El más reciente libro del historiador franco-mexicano Jean Meyer, Historia religiosa de Rusia y sus imperios, es lectura obligada para quienes se propongan, seriamente, comprender nuestro mundo. Tal vez no exista conflicto más decisivo en nuestros días que la invasión de Rusia contra Ucrania. Y tal y como ha sucedido con las últimas guerras del Medio Oriente, y antes con la de los Balcanes, la escena global se acomoda al conflicto y cada superpotencia lo aprovecha a su favor.
El libro no trata específicamente sobre la guerra en Ucrania, pero desde sus primeras páginas cuenta que la tercera Roma, construida en Rusia, después de la latina y la bizantina, estuvo marcada por la rivalidad entre Kiev y Moscú, mucho antes de los tiempos de Iván el Terrible. Meyer regresa a los viejos debates sobre los orígenes de Rusia, entre historiadores nórdicos y ucranianos, atizados tras la conversión al cristianismo del príncipe Volodímir, monarca de la Rus de Kiev, al término del primer milenio de nuestra era.
Escribe Meyer: “el pleito historiográfico empezó hace dos siglos: los historiadores nacionalistas de Rusia y Ucrania están enfrentados desde 1850 y pelean hoy más que nunca para definir los términos ruso y Rusia”. En esa batalla historiográfica, agrega Meyer, se dirimen las fronteras del antiguo régimen: la “Rusia de Kiev”, entre 988 y 1240, y la de Moscú a partir del siglo XIV. La Rus ucraniana de Volodímir y la Rusia moscovita de Vladímir.
Por el camino de su muy documentado libro, Jean Meyer recorre muchas Rusias, la nórdica y la mongola, la de los Skavronsky y la de los Románov, la de los Stalin y la de los Putin. En todas esas Rusias fue central la religión, especialmente después de la expansión de la ortodoxia cristiana con el arranque del segundo milenio. Cuando en 1988, en plenas glásnosty perestroika, bajo el liderazgo de Mijaíl Gorbachov, se conmemoró el primer milenio de la conversión del principado de Nóvgorod, ya más de un 30% de los soviéticos declaraban profesar la religión ortodoxa.
Sostiene Meyer que no se comprende esa recuperación religiosa, después de siete décadas de ateísmo oficial, sin la historia del cristianismo ruso bajo el periodo soviético. La caída de los Románov, en 1917, no representó automáticamente una contracción de la Iglesia y la fe en Rusia. Los religiosos llevaban mucho tiempo presionando a favor de un concilio, que había postergado la tendencia secularizadora del reformismo zarista. En los meses de la Revolución liberal, entre febrero y octubre de 1917, se convocó, finalmente, la gran reunión de los cristianos rusos y sus lecciones son muy reveladoras al día de hoy.
En contra de tantos lugares comunes sobre el ateísmo bolchevique, Meyer destaca la participación de cientos de laicos y clérigos en el concilio, que se extendió entre agosto de 1917 y septiembre de 1918, en plena radicalización comunista. Allí participaron algunos de los brillantes intelectuales cristianos rusos, como Serguéi Bulgákov, expulsado por Lenin en el buque de los filósofos, en 1922, y Pável Florenski, teólogo y matemático, ejecutado por órdenes de Stalin en 1937.
Las glosas de Meyer sobre los mensajes del patriarca Tijon, entre 1918 y 1922, dan cuenta de una voluntad de sobrevivencia, muy ajena a la vulgata historiográfica sobre el compromiso de la Iglesia ortodoxa con la contrarrevolución. La agresividad atea de Lenin y Trotski, sobre todo, catalizó las clausuras de cientos de monasterios y parroquias, los encarcelamientos y ejecuciones de decenas de sacerdotes y clérigos. Suman 45 los mártires reconocidos por la Iglesia, en aquellas purgas, incluido un obispo de Kiev, otra vez, llamado Volodímir.
Pero en medio de aquella guerra de los bolcheviques “contra las momias” hubo oportunidad para que Tijon se carteara con Kalinin y Tuchkov y lograra salvar su vida en el verano de 1923, luego de reconocer que “ya no era un enemigo del poder soviético”. Los últimos meses del patriarca Tijon, en 1924, llenos de confiscaciones de bienes y presiones fiscales contra la Iglesia, están llenos, también, de anuncios del acomodo entre religiosos y comunistas durante el estalinismo.
No por haber sido leída en otros autores, como Nezhni, Argusky y Codevilla, la conclusión de Meyer deja de ser impactante: “es difícil para el historiador hacer como si no supiera que, a fines de la década del treinta y especialmente durante la Segunda Guerra Mundial, Stalin resucitó la Iglesia ortodoxa rusa para ponerla al servicio del patriotismo en la lucha contra el invasor alemán”. Las negociaciones entre Tuchkov y Kirill, desde 1927, fueron antecedentes de aquella tensa cohabitación.
El fervor antirreligioso en la urss se reavivaría después de Stalin, con Jrushchov en los sesenta y en el arranque del estancamiento de Brézhnev, pero ya para los años ochenta había cedido, ante todo, en la opinión pública y la cultura popular de ciudades como Kiev, Moscú, Minsk y Leningrado. Cita Meyer un sondeo de 1990, en Moskovskie Novosti, según el cual un 48% consideraba que la Iglesia debía jugar un papel protagónico en la educación, un 67% favorecía la devolución de templos y bienes confiscados y un 84% demandaba más presencia de la ortodoxia cristiana en los medios de comunicación y la esfera pública.
El resurgimiento religioso de la Rusia postsoviética, cuya apoteosis se vivió en tiempos de Borís Yeltsin, produjo una vuelta a los cismas nacionalistas e imperiales que dividen a Rusia y Ucrania. La vieja sintonía teológica y política, heredada de las dos primeras Romas, se ha recuperado con la fuerte conexión entre Vladímir Putin y el patriarca Cirilo. La invasión rusa de Ucrania, sin embargo, está produciendo una autonomización de los ortodoxos ucranianos, frente al patriarcado ruso, que algunos califican como nuevo cisma.
No se entiende ese cisma sin los debates entre historiadores que, durante más de un milenio, han tratado de entonar el tiempo de los dioses con el de los hombres, en aquella espesa frontera entre Oriente y Occidente. Y no se entiende, tampoco, sin este libro de Jean Meyer, quien, con Alexéi Salmine, nos recuerda que nada en la historia de Rusia o Ucrania, los imperios, las revoluciones o las guerras, ha sido ajeno a la religión. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.