Después de diez años de infierno o purgatorio, Manuel Puig ocupa nuevamente un lugar en nuestra actualidad literaria gracias a la reedición de algunas de sus novelas más conocidas y a la aparición casi simultánea de una bien documentada biografía y de este imponente volumen de la colección Archivos. No podemos quejarnos todos los que, con más o menos paciencia, hemos esperado el come-back del argentino. Volver a leerlo es un auténtico placer y, además, la mejor manera de comprobar que su crítica sutil de los modelos de escritura, las identidades sexuales y los lenguajes mediáticos es el centro vacío sobre el que se alza un buen sector de nuestra última producción novelesca. ¿Cómo explicar, si no, el sentimentalismo ramplón de tantas y tantas novelas que, en los 90, usaron y abusaron de la denominación “literatura femenina”? ¿Cómo entender la fascinación neopopulista de muchos autores, grandes o pequeños, con los productos y subproductos del cine y la televisión? ¿Cómo analizar, en fin, el debate sobre la mal llamada “literatura light“?
En éstos y otros campos, la lección de Puig no ha sido entendida, o ha sido mal interpretada, quizá porque sus novelas, a medida que se han ido alejando del contexto en que se escribieron, se han ido haciendo cada vez más ricas y más densas, hasta tal punto que hoy no sólo parece que se hubieran adelantado a su tiempo sino también al nuestro. Para muchas de sus preguntas aún no tenemos siquiera la capacidad de contestar con un lenguaje apropiado, que no apele a un concepto canónico y tradicionalista de la literatura o a la frivolidad posmoderna del “todo vale”. En este sentido, tiene razón Alain Pauls cuando, en el prólogo del presente volumen, señala que “más de un cuarto de siglo después de publicado, El beso de la mujer araña sigue siendo un libro ilegible, quiero decir: un libro que, como el duelista encarnizado de Conrad, como el Michael Kohlhaas de Kleist, aún espera satisfacción, vive esperándola, vive de esperarla…” Uno de los méritos de la edición de Archivos consiste justamente en la manera en que hace visible esta temporalidad abierta, proponiéndonos una doble perspectiva crítica: por un lado, el viaje a la semilla que nos lleva hasta los primeros momentos de la génesis del texto y, por otro, un amplio panorama de los horizontes de recepción, que no sólo incluye un recorrido por las distintas interpretaciones de la novela sino también un análisis de su sorprendente vocación de futuro. El lector puede escoger entre estos dos programas básicos o puede pasar de uno a otro, recreando así la dinámica entre texto, obra y significación.
El dossier genético es sencillamente impresionante: notas de investigaciones sobre el cine de propaganda nazi y la cuestión homosexual, apuntes de entrevistas con varios presos políticos argentinos y hasta un cuaderno con letras de boleros mexicanos. Puig se documenta como el más realista de los realistas y, al mismo tiempo, traza planes y esquemas de trabajo en una profusa serie de esbozos preparatorios que los editores llaman, de un modo un tanto pomposo y burocrático, “manuscritos de planificación”. Leyéndolos descubrimos al guionista que se ha formado en la escuela del cine y el relato audiovisual, pues abundan las síntesis argumentales, la descripción de personajes y los fragmentos de diálogo, y resultan, por el contrario, muy escasos escasísimos los borradores de escritura propiamente dichos. Éstos sólo aparecen en una fase posterior del proceso de redacción, que se registra en los dos manuscritos subsistentes: el de la primera versión, hológrafo, y el de la copia a máquina enviada al editor. Ambos pueden consultarse ahora gracias al CD-ROM que acompaña la edición, una pequeña maravilla tecnológica que no sólo contiene todo el archivo genético de El beso de la mujer araña sino, además, una detallada cronología multimedia con los trabajos y los días de Manuel Puig.
Por lo que toca a la recepción de la novela, el dossier coordinado por José Amícola y los artículos de Roberto Echevarren, Angelo Morino, Fabricio Forastelli y Alberto Giordano permiten seguir los avatares de un horizonte valorativo en el que no faltan ni las distorsiones de la censura política ni los espejismos del éxito comercial ni los silencios que denotan el tácito y doloroso repudio de los pares. Puig y El beso de la mujer araña logran superar todas estas pruebas y sobreviven incluso a sus vistosos triunfos en Hollywood y en Broadway. Es más, desde su posición marginal y excéntrica, en las fronteras de la institución literaria, una y otra vez escapan a la tentación del canon y la consagración oficial. Bien lo dice Alberto Giordano en su conclusión cuando subraya que la escritura de Puig es una escritura de resistencia y que no ceja en su empeño de suscitar, en los espacios de la narración, “el encuentro singular entre una voz en la que lo trivial se trasmuta en extraño y la subjetividad de un lector fascinado por esa presencia misteriosa”. Y añade: “cada vez que este encuentro ocurre, y se suspende la voluntad de representar valores establecidos y se afirma la voluntad de experimentar lo nuevo (lo que todavía no puede ser identificado con ningún valor), la escritura de Puig ejecuta el más literario de los actos que pueda realizar una escritura reconocida institucionalmente: abrir el canon desde adentro”.
No es ésta, sin embargo, la única paradoja en lo que habría que empezar a llamar “el caso Puig” o, mejor, “the Puig Affair”. Y es que si resulta curioso que el menos literario de nuestros autores produzca una novelística que renueva y sigue renovando como pocas nuestra idea de la literatura, ¿qué decir de un escritor que, con una personalidad tan original como la suya, decide borrarse detrás de sus criaturas hasta el punto de no tener un estilo propio? La obra de Puig, redactada esencialmente en modo dramático, carece, en efecto, de ese rasgo, como ya ha señalado Vargas Llosa, y responde a un designio impersonal que hace difícil vincularla a una genealogía literaria determinada y mal se aviene con la particularísima estampa de su autor. El problema es cómo interpretar estas disonancias que no sólo ponen en tela de juicio el concepto romántico de estilo sino también la cuestión de los límites de la institución literaria. Algunos críticos ya han encontrado en ellas una confirmación de la hipótesis que hace de la obra y la personalidad de Puig una suerte de antimateria de la obra y la personalidad de Borges. Yo creo, por el contrario, que Puig realiza a su manera un sueño borgiano: ser el anónimo narrador de las orillas literarias, el autor de una escritura blanca que, por su extraterritorialidad, marca los lindes de la literatura y nos ofrece la posibilidad de reconocernos más allá de nosotros mismos, en esas páginas en las que descubrimos, como el Shakespeare de “Everything and Nothing”, o como el propio Borges, que somos muchos y nadie. Las mejores novelas de Manuel Puig pienso en Boquitas Pintadas, en The Buenos Aires Affair y, por supuesto, en El beso de la mujer araña saben transmitirnos esta verdad, esta emoción, y lo hacen con una naturalidad y una sencillez que las vuelve evidentes y traslúcidas, como si todo el arte de un gran narrador se redujera, al fin y al cabo, a crear las condiciones de un secreto homenaje de la realidad a la ficción. ~
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