Todavía respira

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Karen Villeda

Dodo

México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013, 80 pp.

A principios de los setenta, Carlos Monsiváis retrató las playeras Fonky para los lectores de Piedra Rodante, a sabiendas de que “el último alarido de la moda es el que uno mismo da por sus pistolas”. La forma de estar in en ese tiempo incluía “vestirse como Mick Jagger, monje budista, vampiresa del cine mudo, guerrero azteca, sor Juana […] zapatista. Fonky les puso las carrilleras”. La frase final seguiría vigente salvo por los giros setenteros: “Solo es cuestión de que le llegues, de que tú mismo por tus carrilleras grites: ¡Moda y Libertad!”

Así alguna poesía de hoy. Son tantas las señales que dictan su hegemonía que uno no tiene más remedio que rendirse a la propaganda. Los medios se han sumado a la campaña y anuncian poetas “que marcan tendencia”. El deseo de no ser margen (aunque desde allí se escribe, aseguran) triunfó en la poesía y el producto que nos venden es una etiqueta (reapropiación, repensamiento, reconfiguración…) que se exhibe como una forma de la libertad frente a los falsos poderes de la poesía que cantaba y contaba. Hoy cuenta, no como Homero, sino como El Auditor. Moda y Libertad.

Frente al patético esfuerzo de la “poesía de la experiencia”, que desde España nos inundó a mediados de los ochenta, los poetas se rebelaron al dictado que exigía una “poesía para los seres normales”: esa piedra donde el bardo cantaba su sentida experiencia, cotidiana e individual. Lo colectivo, lo social, en ella no existía. La arremetida contra quienes propusieron escribir “con abundancia de corazón” y glorificaron el “humilde laboreo artesanal de la literatura destinada a gustar” incluyó la crítica a su carácter reaccionario, apolítico y su alejamiento de lo público.

Aún hay secuelas de aquella historia, pero en este lado del Atlántico no faltó quien echara en un mismo saco a los poetas representantes de su tradición y a los de “la experiencia”, como si fueran lo mismo. Son varias las razones de este fenómeno y explicarlas excede el espacio de una nota, pero igual que en los alegres setenta, cuando se creyó que todos eran artistas, los poetas se sintieron libres al fin de la pesada losa de su tradición y dispuestos no a crear otra, sino a encontrar otras gracias a la lectura veloz de múltiples obras y a la posibilidad de establecer rápidos contactos con poetas de otras regiones. Pero los poetas actuales no solo son hijos de internet. A diferencia de sus predecesores, son vástagos de la academia o de las escuelas de “creación”. Allí se les da forma: son poetas universitarios que descreen de la vieja idea que suponía que filósofos y teóricos tomaban como ejemplo a los poetas para entender el mundo. Ahora, gustosos, aceptan la inversión de los papeles y, paradójicamente, desean gustar, ser moda, tráfico.

En consecuencia, la poesía no debe ser aburrida sino irreverente e interactuar con múltiples dispositivos. Debe también ser social, política: una irreverencia light, vestida de posvanguardia. Para evitar el aburrimiento se han puesto en práctica estrategias novedosas: con frecuencia el motor del poema es la escritura de un verso que se repite, con algunas variantes, en tres ocasiones, entre estrofa y estrofa. Animados por el carácter lúdico, oral, de la poesía, la diferencia de esos versos dependería de la intensidad de la lectura, no de la tensión del lenguaje. Triunfo de la colectividad contra el individuo, todo suena o se lee igual; uno o diez poetas, da lo mismo: son uno mismo y entonan una misma canción. El vocabulario se ha restringido notoriamente pero debe incluir voces en otra lengua, inglés, de preferencia. Para “desestabilizar” otro sistema, la puntuación, se adosan al poema signos y rayas que no pretenden sustituir a las comas o los puntos (aunque pocas veces se logre), sino intervenir el cuerpo del lenguaje. Muchos poemas son hermosos pastiches ilustrados o listas de números, palabras o motivos que se quieren “escandalosos”, prosaicos en sus dos acepciones. Las pasiones se intelectualizan o, mejor, se ridiculizan, no vaya a ser que aflore el sentimiento ramplón.

La abrumadora conciencia de que la originalidad es ya imposible, cuando no una aspiración reaccionaria, ha conducido a la poesía, de la mano de los profesores, al re-re-re infinito. El antiguo yo lírico se ha proscrito y ahora deambulan en los poemas toda clase de estereotipos. Pero no cualquiera: la lista de Monsiváis es su antecedente. Sin embargo, hay búsquedas no superficiales y ejemplos interesantes. Dodo, de Karen Villeda, es uno de ellos.

