Piedras encantadas, de Rodrigo Rey Rosa

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Una lección de escrituraRodrigo Rey Rosa, Piedras encantadas, Seix Barral, Barcelona, 2001. Piedras encantadas es un nuevo ejemplo del admirable rigor y la justa economía de medios que ya caracterizan a la narrativa de Rodrigo Rey Rosa. Como en sus tres novelas anteriores —El cojo bueno (1996), Que me maten si… (1997) y La orilla africana (1999)—, la historia pareciera reducirse aquí a una muy delgada trama que adquiere, sin embargo, una profundidad inesperada a medida que avanza la fina labor —diría incluso el bordado— de la escritura. El guatemalteco obra, ciertamente, en lo sutil: la rapidez, la exactitud y la concisa belleza de su prosa, aunadas a un sentido elíptico de la composición, vuelven a señalarlo como a un joven maestro en el arte de decir más con menos.
     Así, un simple accidente de tránsito —el atropellamiento de un niño en una avenida céntrica de Ciudad de Guatemala— se convierte, a lo largo de la novela, en el nudo de una intriga policial sostenida con escasos elementos, pero tanto más eficaz cuanto que plantea el enigma del crimen a través de un juego de claroscuros y dobles fondos apenas insinuados o esbozados. Nunca sabremos quién quiso matar a Silvestre, el hijo adoptivo de Faustino Barrondo, un inescrupuloso magnate centroamericano. Entre la venganza personal, el ajuste de cuentas o acaso la tentación de cobrar un seguro de vida, tampoco se elucidan las motivaciones del encubierto intento de asesinato. Pero, en el fondo —y en la forma—, nada de esto importa. Piedras encantadas se aparta libremente de las reglas del género porque lo esencial en ella no es el trayecto hasta una verdad sino la íntima tensión que lo rodea: la multiplicación de las preguntas que se hace el lector y que el autor anticipa y formula entre sombras, calculada y cuidadosamente.
     Borges solía decir que la literatura policial era un género de ajedrecistas. Rey Rosa busca más bien la estricta medida del arquitecto que arma un edificio con materiales diversos y recrea una atmósfera con la perspectiva de conjunto. En Piedras encantadas, cada nuevo personaje y cada nueva situación extienden el horizonte de implicaciones y sobrentendidos, y adensan la caja de resonancia de la historia, la modular estructura de la composición. La mirada omnisciente de un narrador crítico y balzaciano, diálogos ágiles y precisos de pura cepa norteamericana, y las descripciones realistas propias de una novela negra conviven en el controlado equilibrio del diseño, haciendo aún más evidente el clima inestable, oscuro y opresivo que reina en este universo donde, como puede adivinarse, nadie es lo que parece y lo que parece tampoco es: "Guatemala, la pequeña república donde la pena de muerte no fue abolida nunca, donde el linchamiento ha sido la única manifestación perdurable de organización social", reza provocador el incipit de la novela. Rey Rosa no pierde la ocasión de ampliar, en distintos momentos, esta imagen implacable de un país facticio y envilecido en el que la mentira es la primera regla de la comunicación. Entre el poderoso y corrupto abogado, el doctor Vallina, y la pandilla de niños callejeros que se hacen llamar las Piedras encantadas, una misma corriente pareciera atravesar de parte en parte el mundo guatemalteco: todos engañan o se engañan, se espían o se traicionan, sin saber quién reirá el último. Por supuesto, semejante código de conducta contribuye a hacer más opaco y complejo el juego de pistas huidizas que recorre la novela, pues no hay nadie que esté libre de toda sospecha. Madre, padre, novia o amigo no son aquí palabras que inspiren sentimientos precisos ni actitudes dignas de confianza. La Guatemala de Rey Rosa es la tierra negra de la incertidumbre y la duda generalizadas, un mudable infierno presidido por el dios miedo y donde la única ley moral que rige los destinos de los personajes es la atracción del abismo. No es otra, creo, la conclusión a la que nos lleva el final abierto de la novela, un final más inquietante y contundente que muchas denuncias.
     Piedras encantadas no da, efectivamente, motivos para ser optimista, pero plantea tácitamente la pregunta por los mecanismos internos de una cultura que instala la violencia en el pecho de cada individuo y luego la extiende y la reproduce hasta convertirla en el aire que respira una sociedad. Lejos del torpe militantismo de una cierta literatura neopolicial latinoamericana, el gesto ético y estético de Rey Rosa nos deja solos y sin respuesta ante una realidad sórdida y desesperada que, por de pronto, no tiene solución ni salida. Vale la pena leer, releer y sopesar esta breve novela. Lo digo sin ambages: se trata de una soberbia lección de escritura.-

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