Tancredo Pavone, profundidad y morralla

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Gabriel Josipovici

Infinito. La historia de un momento

Traducción de Juan de Sola

Barcelona, Cómplices Editorial, 2014, 119 pp.

En un mundo donde los ingleses cazan a sus aristócratas, los franceses son el único pueblo civilizado que queda sobre la tierra, los orientales se muestran refinados y limpios por naturaleza, y el campesino italiano es incomparablemente superior al francés y al español, el compositor de vanguardia Tancredo Pavone tiene la nariz aquilina y los cabellos negros casi azules, teñidos o no. Es delgado, muy alto y cuenta con fortuna suficiente para mantener una gran mansión junto al Foro.

Siciliano de nacimiento, afirma que el romano es el pueblo menos imaginativo que ha existido. En su personal geografía, Roma separa Oriente de Occidente y la frontera pasa precisamente por el Foro: de ahí el emplazamiento de su casa. Pavone tiene título de conde y su esposa, de la cual se separó hace tiempo, es sobrina de la reina de Inglaterra y podría remontar su linaje hasta Ricardo Corazón de León.

De joven, vivió en Montecarlo y fue popular en bailes y casinos. Luego pasó por Londres, Viena, Suiza, París. Integró varias expediciones etnográficas al África Occidental, viajó a Nepal y la India. En Viena cursó estudios de composición con un discípulo de Schönberg. “Después de Viena, tardé diez años en dejar de pensar –reconocería–. Lo único que me salvó de Viena fue el Nepal.”

Allí aprendió que hay una boca interior más grande que cualquier boca humana, y que con ella puede arrancarse un bocado de mundo del tamaño que se quiera. Desarrolló un particular sentido de la anatomía que le permitiría hablar de la boca interior, del oído y el ojo interior, del reloj espiritual dentro de uno. O comparar las orejas de Schönberg y Stravinski con las de Mozart y Bach hasta deducir que los dos primeros fueron orejones a fuerza de escuchar los sonidos humanos, mientras que los otros dos cultivaron el oído interno y en sus retratos aparecen con orejas más discretas.

Beethoven, según él, se encaminó hacia la sordera como quien se acerca a su destino, porque el principal atributo de un compositor es la sordera. Fue el más grande gorila Beethoven. Y gorilas también fueron Liszt, Scriabin y Rachmaninov. Gorilas del piano, ya que el piano no es instrumento hecho para señoritas. “Solo un gorila tiene la fuerza para arremeter contra un piano como debe arremeterse […], solo un gorila tiene la energía y la desinhibición para poner a prueba un piano como debe ser puesto a prueba.”

En la vida hay que atacarlo todo como si nos enfrentáramos a un mortal enemigo o a un amante. Por eso él se abalanzó siempre sobre música y poesía, mujeres y comidas. Henri Michaux, quien fue su mejor amigo y en cuyo entierro estuvo, lo animó a escribir poesía. Jugó partidas de ajedrez con Duchamp y tuvo amistad con René Daumal. Sus composiciones musicales terminaron siendo reconocidas por la crítica y programadas en los principales festivales.

Una tarde, anocheciendo ya, escucha en la linde de un bosque el canto de las cigarras y le parece tan poderoso como aquellos sonidos que recuerda de los templos de Nepal y del Tíbet. Es un canto que habla del ahora y de la eternidad, y él comprende que eso mismo es lo que ha buscado a lo largo de su obra: “una música del ahora que fuera una música de la eternidad”.

Las opiniones de Tancredo Pavone tienen muchas veces la comicidad que encontramos en las entrevistas de Cioran o de Bernhard. No pocas de sus observaciones sobre música podrían aparecer en los diálogos de Stravinski con Craft, Gould con Cott o Cage con Retallack. Gabriel Josipovici ha reconocido que para imaginar al personaje se inspiró en la figura del compositor Giacinto Scelsi. Los juicios de Scelsi sobre el ritmo musical, la belleza femenina o el futuro de la civilización representaron para él una mezcla de profundidad y morralla altamente inspiradora.

Cuanto sabemos de Tancredo Pavone nos llega de segunda mano, referido por un criado. Viene de los diálogos entre el conde músico y un empleado a cargo de sus más de cien trajes, decenas de miles de corbatas y cientos de zapatos. (“En arte, Massimo, hay una regla que dice que si la obra ha de ser limpia, también tiene que estarlo la ropa.”) Massimo le sirve también de conductor en los paseos por la Campaña, las visitas al restaurante de siempre, la catedral de Orvieto o el cementerio etrusco de Cerveteri. Infinito. La historia de un momento cuenta la vida y opiniones de Pavone, pero también su relación con Massimo, la compasión y el miedo a la vulnerabilidad que existiera entre ambos.

Fallecido el compositor, a Massimo le han pedido que continúe en la mansión, le ofrecen empleo en la fundación encargada de administrar su legado. Sin embargo, él declina la oferta porque, ahora que el señor le ha dejado una suma, conseguirá establecerse por sí mismo. Y si cuenta lo que le oyó decir en la mansión y en sus paseos es porque está sometido a interrogatorio. Pero ¿quién lo interroga? ¿Y por qué?

Quienquiera que sea, es el narrador de esta novela, que es un diálogo de segundo grado: el que Pavone y Massimo sostuvieran durante largo tiempo, el de Massimo y quien lo interroga. Este último no parece ser un comisario, pues se detiene demasiado en cuestiones musicales y filosóficas. Tampoco un estudioso musical, dadas sus averiguaciones sobre viejas rencillas del servicio. Y, de tratarse de un biógrafo del compositor, se diría que es menos cultivado que el criado a quien pregunta.

En los últimos años, Juan de Sola ha traducido cuidadosamente tres de los veinte títulos de ficción publicados por el narrador, ensayista y dramaturgo británico Gabriel Josipovici (Niza, 1940). De esas tres novelas encontrables en español, esta me parece sin dudas la más disfrutable. ~

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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