Villeda (Tlaxcala, 1985) no puede resistirse al influjo. En Dodo se incluyen personajes que se sodomizan (flatulencias, eructos, vellos…, incluidos y obligatorios para la poesía que no quiere “poetizar”, aunque los poetice); tipos (no arquetipos) que sirven para mostrar las relaciones de poder, violencia y nuestra despersonalización; la reiteración del número, las cifras que nos muestran que solo podemos aspirar a verdades mensurables: “Catorce pulgares, siete pitos estancados en Mauricio. Una verdad demográfica.” Pero Dodo es más que eso.

La autora ya había publicado dos libros: Tesauro (2010) –apunte de lexicografía en el que intentó criticar los roles de dos personajes principales, Femenino y Masculinidad, con base en una sobreabundancia no siempre feliz de términos y signos– y Babia (2011), cuyo fallido hermetismo responde a esa necesidad de las poetas de no caer en el lagrimeo sexual o filial de la peor poesía femenina. El forzado ocultamiento socavó, a mi juicio, la construcción, muy notable en ocasiones, de ese reino a un tiempo medieval y personal. No obstante, en ambos se expresó un interés genuino por la tensión y materialidad del lenguaje, por la construcción de estructuras que organizaran una historia, una fabulación: contar y cantar.

La historia de la que parte Dodo –ese animal “estúpido”– tiene pocos elementos. En 1598 una expedición holandesa, al mando del almirante Wybrand van Warwijck, descubrió oficialmente la isla de Mauricio, aunque antes habían estado ahí los portugueses. En el diario del almirante se consignó la existencia del pájaro nauseabundo (“walghvogel”) que no huía de los hombres y comía carne. En 1681 desapareció el último ejemplar que se volvió símbolo de nuestra depredación y ya en este siglo se descubrió un osario de dodos en una cueva. En Dodo, las dos primeras fechas marcan el intervalo de una aventura, imposible en los hechos considerando los datos de la vida de Warwijck, pero real para contar la extinción del pájaro.

Estos datos mínimos, rastreables incluso en internet, no dan cuenta de la fabulación que Villeda construyó: una aventura con sus componentes típicos (marineros, canciones, un galeón flamenco, codicia, violaciones, muerte y un pájaro); una tragedia en siete secciones que, a su vez, contienen siete poemas, cada uno de los cuales se integra con siete cláusulas (versos). La numerología de Dodo es exacta y pertinente: no responde a una moda, sino a una estructura. El número siete da una idea de la perfección en la Biblia y en el Tarot representa al carro, donde un hombre triunfante parece alardear de su poder y su éxito, pero si se le invierte, es símbolo de decisiones erróneas. No sé si Karen consideró estos asuntos o se refiera a otros, a los que ella misma construye para decirnos: “Siete lenguas, catorce brazos violando a Mauricio.”

¿Quién es Mauricio, qué es, dónde está? La narración de los acontecimientos, la identificación de personajes, sitios y tiempos es lo menos importante en Dodo; el hallazgo y asesinato del pájaro, apenas una anécdota entre marineros que sueñan, en Mauricio, con ballenas. Las obvias referencias a los clásicos de aventuras marítimas funcionan como disparadores de una historia común, la de quienes leímos aquellas aventuras, pero es también relato de la rapiña, el olvido y la degradación: nuestra historia.

Hay que agradecer que la autora no manosee en lo pretendidamente “experimental” ni nos endilgue la ya monótona “irreverencia”, ese traje del emperador. No lo necesita. En su libro no hay un yo lírico habitual, aunque en cursivas alguien de la tripulación narre en primera o tercera personas. Bitácora o crónica: “Siete memorias olvidaron un catalejo, el mareo. Observamos por el rabillo del ojo de El Almirante: una paloma gigante se aleja.” La tensión que se apunta en el poema no nace solo de los hechos narrados y su violencia de catálogo, sino del contrapunto que se establece en el lenguaje; de la inclusión de imágenes y palabras que quiebran la cansina cadencia; de los espacios y anécdotas que permanecen en blanco para que nosotros podamos construirlos.

Todos somos El Almirante y su tripulación, pero a la vez todos somos un dodo y su latido exangüe. Dodo también puede ser la poesía: ese pájaro extinto que en este libro me hace creer que todavía respira. ~

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(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.


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