.

La prosa de Lowry brilla por su lirismo magnético, casi religioso, y por su alucinatoria manera de representar la realidad perceptiva de un hombre atormentado. Como el ex cónsul de Bajo el volcán, Plantagenet compone su realidad de una manera escalofriante y casi psicodélica. A él acudirán visiones esperpénticas como cristalización de un poderoso sentimiento de culpa, del que no puede escapar; caleidoscópicos paisajes donde se mezclan el pasado y las pesadillas en un collage de intensidad casi insoportable. Esto, junto con la oscura y accidentada vida del autor, ha permitido confundir a Lowry con un escritor maldito. Una etiqueta tan injusta como inexacta. Más que un maldito, Lowry es un místico. La tensión de su escritura acontece luego de una suerte de transverberación teresiana; un éxtasis sin duda alcanzado tras consagrarse a la palabra como única e inestable salvación.

A pesar de tratarse de una novela (o cuento) publicada sin la aprobación de su autor, Piedra infernal no puede considerarse una treta editorial o la acción desesperada de una viuda por publicar los textos inéditos de su marido. Si bien Lowry nunca la publicó en vida, al leerla encontraremos nuevamente lo mejor de este genial escritor, cuya vida autodestructiva fue a la vez una voluntad y un destino, pero sobre todo el germen de una obra refinada, de enorme plasticidad y honestidad poética. ~

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