Porque parece mentira la verdad nunca se sabe de Daniel Sada

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La lección del maestro
Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Tusquets, México, 1999, 602 pp.

Daniel Sada no puede rehuir la responsabilidad de haber escrito la novela más endiabladamente difícil de la literatura mexicana. Impone la feroz soberanía del lenguaje al grado que, más que desear lectores, los invita al exilio. La verosimilitud de ese infierno mexicano, acaso el único escrito este fin de siglo, está más allá del fin y de los medios, de la política y de la ética, al manifestarse en un concierto casi insoportable de palabras, palabras sometidas a todas las acepciones y las declinaciones, donde sólo la apariencia es vernácula, pues estamos ante la más "artística" de las prosas.
     Antes del romanticismo, el arte era esencialmente un método. En ese sentido hablo del arte de Daniel Sada, que sólo a él le pertenece, intransferible, sadeano. Creo que el crítico Ricardo Pohlenz lo definió mejor que yo:

Purista exacerbado, Sada se atiene a tan meticulosa tarea como joyero, se dedica a sacar brillo de los tedios y opacidades de las tramas mínimas de un villorrio remoto: los hombres comunes, con sus anhelos y mezquindades, sin mayor trascendencia que sus hálitos, sus miedos, su lugar en el entramado de los hechos, dado como una reivindicación (debemos decir resurrección) de lo moderno. […] Afanado, captura al vuelo luces y desvaríos, vidas y milagros: tan despiadado como dicharachero, lúcido en un discurso que trenza habla popular con figuras barrocas, hace encomio de enseñanzas y moralejas, a la manera de Cervantes o Rabelais, con sobrentendidos que victiman prebendas y jerarquías. (El Ángel, suplemento cultural de Reforma, 4/VII/1999.)
El reproche más cómodo contra Porque… sería censurar su extensión. Pero hacerlo exigiría demostrar que había otra economía formal factible para escribir esta novela. Y Daniel Sada tuvo tanta necesidad de sus seiscientas páginas como la tuvieron, al extenderse, Gertrude Stein en Ser norteamericanos, Thomas Wolfe en El tiempo y el río o Faulkner en tantas de sus parrafadas, para no hablar de José Lezama Lima o de Joao Guimaraes Rosa, sus maestros más directos.
     La extensión es el nervio de la retórica de Sada, capaz de asegurarnos que "vamos a adelantar un poco el tiempo, como si efectuáramos un viaje apócrifo, pero sólo con la mira de ver a vuelo de pájaro la retahíla de sucesos acaecida", es decir, que la cantidad de escritura será inversamente proporcional a la sucesión nimia de los hechos, y la materia novelesca requiere, como lo dictó Joyce, de dilatar hasta su exterminio el tiempo real.
     El fraude electoral en Remadrín, pueblucho del norteño estado de Capila en una república llamada Mágico, podría atraer al lector ávido de realismo mágico, receta actual del didactismo folclórico. La trampa de Sada, en cambio, nos enjaula en una realidad dominada por un rigor becketiano donde la trama y sus personajes, atentamente construidos, pierden toda escatología. Si habría que reprocharle algo a Sada, habría que reprocharle todo: escribir una novela donde el lenguaje inutiliza a la trama y a los personajes, donde el heroísmo de un novelista no deja cháchara para el cretinaje, pues su tema es la prosaica inutilidad de tantos empeños ciudadanos. Quizá Porque parece mentira la verdad nunca se sabe sea el Oblómov de la literatura mexicana, una odisea de la inmovilidad o una desiertología del tedio, donde cuanto hay de inverosímil en la esperanza ha sido pospuesto porque "lo más cercano a lo real es lo que debió ser".
     Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, novela cuya traducción a otra lengua sería un reto titánico, narra las malandanzas de un cacique, la aventura de los querellantes y de los esbirros entre la represión y la muerte, sus destierros fugaces en los Estados Unidos, los cadáveres en las cajuelas de los carros, la espera de un padre maldecido en el no-destino de Salomón y Papaías, sus hijos desaparecidos. Todo ocurre en la monotonía atroz de un viaje por el desierto durante los largos, oscuros y anodinos años del imperio del fraude electoral en México.
