António Lobo Antunes en la FIL

El escritor portugués, autor de más de treinta libros, aprovechó una de sus numerosas presentaciones en la Feria del Libro para rememorar sobre su vida como médico militar durante la dictadura.
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Los médicos tienen la fama (merecida o no) de trabajar largo y tendido, de soportar jornadas extenuantes que acobardan al resto de los empleados. “António Lobo Antunes ha dicho que no cree en el talento, solo en el trabajo”, dijo Antonio Ortuño queriendo presentar al escritor portugués en el penúltimo de sus eventos públicos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Para entonces Antunes ya había cumplido con dos presentaciones –una apenas una hora antes–, firmado autógrafos, conversado con decenas de escritores, recorrido los pasillos de la feria, concedido entrevistas. Además de escritor, Antunes es médico psiquiatra, y quizás ese arduo entrenamiento y sus horarios intransigentes le hayan servido para mantener la disciplina de “seguir escribiendo”.

O quizá los más de treinta libros de un hombre casi octogenario, que además presentó la traducción al español de su novela más reciente, No es medianoche quien quiere (Literatura Random House, 2017), solo se deban a “la continuación natural de un recurso que empezó desde que me conozco”. Al menos esa fue su primera respuesta a la pregunta que Ortuño le hizo en voz alta y que compartíamos quienes lo vimos en el fatigoso ajetreo de la FIL: “Debe ser muy difícil escribir tantos libros, tan complejos, tan intensos. ¿De dónde sale esa energía con la que escribes?”

Durante cuarenta minutos, Lobo Antunes narró la biografía de su vocación, atravesada por los obstáculos que le ponía su padre –“si quieres escribir, te voy a matricular en medicina”–, y su exigente autocrítica –“leía lo que escribía, era todo tan malo”–, su participación obligatoria como médico militar en la guerra en Angola, su vida bajo la censura de la policía política y la dictadura en Portugal, el fracaso inicial en las editoriales, el reconocimiento mundial por Memoria de elefante, En el culo del mundo (ambos, publicados en 1979) y los siguientes. Al recuento de cada etapa, Lobo Antunes agregaba una frase que aún siente muy natural: “y yo seguía escribiendo”.

Lo que no quiere decir que haya salido intacto de la crueldad de esa vida. “Me enamoré de un niño enfermo de leucemia. Iba a morir. Tenía cinco años. En la enfermería, cuando muere un adulto, dos empleados se lo llevan en una camilla. Por el niño vino un solo hombre, lo envolvió en un lienzo y se lo llevó en brazos. Yo me quedé mirando en el pasillo al hombre que se alejaba de mí y la pierna del niño que se balanceaba. El niño era tan bonito. Un niño muerto… me repugnaba. Me quedé furioso con la muerte. Fue un crimen horrible de parte de Dios. Empecé a escribir para el pie desnudo de un niño de cinco años, balanceándose en el pasillo de un hospital.”

Si en algún periodo Lobo Antunes se mantuvo a salvo de la “increíble dureza” del gobierno –“yo tuve la suerte de haber nacido en una familia importante, protegida por la dictadura. No me daba cuenta de nada”– la guerra en Angola no hizo más que profundizar su absoluto rechazo a la muerte. En medio de un ataque a su compañía de combate, murió uno de sus guardaespaldas. “Era un chico de diecinueve años, muy guapo. Yo le dije a los soldados: ‘Él no está muerto, está durmiendo. Pónganlo en mi cama porque él solamente está durmiendo.’ Me negaba a la idea de la muerte porque lo había conocido tan vivo, sonriendo, alegre.”

Comenzaron las pequeñas venganzas del doctor Antunes porque “los cabrones de la policía política no tomaban prisioneros; si arrestábamos a los guerrilleros, la policía venía y los mataba”. Recuerda la dichosa ocasión en que un miembro de esa policía quedó herido al sentarse en la taza quebrada de un excusado. “Me dio un placer coser su culo. ¡Le di cuatrocientos puntos! ¡Sin anestesia! Él gimoteaba y yo me limitaba a pedirle al enfermero más agua destilada: se la inyectaba, porque duele mucho. Me dio mucho placer hacer esto.” A un sacerdote católico que justificó en su homilía la crueldad contra los opositores de la dictadura, y que tenía un problema en los dientes, también lo operó “sin anestesia”.

La policía política de Portugal era abominable y la guerra, incomprensible –“es imposible imaginar una guerra y es imposible hablar de ella”–, pero Antunes fue y aún es un alegre bribón. No esperó a que Ortuño leyera en voz alta el texto que le tenía preparado: desvergonzado y curioso, como un niño que no teme a la reprimenda, clavó la mirada en las páginas de su presentador, sin deferencia alguna hacia el protocolo. Ortuño lo dejó hacer porque comprendió, con buen tino, que la presentación no tomaría la forma de la entrevista (o del interrogatorio). Antunes no se pondría a elaborar sobre la técnica, no describiría sus recursos narrativos ni haría un examen clínico de su prosa. Claudio López, su editor, ya se lo había advertido: “Yo estoy aquí por si António Lobo Antunes se porta mal, para llamarle al orden. Lo van a conocer: es un maniático”. El anciano elegante, de rigurosa camisa blanca, suéter color índigo y blazer azul marino con botones dorados, sonríe como un pillo. “Al publicar, conocí a los escritores que admiraba… y eran tan aburridos, si yo hubiera sido mujer, no me acostaba con ellos”. “Ernesto Sábato: era tan aburrido”.      

A ratos, sus recuerdos se detuvieron en los soldados que volvieron de Angola (hombres paralizados por el estrés postraumático), en las redadas de la policía a las librerías o en el día en que recibió la orden de ir a la guerra (“Cuando volví de vacaciones, un papelito me esperaba. Mi madre me lo tendió sin mirarme, con una expresión muy rara en los ojos me dijo: ‘el ejército quiere que vayas a Angola’. Yo era un médico muy joven, no quería matar ni morir.”) Otras veces, encamina la narración a la ironía veloz con que responde a los personajes de su pasado. “Mi padre me dijo que como escritor iba a acabar mi vida pidiendo dinero. Eso me dio coraje porque a mí me parecía agradable pedir dinero”; “cuando me obligó a estudiar medicina, puse los libros de anatomía en la balanza de la cocina: pesaban cinco kilos con cuatrocientos gramos, le dije a mi padre: ‘yo no me voy a meter todo esto en la cabeza’”. “Hace diez años, una amiga telefoneó para decirme que había ganado el Premio Juan Rulfo. ‘¿Cuánto dinero es?’ ‘¡Mira, estás en una rueda de prensa… y no puedes decir… Y yo escuchaba a la gente que se reía”, recuerda el bribón Antunes y ríe como si volviera a hacer la misma fechoría. Y finalmente, ya sin que el público lo esperara, concluyó su respuesta a la primera y única pregunta de Ortuño. ¿De dónde saca la energía para escribir libros tan complicados, tan intensos? “Pasados los sesenta, es el caballo quien manda y la única cosa que podemos esperar es lograr mantener el equilibrio, sin caer.”

 

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