EL DESORDEN DE LA EXISTENCIAHéctor Manjarrez, Rainey, el asesino, Era, México, 2002, 87 pp.Treinta años han pasado desde que Héctor Manjarrez publicara en 1971 su novela Lapsus, fruto directo de su experiencia londinense y respuesta a la literatura de "la onda", no para negar sus propuestas sino para superarlas. Testimonio generacional de la nueva cultura de los sixties en Estados Unidos y en el Reino Unido, experimental en el lenguaje y en la estructura y con un rabioso deseo de modernidad, Lapsus es, por supuesto, una novela de juventud, celebración del tiempo y de un tiempo, aunque ya es visible en ella este "malestar" que recorrerá toda la escritura de Manjarrez.
De la celebración del tiempo, cada vez más marcado por la memoria y la celebración erótica de los cuerpos, Manjarrez llega casi impúdicamente a la celebración de los sentimientos, en uno de los mejores libros de relato de la década de los ochenta y tal vez su mejor libro, No todos los hombres son románticos. En Pasaban en silencio nuestros dioses, por el contrario, la distancia crítica es la que determina una nueva sentimentalidad marcada por el fin de una época y de unos sueños. Es la historia de un desencanto, testimonio, pues, generacional de una mitificación de las libertades y las rupturas (culturales, corporales y políticas) que parecen llevar inevitablemente al tono de comedia ligera de El otro amor de su vida.
En Rainey, el asesino se sedimentan y profundizan felizmente cada uno de los aspectos que he señalado en esta trayectoria narrativa. Manjarrez maneja con una visible disciplina e inteligencia (visible porque casi roza el exhibicionismo) los ingredientes clásicos de la novela corta: la precisión del lenguaje que oculta la ambigüedad de los hechos y su trágica interpretación (¿quien de los Rainey es el verdadero asesino?), una estructura de la que depende la tensión narrativa, la capacidad de dar una dimensión ética y dramática más allá de la analítica descripción de lo cotidiano, la de crear un ambiente con escasas pinceladas y la de imponer un orden moral por encima del orden narrativo.
Todo está dominado por un elemento de extrañeza que afecta los distintos registros de la novela. Es extraña, en parte porque sólo al final descubrimos el motivo, la división en tres capítulos y sobre todo la relación entre ellos. La extrañeza del primer capítulo está marcada por el tono de novela policiaca ambientada en Londres, un Londres que roza peligrosamente el tópico y que parece recrearse en la evocación de lugares familiares al narrador, es decir, anecdótica nostalgia. Pero es precisamente la superación de esta anécdota lo que subraya el talento literario y la habilidad de Manjarrez..
Este Londres de película policiaca que recorremos en taxi para seguir a un perseguido, Sir John Rainey, y a un desconocido perseguidor, nos lleva de King's Cross al Strand, a Euston Station, a Paddington Station, al Canning House de Belgrave Square y, finalmente, a un pequeño piso de Chapel Street. Nada que no pueda seguirse en una guía turística. Pero se introducen una serie de elementos misteriosos, empezando por las razones de la persecución y por el contenido del maletín de Sir John, con un fuete, ocho fotos de una mujer desnuda y una antología de Borges que incluye "El jardín de los senderos que se bifurcan", como se bifurca en Chapel Street la vida de su inquilino, a quien le alcanza "un destino misterioso y banal".
La voz del narrador se ha encargado de dar una dimensión burlona y crítica de la aristocracia a la que se le niega toda grandeza, corroyendo sutilmente las imágenes tópicas del Londres de sabor imperial. Una imagen en cierto modo amable que se va destruyendo ferozmente a partir del segundo capítulo, dividido en dos partes unidas por una parecida Historia ("esa demiurga enloquecida del siglo xx") y una misma indignación moral. En la primera se nos narra "un crimen tan cobarde como vil" que cometió Johnnie Rainey en Puerto Argentino, lo que nos remite a "la nefanda dictadura argentina" que pretendió recuperar por la fuerza de las armas las Islas Malvinas, "uno de los enfrentamientos más estúpidos de un siglo ahíto de guerras y genocidios". La segunda parte nos remite a otro hecho no menos nefando: el de los "desaparecidos".
La muerte del pobre soldado argentino Jorge Alberto Santander despierta en su tío Juan Alberto Rainey un afán de justicia que le llevará a Londres para acorralar al oficial británico responsable del crimen. Allí se encontrará con su antiguo amor, Marta, a quien la desaparición de unos seres queridos la han llevado a la locura. Cuando llegamos al último capítulo, todos los significados del primero se han cargado de una trágica intensidad. Asistimos así a la desmitificación de la "anglofilia anacrónica", al sentimiento de pérdida del amor más verdadero, al descubrimiento de la aterradora soledad, a las paradojas más crueles que llevan a traicionar la justicia cuando se creía servirla, a la locura y a la reivindicación del suicidio, tal vez la única forma posible de heroísmo. –