     Pero en nuestra literatura, la de La sombra del caudillo (1929) y de La muerte de Artemio Cruz (1962), Daniel Sada logró una hazaña retórica: escribir una novela política sin ideología… y sin política, donde las segundas intenciones morales o punitivas, realistas o mitofágicas están ausentes. La vesania convoca a las palabras y éstas se lamentan como un aullido de campesinos viejos, como aquellos que en el desierto de Coahuila se abrazaban en círculo para entonar el lúgubre cardenche.
     Ante ese canto hermético, sólo la constancia del oído permite la comprensión del valor sapiencial, desprovisto de pedagogía, que esta obra maestra ocultará al impaciente, como cuando se escucha la plegaria: "Ay de aquel que no habla a solas ni siquiera a campo abierto. Ay de aquel que se emborracha con sus principios morales y les da vueltas y vueltas y no se ríe de sus vueltas" O cuando Sada considera que:
La culpa era el correlato de un castigo que si bien podría no ser sino idea o deseo que se prolonga y al cabo se desvanece, quedando así establecido que en principio para nadie sería fácil encontrarlo y capturarlo y, por ende[…] un inocente vislumbra las tragedias de este mundo como una triste ocurrencia si no de Dios, sí de El Diablo, o de los dos que, borrachos, hacen un pacto "por mientras" si no a lo tonto, sí rápido, en un sitio indefinido; y hasta se sienten amigos, pero no, o ¿qué decir?
Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es una novela tan importante como lo fue Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez. Mientras leía esa semejanza me asustaba, tanto por el ¿ingrato? olvido al que reducimos a Yáñez, como por la facilidad con que las conquistas extremas de Daniel Sada (Mexicali, 1953) serán digeridas por su heredad, que será inevitablemente más "artística" que metódica, más romántica que novelesca. Nosotros ya olvidamos las exigencias propuestas por Yáñez, porque Revueltas y Rulfo las tradujeron y las sublimaron. Y cerrando ese ciclo, Sada aparece como un autor que nos vuelve a arrancar de toda comodidad, en un fin de siglo donde reina, aun en las mentes más rigurosas, la tentación de la novela didáctica. Se nos recuerda, durante la proeza sadeana, que vivimos para escapar infructuosamente de esas sordas parvadas de pajarracos que sobrevuelan Remadrín, las palabras.
     No tengo por qué ocultar que varias veces estuve a punto de abandonar esta novela. O de caer en la tentación de saltarme párrafos, páginas, capítulos. Más que por el respeto que le tengo a Daniel Sada y a su obra, más que por ser consecuente con mis reiteradas exigencias de escritura, persistí por remordimiento. Ante cada uno de mis fastidios y de mis incomprensiones, la palpitación de la obra maestra me sobornaba. Tenía que ver la trama de esa palabrería como quien se empeña en mirar al sol con los ojos. Cuando quedé felizmente enceguecido, las tinieblas, con otras formas y colores, ocuparon el vacío y apareció el sentido.
     Ese gran lector de la tradición de la novela que es Daniel Sada me conmovió, rendido, ante el poder de su arte. Él, menos que nadie, podía olvidar la suprema eficacia de un final perfecto. Ahuyentados por un ejército de fantasmas, Trinidad y su esposa huyen de Remadrín hacia un verdadero hogar. Dejan clavado en la puerta un recado, indicándoles a sus hijos, desaparecidos políticos, dónde los esperan, porque están ciertos de su retorno. Si Pedro Páramo escenificó la fulminación del padre, medio siglo después Daniel Sada certifica la fuga sin fin de los hijos, condenados a errar tan muertos como esas palabras que les dieron vida y que vuelan por los desiertos en ese recado destinado a palidecer, empresa del lenguaje al fin y en principio. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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