Cuando uno está falto de ideas y camina en pleno desierto, atravesando una época pobre de la existencia, siempre es sabio volver la mirada hacia aquellos escritores y artistas que hicieron de la proliferación de ideas un arte. En mi caso, siempre acudo a mi querido Georges Perec. Retomar la lectura de libros como Especies de espacios, Nací o Lo infraordinario resulta una excelente manera de recargar energías y liberarse del estancamiento. También es altamente aconsejable explorar las propuestas de Sophie Calle, o aventurarse al azar entre las 533 (buenas) ideas que propone Edouard Levé en su libro Obras. Sin embargo, hoy he venido a compartir mi entusiasmo por la artista plástica y escritora Clémentine Mélois, a quien acabo de descubrir con deleite y asombro.
Para que os hagáis una idea rápida de la personalidad de Mélois, os contaré que uno de sus libros de cabecera es el Diario del buen Samuel Pepys. Pero lejos de limitarse a la lectura del libro, como todos haríamos, Mélois decidió saborear su prosa de una manera única: recreó una receta de salsa de perejil que Pepys anotó el 10 de febrero de 1669. “Hay tantas cosas para comer y beber en los libros. Tantos sabores desconocidos”. En lugar de acompañar la salsa con carne, aves o pescado, como lo hizo Pepys en su época, Mélois optó por servirla con unos croque-monsieur que quedaron, según ella, sorprendentemente buenos.
De niña, Clémentine iba con su familia al vertedero a recoger viejos objetos de esmalte para alimentar las esculturas de su padre artista. “Hay personas que tiran cosas y otras que las conservan. Para mí, cada objeto que encuentro es la apertura de un mundo nuevo”. A la edad de nueve años, ganó el primer premio en un concurso de escritura organizado por la editorial Gallimard, y recibió como regalo 365 libros, lo que marcó el inicio de su vocación como bibliómana. “Siempre seré esa niña pequeña en pijama violeta, sentada en el suelo, en medio de los libros”. A los doce años cubrió todas las paredes de su habitación con tela negra para experimentar cómo sería la vida en el Mordor de El Señor de los Anillos. Estudió en la École des Beaux-Arts de París, en los talleres de Michel Salsmann y Christian Boltanski, presentando su tesis de fin de estudios en un puesto de buquinista de los muelles del Sena.
Mélois se dio a conocer a través de las redes sociales gracias a sus ingeniosas modificaciones y parodias de portadas de libros. Con un sutil uso de Photoshop, concibió libros felices como, por ejemplo, La lechuga de los días de Boris Vianda (la traducción es mía), Micología de Roland Barthes, English Breakfast de Paul Ceylan, Cabernet Sauvignon de Maurice Merlot-Ponty o Por el camino de Sichuán de Marcel Proust. Este trabajo fue recopilado en su primer libro titulado Cent titres (Cien títulos). Luego vendría Sinon j’oublie (Si no, se me olvida) una colección de 99 relatos escritos a partir de listas de la compra recogidas en la calle. Son listas de personas anónimas –cada una con su propia caligrafía, escritas en diferentes tipos de papel– las que dan origen a la ficción. El ineluctable destino de Mélois se cumplió y fue cooptada por el Oulipo en junio de 2017.
Las hazañas creativas de Mélois son innumerables y, como buena oulipiana, suele arremeter contra la solemnidad propia del mundo de las artes y las letras. Sus propuestas buscan generalmente el choque entre referencias antagónicas, lo que siempre da lugar a resultados cómicos. “Me gusta mucho mezclar la cultura popular y la cultura clásica porque, al fin y al cabo, todo es cultura. Estamos compuestos por todas esas mezclas. Escuchamos a Daniel Balavoine cuando estamos en el supermercado, incluso cuando somos universitarios”. En el trigésimo aniversario de la muerte de Michel Foucault, Mélois hizo un divertido montaje en una revista de moda en la que el filósofo lucía suéteres de cuello alto (“100% poliamida”) para la colección Otoño-Invierno. Algunos filósofos e investigadores estadounidenses cayeron en la broma y trataron de encargar los elegantes suéteres de su ídolo. En su serie de libros infantiles, Los perros pirata, no vaciló en incorporar fragmentos de Booz dormido de Victor Hugo, además de citas de Joseph Kessel y Roland Barthes. Tampoco vaciló en recrear el Jardín de las delicias de Jheronimus Bosch utilizando imanes en una nevera epónima de la marca Bosch. Durante la pandemia, no se le ocurrió nada mejor que confeccionar un gel hidroalcohólico con fragancia de patatas fritas.
