Tecnología, progreso y el impacto humano sobre la tierra, de John Gray

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Fuera de los circuitos académicos –y aun en ellos, por desgracia– parece ser una costumbre la permanente confusión acerca de la naturaleza del liberalismo, ese cuerpo de principios e instituciones que sostiene nuestras sociedades mientras es invariablemente execrado por muchos de sus miembros, so pretexto de su identificación con el conservadurismo o de su simplista reducción a la categoría de enemigo íntimo del aparato estatal. Ad astra per asperum? Pudiera ser. En todo caso, es por ello reconfortante encontrarse con pensadores de la talla de John Gray, capaces de recoger lo mejor de la tradición liberal y discutirla fructíferamente a la luz de problemas sobrevenidos, como el impacto medioambiental de la actividad humana que constituye –aparentemente– el tema central de esta breve conferencia. ¿Aparentemente? Pues sí, ya que, como viene a confirmar la incisiva entrevista a cargo de Daniel Gamper que completa el volumen, el verdadero tema, desde el que se ilumina aquél, es otro, a saber: la dimensión trágica de la existencia humana y sus consecuencias para el orden social. Nada extraño en alguien que se declara liberal escéptico y se define como escritor antes que como intelectual.

Este escepticismo, rasgo intrínseco al liberalismo clásico, es el fundamento de la mayor parte de las posiciones de nuestro autor. Recordemos que para los primeros liberales, en lucha teórica contra la tiranía moderna, nadie puede reclamar acceso a ninguna verdad última que pueda constituir, a su vez, la justificación del poder político: éste sólo obtiene su legitimación de la protección de los derechos y las libertades individuales, debiendo en consecuencia ser neutral respecto de las creencias y formas de vida de los ciudadanos. ¡Siempre que éstas no incluyan el socavamiento del propio orden social! Este escepticismo conduce al pragmatismo: la imposibilidad de alcanzar eso que Kolakowski ha llamado la utopía epistemológica implica la condigna imposibilidad de alcanzar cualquier utopía social. Habría que añadir aquí que el sueño libertario de quienes desearían vivir –à là Nozick– sin Estado es también una utopía, por más que provenga del interior del liberalismo. Y es también conveniente advertir que el escepticismo no debe ser confundido con el relativismo, filosofía tan peligrosa como infantil, al decir de Gray: que no haya una verdad última no significa que no existan verdades primeras y órdenes sociales más justos que los demás, al ser capaces de encarnarlas. Tanto el debate como las soluciones políticas deberían adoptar este punto de partida, cuya amplitud, no obstante, admite no pocas variaciones.

Parece decirnos Gray que el utopismo más insidioso es la creencia en el progreso, porque nos oculta la esencial ambivalencia de una naturaleza humana que ha hecho y seguirá haciendo de la Historia un depósito de horrores nunca extintos: la tortura es su ejemplo favorito. El mito del progreso sostiene el mito de la utopía. Y dados los descorazonadores resultados que ha producido ésta, quizá debamos renunciar de una vez a aquél para mejor solucionar los problemas de la sociedad –consigo misma y con su medio ambiente. Gray define la creencia en el progreso como una forma de psicoterapia, si bien sus ideas al respecto no son nada originales: progresamos en la ciencia y la tecnología, pero no en la ética y la política; esto, a su vez, convierte en ambivalente el conocimiento técnico así acumulado. Sin embargo, la postura de Gray parece ser ciega a la existencia de avances institucionales que, si no impiden, al menos dificultan el regreso de viejos males. A su juicio, nuestra época combina una aceleración del conocimiento con “una rápida regresión en la ética y en la política”. ¿No habría sido más justo predicar esto de, pongamos, 1914 o 1941? Daniel Gamper, de hecho, le recuerda que el regreso de la tortura va acompañado de un clamor mundial en su contra. Se diría que la influencia de Isaiah Berlin es llevada aquí demasiado lejos: un fuste demasiado torcido. Es verdad, empero, que no siempre resulta fácil comprender el curioso mecanismo de la oficiosa filosofía de la historia del liberalismo: escéptica respecto de las verdades generales, pesimista respecto del hombre particular, optimista respecto del avance de la humanidad. Y la mezcla de barbarie e ilustración que puede observarse en la historia universal parece encajar con ese dibujo, por más que las almas bellas puedan protestar: ya dijeron Montaigne y Pascal, con una metáfora bien pegada a la tierra, que el hombre es a la vez ángel y demonio.

