Una habitación desordenada, de Vivian Abenshushan

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Hay acierto y riesgo en todo libro que contenga sus propias claves de lectura. En el hecho de señalar el cuadrante de las aspiraciones estéticas y, medio de contraste, enlistar las corrientes literarias de las que el autor –gracias al estilo– no habrá de beber. Dicho libro juega limpio con el lector, sin que esto signifique restar espacio a la sorpresa, puesto que la mejor cualidad de los límites es que, mientras cancelan una puerta, abren otra; es decir, liberan hacia el interior. Y ¿qué mejor libertad que ésta para quien lee y escribe en espacios domésticos, en un sitio del que puede salir pero en el que opta por quedarse a emprender travesías alrededor de la alcoba y de sí misma, inmersa en el caldo de cultivo para el hallazgo inédito que es la habitación del artista, desarreglada con minuciosidad?

Acierto, pues, que esta primera colección de ensayos de Vivian Abenshushan (ciudad de México, 1972) empiece por establecer una poética –declaración de un modus operandi– y cierre sus páginas con una crítica severa hacia las taras comunes en su propio género –una invitación, en este caso, a desmarcarse de la práctica injustificable de perpetrar ensayos soporíferos y presuntuosos–. Una habitación desordenada, título acusadamente woolfiano, contiene en sus páginas una erudición libresca que mezcla atinadamente anécdotas familiares, metafísica de café, dato y glosa del Discovery Channel, apuntes de viajes, comentarios arquitectónicos, reconstrucciones biográficas, confesiones, meditaciones centradas en objetos cuya evidencia no termina en ellos sino que conduce al universo que los sostiene, esbozos de relato. (En el libro, las anécdotas parecen crecer hasta coquetear con el género narrativo, pero la autora abandona su empeño en la inminencia del relato, optando por la digresión y el componente reflexivo.)

El primer señalamiento de esta parcela literaria es el ensayo “Anatomía del disperso”, retrato y apología del ensayista informal (contrafábula de la cigarra y la hormiga; es decir, del disperso y el especialista), escritor diletante que trabaja con base en un plan sólo para salirse puntualmente del esquema u olvidarlo al segundo párrafo, seguro de que se abarca más en el despropósito.

Continúa así el escritor paseante, recorriendo los espacios domésticos: la cama como nicho literario por excelencia, espacio para la concepción de ideas (“Leer en la cama”); la escalera, con su carga metafórica de ascenso y reto, de sendero empinado, lleno de obstáculos, que conduce a niveles más altos de existencia –en este caso, el tercer piso– (“La escalera”); las habitaciones de trabajo de artistas, antítesis del museo, habitadas por el fantasma del genio trabajando, donde “Lo que continúa en la casa es el sujeto del acto”, en palabras de César Vallejo; el acto de autoarqueología que significa desempolvar un antiguo diario y acometer la interpretación de una época distante marcada por una depresión que ha perdido el brillo (“84º en la escala de Burton”); la disección de la alberca como espacio ideal para unas “vacaciones del alma” (“Meditación sobre las albercas”). Luego, una meditación sobre las costumbres –ese otro espacio íntimo–: rascarse la cabeza en pos de una idea, temer a los insectos, mantenerse alejada de la televisión y sus paraísos artificiales. Así como una defensa de la reserva en el ensayo “¡Ahí viene un paparazzo! (quince argumentos contra la celebridad)”, diatriba que previene sobre la transformación del escritor en edecán de su propia obra, rehén de la posteridad.

El término del viaje, “Contra el ensayista sin estilo”, hace un recuento de las propias manías literarias, tics meditativos, filias y fobias lectoras, al mismo tiempo que desdice su carácter de conclusión, de furgón y último acorde, al afirmar que “el ensayo es el trayecto, no la llegada”.

La mejor huella del trayecto es sin duda la prosa de Abenshushan –fluida y digresiva, diestra al enunciar y sesuda al afirmar, serena y bien urdida–, que combina el registro íntimamente personal y el diálogo refrescante con la tradición ensayística. En ella, una notable tendencia al aforismo (esas breves frases que guillotinan la glosa), lejos de adquirir la forma de juicios sumarios o clavos de ataúd mental, deviene en pequeños descansos en la escheriana escalera de sus paseos interiores, mínimas puntadas que fijan el zurcido de sus merodeos.

A lo largo del libro la ensayista huye de la primera persona del plural, ese “nosotros” académico y oscuro que, paradójicamente, encarna un sujeto impersonal que busca labrar en piedra un decir definitivo. Por el contrario, la ensayista cultiva un entusiasmo sembrado de sospechas a favor y en contra, de presentimientos basados en la imaginación y el invento; llena la calma de su pacífico ánimo interior con breves incitaciones, citas fantasmales, provocaciones, sombras de temas que en su atípico conjunto prometen un hallazgo fascinante: lo uno llevará a lo otro, y de esa forma se injertará un prolífico desorden en el vacío (la circunstancia justa a la que aspiraba Salvador Dalí al afirmar que “Se debe crear sistemáticamente desorden, ya que el desorden pone en movimiento el acto creador”). Así, la nada se poblará, dinamizándose con la elucubración. Lo disperso tenderá a unirse, las divagaciones de la autora jalarán el hilo de las relaciones atípicas y terminarán dotando de sentido –de vocación de conjunto– a lo disperso. Abenshushan, a fuerza de curiosidad nota lo mínimo y con esa base, a fuerza de prosa, alcanza sin estridencias esferas más complejas de pensamiento.

Safari alrededor del escritorio, Una habitación desordenada no pondera la consecución de una lejana e improbable “verdad suprema” en su deambular ensayístico. Por el contrario, alaba los palos de ciego, los tanteos verbales, los rodeos y paréntesis (lo lateral y tangencial que vuelve al texto una placentera caminata sin itinerario) que le sirven para construir la única guía de viaje duradera: el estilo riguroso y maleable, profundo y sencillo, que le permite afirmar junto a Rabindranath Tagore que más vale no cerrarle la puerta a la posibilidad (infalible) de errar por aquí y allá, si no se quiere dejar fuera a la verdad (mínima y acotada, pero eficaz) con la que topa, de cuando en cuando, el que divaga, el paseante, el ensayista. ~

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