Numerosas experiencias, recuerdos y ocurrencias como lectora se encuentran recogidos en su placentero y encantador libro Dehors la tempête (Afuera la tempestad), un título que evoca a la intrépida ratoncita Clara de Claude Ponti. Me resulta particularmente divertido el capítulo en que especula sobre si Modiano come albóndigas de alce en Ikea, si Doris Lessing compraba Kit-kats en una máquina expendedora, si Beckett hacía ruidos con la boca al comer biscotes, si Toni Morrison tenía un par de calcetines favoritos, si Bob Dylan usa champú anticaspa o si Neruda dejaba los bordes de la pizza.
A Mélois no le interesa elaborar grandes teorías sobre su obra, sobre el arte o la escritura en general, prefiere que el lector o espectador explore sus creaciones por sí mismo. Trabaja combinando palabras e imágenes produciendo ligeros desajustes que brindan humor y grandes momentos de complicidad. Ella habla de una especie de “estrabismo de la existencia” que nos saca de ciertos lugares comunes y nos obliga a prestar atención a las cosas. Y es que Mélois padece de un déficit de inhibición latente, lo que significa que no logra adaptarse a lo familiar. “La mayoría de las personas se acostumbran a las cosas. Compran una mesa y después de tres días ya se han acostumbrado. No es mi caso. Puede ser agotador, pero me inspira ideas”. Por eso siente una fuerte complicidad con las obras de escritores como Francis Ponge y Georges Perec, quienes dedicaron sus vidas a sacar las pequeñas cosas de su indebida insignificancia.
Durante una residencia artística en la Bibliothèque Nationale de France, Mélois quedó fascinada al descubrir que los conservadores no tienen la potestad de elegir qué obras conservar; no pueden emitir juicio sobre el valor de tal o cual libro y están obligados a conservarlo todo, lo que supone una ausencia total de jerarquización. Así pues, encontró objetos fabulosos y a la vez absurdos, tales como la licencia para conducir vehículos pesados de Pascal Quignard, una dentadura postiza perteneciente a una persona anónima, un reloj de arena de Marie Curie que alberga un grano de radio, el retrato de la perra de Paul Léautaud, el corazón secado de Voltaire, del tamaño de una castaña, curiosidades japonesas de Roland Barthes, una receta de pepinillos Malossol de Nathalie Sarraute, la chaqueta de tweed de Guy Debord, la banda de diputado de Maurice Barrès y una radiografía de tórax de Antonin Artaud que claramente sugería que “no estaba en buen estado de salud”.
En otra ocasión, Mélois decidió seguir los pasos de Maigret durante un día entero, registrando meticulosamente el número de bebidas alcohólicas que consumía. En Maigret y los gangsters, el comisario ingiere, al finalizar el día: dos calvados, cinco cervezas, seis whiskies, tres prunelles, un coñac y tres grogs. Esto suma un total de diez veces más del límite máximo de consumo recomendado por la Organización Mundial de la Salud. La preocupante tasa de alcoholemia del comisario asciende a 2,85 gramos por litro de sangre.
A pesar de lo que se podría pensar, esta obra, impregnada de humor y alegría, es solo la cara luminosa que la artista decide mostrar, una manera de olvidar por unos instantes la absurdidad del mundo. Mélois ha expresado en múltiples ocasiones su percepción sombría de la realidad, recordándonos que también Perec era de una terrible negrura. “Somos ácaros aferrados a costras de queso, deslizándonos hacia el infinito del espacio, condenados a la muerte. La única forma de sobrevivir consiste en tener historias, palabras y entusiasmos”. (Cuando trata de explicar su trabajo, o desembrollar lo que siente y lo que le pasa, Mélois tiene la encantadora costumbre de recurrir a metáforas culinarias y gastronómicas).
Uno de los sueños de Mélois que me gusta particularmente es el de crear un espléndido jardín poblado con flores y plantas provenientes de los jardines de escritores y escritoras. Se imagina un edén compuesto por hortensias del jardín de Georges Perros en Douarnenez, un rosal blanco del cottage de Virginia Woolf en Sussex, una parra virgen de Marguerite Duras de Neauphle-le-Château, iris de agua del molino de Villeneuve de Elsa Triolet y Louis Aragon, tulipanes de Annie Ernaux, dientes de león de Milan Kundera, mimosas de Saint John Perse, etc.
Muy pocas de sus obras están traducidas al español, por no decir casi ninguna. Sin embargo recomiendo a quienes entiendan algo de francés de acercarse al mundo de Clémentine Mélois. Es un enorme saco de ideas. Además, acercarse a su trabajo es adentrarse en un mundo mágico, ponerse un pijama violeta, y preguntarse junto a ella: “¿Cuál es nuestra capacidad para maravillarnos? ¿Dónde se oculta lo maravilloso en el mundo que nos ha tocado vivir?”
Kim Nguyen Baraldi (Bruselas, 1985) es ensayista. Edita el blog Calle del Orco y es autor de Por qué Georges Perec (La uÑa RoTa, 2024)