Este doble rechazo del progreso y del utopismo, arraigado en una visión trágica del hombre, se proyecta en el pragmatismo con que nuestro autor aborda los dos asuntos sobre los que gira este breve volumen: el impacto humano sobre el medio ambiente y el problema del pluralismo. En cuanto a lo primero, la alarma de Gray por el crecimiento de la explotación humana del medio –no del todo justificada y algo deudora de una moda intelectual bien poco serena– tiene la virtud de desembocar en propuestas que ponen la realidad humana por delante de la ensoñación arcádica. A su juicio, ni el mercado, ni el abandono de la tecnología, ni la sola acción estatal van a llevarnos a la sociedad sostenible: liberalismo, marxismo y ecologismo plantean soluciones, en el fondo, utópicas. ¡Y por tanto, no son soluciones! No podremos, advierte, prescindir de la tecnología: “No creo que sea posible sostener a toda una población de 9.000 millones de seres humanos a base de molinos de viento y agricultura orgánica”. Así pues, tendremos que adaptarnos al cambio climático y demás consecuencias de nuestra actividad sobre la tierra mediante la tecnología, riesgos incluidos. Desde luego, así es, pero este planteamiento resulta demasiado superficial, porque no responde a la pregunta acerca del sistema social mejor preparado para debatir acerca del modelo de sostenibilidad más deseable –porque no hay uno solo– y para liberar tanto los talentos como las iniciativas necesarias para realizar esa sostenibilidad sin renunciar a los mejores valores del liberalismo. Y quizá ésta sea la cuestión, a la vista de la frecuencia con que la denuncia de la crisis ecológica se convierte en una enmienda a la totalidad de la cultura occidental.

Aunque no muy desarrollada aquí, más profunda es la defensa que John Gray hace de su concepción de la tolerancia y de un orden social capaz de manejar el problema del pluralismo. Su modelo se basa en el modus vivendi, o lo que es igual, un orden basado en acuerdos provisionales que permiten que cada cual decida su modo de vida sin interferencia ajena y sin la obligación de adaptarse a un conjunto de principios por todos compartidos –excepto, claro, aquellos que permiten la existencia misma del modus vivendi. La clave estriba en que la tolerancia tiene como fin la paz y no la verdad. Y ello, porque nunca nos pondremos de acuerdo en torno a una sola verdad: “Cualquier proyecto basado en la expectativa de alcanzar la armonía o el consenso es utópico. No podemos alcanzar un consenso en las creencias, sino en las instituciones y en las prácticas.” Sobre todo, sostiene el autor inglés, cuando hemos de aceptar que las religiones no son fenómenos privados, sino que poseen una innegable dimensión pública en el seno de sociedades plurales. Escepticismo, tragedia, pragmatismo: otra vez. No obstante, cabe preguntarse si es posible alcanzar un consenso en las prácticas sin un consenso en las creencias –¿o no son las primeras un reflejo de las segundas? Asimismo, no está tan claro que la evolución del cuerpo social no vaya a producir nuevos consensos en torno a nuevos valores: nunca estaremos de acuerdo en todo, pero podemos llegar a estar de acuerdo en muchas cosas.

Naturalmente, quien quiera conocer el pensamiento de John Gray en toda su profundidad, debe de acudir a sus libros; quien, en cambio, desee sólo empezar a conocerlo, bien puede hacerlo a través de este texto ágil y provocador que reivindica –explícitamente– la importancia de las ideas para la política. Y las suyas merecen nuestra atención. ~

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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