A mediados de los noventa había consenso entre los escritores latinoamericanos de mi generación a la hora de admirar la obra de Javier Marías (Madrid, 1951). Discutíamos sobre si Mañana en la batalla piensa en mí (1994) era superior a Corazón tan blanco (1992), defendíamos las virtudes de Todas las almas (1989), nos rendíamos ante Vidas escritas (1992). Como suele ocurrir, el tiempo hizo lo suyo y los caminos de algunos admiradores empezaron a bifurcarse a partir de Negra espalda del tiempo (1998), el libro más incomprendido de Marías. La publicación del primer volumen de Tu rostro mañana (1 Fiebre y lanza, 2002), la ambiciosa trilogía que ahora llega a su fin con Veneno y sombra y adiós, dividió las aguas de una vez por todas: hoy, en una esquina se encuentran los que la defienden como la novela fundamental de este principio de siglo; en la otra, los que piensan que Marías no ha hecho más que reescribir, en clave manierista, Todas las almas.
Nadie es indiferente ante Marías, y eso es una virtud. Veneno y sombra y adiós reavivará los elogios y los agravios, pero no logrará muchos conversos, pues aquí la propuesta narrativa de Marías se radicaliza hasta un extremo. Los que estaban fascinados por ella ratificarán su maravilla; los que la juzgaban un callejón sin salida dirán exasperados que por ese camino no había otra que toparse contra la pared. Es cierto que Tu rostro mañana no tiene esa simbiosis tan memorable entre lenguaje y relato de otras novelas de Marías; a cambio de un texto redondo tenemos, sin embargo, una notable ambición totalizadora, casi desaparecida en la novela contemporánea.
Veneno y sombra y adiós cierra la historia de Jacques o Jacobo o Jaime Deza, el narrador hiperreflexivo de la trilogía que trabaja para el servicio secreto inglés y se especializa en estudiar los rostros de las personas para así saber qué es lo que harán en el futuro (en clave de ficción culta, lo suyo, la “presciencia”, no está muy lejos de lo que hacen los precogs de Philip K. Dick en Minority Report). A Marías siempre le interesó el qué hacer con lo que sabemos, lo que hemos escuchado, lo que hemos visto, pero ese saber parecía circunscrito a la esfera privada. Con esta trilogía, Marías ha profundizado su indagación y se ha interesado por el nexo entre conocimiento y poder. Lo que hacen ciertos individuos en su vida privada es un saber fundamental para el Estado, que usa y abusa de esta información: Tupra, el jefe de Deza, señala que “el Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos… Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace”.
La tecnología es complementaria a la presciencia, pero también puede ser superior a ella. Marías se muestra en sus columnas de opinión como alguien a quien le desagrada la vida contemporánea (el ruido, las malas maneras, la suciedad en las calles) y que es anacrónico en sus usos de la tecnología (sigue empleando el fax, no tiene correo electrónico); pero al sugerir en esta novela que una cámara nos puede revelar el rostro oculto de las personas mejor que nuestra intuición, desarrollada a lo largo de siglos de complejos procesos evolutivos, se revela “muy de su época”, como dice Tupra de Deza: alguien a quien la generación YouTube podría entender. Los novelistas españoles jóvenes, que parecen pensar que Marías no tiene mucho que decirles, harían bien en volver a él.
Desde Mañana en la batalla piensa en mí Marías viene desarrollando la idea de que el mundo depende de sus relatores. En esta trilogía importan no sólo los narradores sino quienes los escuchan, los testigos de lo narrado. Narrar es un oficio peligroso; la narración es un veneno: “Qué malo es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos metan ideas en la cabeza… cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto, cualquier relato o información y también hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás.” Deza, al enterarse de hechos relacionados con la traición a su padre durante la Guerra Civil o al ver las imágenes que Tupra le pone enfrente, ha sido envenenado. No hay antídoto posible: el Deza correcto, al escuchar a su ex esposa Luisa y concluir que mantiene una relación sentimental con Custardoy (el falsificador de cuadros de Corazón tan blanco), se convertirá en un émulo de su jefe Tupra. Nadie está libre de la tentación de contar o de la curiosidad u obligación de escuchar, sugiere Marías: con sólo existir, ya entramos en la telaraña de narraciones fatídicas. No hay día en que de una manera u otra no hayamos contribuido al horror, ya sea narrando o atendiendo un relato.
La frase indecisa de Deza, capaz de desplazarse hacia todas partes y de abarcar todas las posibilidades de una situación –“A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro”–, explora el lenguaje. Deza se pregunta constantemente por el sentido de algunas expresiones, el significado y etimología de algunas palabras, la relación del español con el inglés, el francés, el italiano, el latín… El resultado de esta prosa tan consciente de sí misma, que no asume nada, que lo cuestiona todo y que no da nada por sentado, supone un profundo extrañamiento de la lengua. En Marías nada se da por descontado, ni el significado o sentido de las palabras que utilizamos. Sorprende que, pese a su continuo cuestionamiento, Deza siga avanzando en la narración, durante alrededor de mil seiscientas páginas. Una paradoja: Javier Marías, el escritor contemporáneo que más se ha preocupado por los peligros del narrar, nos ha entregado una de las novelas más largas de la literatura en español.
En Tu rostro mañana hay un constante adelgazamiento de la trama, una puntillista ampliación del instante. Casi toda la acción de los tres volúmenes transcurre durante apenas tres noches. Prácticamente todo el segundo volumen sucedía en una noche en una discoteca, y en el tercero son muchas las páginas dedicadas a describir de manera cuidadosa cómo se le corre la media a Pérez Nuix. Sí, a Marías siempre le han interesado esos géneros populares en los que hay mucha acción, pero en sus libros la acción ocurre sobre todo en el interior del narrador.
Otra paradoja: es una novela de acción, pero el tiempo en ella parece detenerse: literatura en cámara lenta. Así, Marías reivindica a la novela como el género capaz de llegar adonde no llegan otros géneros, otras artes. El cine acaso puede contar una historia mejor que la novela, pero sólo la literatura es capaz de moverse de manera tan suelta en el tiempo, expandirse o contraerse en la subjetividad de sus personajes, ingresar al envés de los objetos y las mentes, explorar la “negra espalda del tiempo”. Aquí se pueden mencionar algunas influencias obvias de Marías: Joyce, Sterne y Proust. Pero, lo ha visto bien Félix de Azúa, a diferencia de lo que ocurre con el francés, en Marías no se trata de una recuperación nostálgica del tiempo perdido sino más bien de la constatación de que es imposible recuperarlo: todo se va aniquilando.
Esta monumental novela cierra con las despedidas conmovedoras y melancólicas que Deza (esa sombra, ese fantasma) ofrece a su padre y a Peter Wheeler, almas tutelares de la novela. Hay escenas muy bien logradas en Madrid y momentos cómicos de primer nivel, como el encuentro sexual entre Deza y Pérez Nuix o ese episodio en que Deza, mientras espera a Luisa, se pone a ver Babe, el cerdito valiente en la televisión (“me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor”). No convence que todos los personajes de la novela hablen como el narrador y a veces incluso piensen como él. Pero los reparos son menores: releo lo escrito y me doy cuenta de que yo, que quería añadir un poco de mesura a la discusión, sólo puedo terminar citando a Guillermo Cabrera Infante: ¡Ave Marías! ~
(Cochabamba, 1967) es escritor. Su libro más reciente es Los días de la peste (2017).