Retrato de un desconocido, de Nathalie Sarraute

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Del tedio considerado como una de las bellas artes. Del tedio como divertimento (o de la cuadratura del círculo). De la intriga considerada como un engorro. Del narrador omnisciente considerado como una falacia y del personaje considerado como una rémora para la escritura desatada, para la única ficción verdadera de acuerdo con los presupuestos neovanguardistas del nouveau roman pergeñado por Robbe-Grillet contra la tradición narrativa, cuya puesta de largo tuvo lugar en 1955, con la publicación de la novela de referencia, El mirón, y más tarde, en 1961, con la primera edición de Por una nueva novela, su controvertido manifiesto. Sin trama, muerto el héroe, sin configuración de personajes, ni psicología ni narrador omnisciente ni referencias históricas o sociales, ni sentido figurado –ni metáforas, ni símbolos, ni alegorías– ni nada que no pueda ser aprehendido por los sentidos, el nouveau roman –o la novela objetivista o l’école du régard o la novela behaviorista o conductista, que muchos son los nombres del monstruo– proclama a voz en grito, sabido es, la naturaleza lingüística de la creación literaria, desmitificando géneros de postín como la novela negra o rosa y obsesionándose hasta lo enfermizo por el punto de vista, la perspectiva y un culto al objeto y sus geometrías que, a los ojos del prosélito, trasciende la narrativa hasta cierta pureza poética, o la mengua, a juicio del detractor (¡y que Dios nos ampare a todos!) hasta lo trivial y lo anodino.

No existe ya motivación literaria alguna al margen de la escritura misma, de suerte que el texto resultante es autorreferencial y, por encima de todo, intransitivo. La modificación (1953) de Michel Butor, Martereau (1953) de Nathalie Sarraute, la trilogía de Beckett Molloy (1951), Malone muere (1952) y Lo innominable (1953), La celosía (1957) de Robbe-Grillet, seguramente las novelas más significativas del nouveau roman, se visten con ropajes experimentales, se deshacen de la dimensión temporal en el desarrollo del relato, abogan en cambio por una hipertrofia de la dimensión espacial, que dota al objeto percibido de una inusitada importancia, abusan de técnicas como el mise en abyme, la forma espacial o la construcción intertextual para advertirle al lector de la condición verbal de la ficción que tiene entre manos, alejándolo de una intriga que jamás encontrará en el texto y llevándolo de la mano hacia la sintaxis, hacia el ritmo y la óptica de la mirada.

En el principio del nouveau roman, en su prehistoria, se encuentra Retrato de un desconocido (1948) de Nathalie Sarraute, el precedente más inequívoco de la estética rompedora del nouveau roman, que en realidad duró apenas una década como movimiento ordenado, pero cuya influencia alcanzó a Julio Cortázar –de forma incontestable en su modélico relato “Continuidad de los parques” (Final del juego, 1956), publicado al año siguiente de El mirón, de Robbe-Grillet–, a Luis Martín Santos, Tiempo de silencio (1962), a Miguel Delibes, Cinco horas con Mario (1966), a Juan Goytisolo, Señas de identidad (1966), a Marguerite Duras, El amor (1971), a Claude Simon, claro está, o a Thomas Benrnhard, al margen de contribuir para siempre jamás a la técnica de escritura del guión cinematográfico.

Retrato de un desconocido, la primera novela publicada por la autora de La era de la sospecha (1956), retrata en efecto a un desconocido que en apariencia es el mezquino progenitor de la protagonista y que en realidad es el lenguaje mismo, y no es más, si así se quiere, que un ejercicio de estilo solipsista, algo semejante al antojo de un narrador aporístico que se prueba a sí mismo jugando a construir un mundo ficcional sin los materiales que le son propios, esto es, jugando con fuego. Hasta es posible que la subyugante novela de Sarraute legitime las palabras que Marguerite Duras, que tan pronto suscribió la moda del nouveau roman, escribió en Écrire (Gallimard, París, 1993, pp. 52-53), “l’écriture c’est l’inconnu. Avant d’écrire on ne sait rien de ce qu’on va écrire. Et en toute lucidité. Si on savait quelque chose de ce qu’on va écrire, avant de le faire, avant d’écrire, on n’écrirait jamais. Ce ne serait pas la peine”. Sarraute construye su texto conforme su texto va siendo escrito. No hay más que el ejercicio supremo de escribir, oficiar el rito de la escritura hasta convertirla no en la obligación de la intriga sino en la aventura del lenguaje. Tal vez por eso la autora de Tropismos (1938) dice estar reescribiendo Eugenia Grandet de Balzac, esto es, guiñándole un ojo al padre del realismo y guiñándole el otro al lector perspicaz, que entiende que no hay mejor manera de desafiar al realismo que escoger sus intrigas sociales para reducirlas a un fenómeno lingüístico o, dicho de otro modo, que la mejor forma de ironizar acerca del imaginario que construyó el realismo es, robémosle el título por un momento a Paul Auster, jugar a los experimentos con la verdad. La ficción de Sarraute presagia la del nouveau roman pero es hija de la de Virginia Woolf, cuyas constantes epifanías y descripciones líricas de instantes de la vida cotidiana alimentan avant la lettre la poética milimétrica, aséptica y deshumanizada del nouveau roman (que también vocea, aunque a destiempo y porque le repugna el sentimentalismo, la consigna futurista “¡matemos el claro de luna!”) cerrando un círculo en cuyo punto central se sitúa Retrato de un desconocido. El lector leerá también, entre líneas y con razón, páginas de Proust hechas suyas por Sarraute en las vacilaciones del narrador respecto a sus impresiones (“Sé de sobra que no debo confiar en la impresión que me producen las calles de mi barrio”), y reconocerá a una escritora inmensa en frases como “el porvenir se extendía ante mí deliciosamente impreciso, acolchado como un horizonte brumoso en la mañana de un hermoso día”, pero el caso es que, bautizada como “antinovela” por Sartre en el prólogo que le escribe con la algarabía del científico que acaba de descubrirle al mundo una rara avis, Retrato de un desconocido trata de “refutar la novela mediante la propia novela, de escribir la novela de una novela que no se desarrolla, que no puede desarrollarse, de crear una ficción que sea, a las grandes obras compuestas por Dostoyevski, lo que es a los cuadros de Rembrandt y Rubens aquella tela de Miró titulada Asesinato de la pintura. Estas obras extrañas –añade Sartre– no atestiguan la debilidad del género, sólo señalan que vivimos en una época de reflexión y que la novela está en vías de reflexionar sobre sí misma”. Acierta el ideólogo del existencialismo al advertir una reescritura crítica de las convenciones de la novela realista en la novela que nos ocupa, que Adriana Hidalgo recupera felizmente, pues no siempre se tienen a mano las obras que le dan a la ficción una nueva vuelta de tuerca. Retrato de un desconocido actúa como un espejo deformante que distorsiona la poética realista, y en manos de Sarraute el nonato nouveau roman ya es literatura con mayúsculas. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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