Cómo contamos nuestras batallas, según Tolstói

En ‘Guerra y paz’, el autor ruso ofrece algunas claves para entender cómo contamos nuestras batallas, es decir, nuestras historias: las que le dan sentido a quiénes somos.
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En 1807, el joven Nikolái Rostov fue levemente herido en la batalla de Schoengraben, uno de los tantos enfrentamientos entre las tropas de Napoleón y los ejércitos del Zar de Rusia. Tiempo después, un amigo le pidió que contara cómo había sido. Rostov comenzó a hablar “exactamente como cuentan sus experiencias los protagonistas de una batalla, es decir, como les gustaría que hubiese ocurrido o como han oído contarlo a otros, de la forma más atractiva, pero no del todo conforme con la realidad”.

Así lo detalla León Tolstói en un pasaje del libro primero, tercera parte, capítulo siete (I, 3, 7) de su monumental Guerra y paz (1865-1869). Rostov, dice, era “un joven sincero”, que “nunca habría mentido a conciencia” y que “comenzó su relato con la intención de contar las cosas tal y como habían ocurrido”. “Pero, sin él mismo advertirlo, de manera inevitable e involuntaria empezó a mentir”. ¿Por qué era inevitable que Rostov mintiera? El autor lo explica a continuación:

“Si hubiese dicho la verdad a quienes, como él, habían oído muchas veces relatos de batallas y se habían forjado una idea de cómo era un ataque, o no le habrían creído o, lo que es peor, habrían pensado que el propio Rostov era culpable de que no le sucediera lo que siempre ocurre a quienes hablan de cargas de caballería. No podía contar simplemente que todos habían ido al trote, que había caído del caballo y se había dislocado la muñeca; ni que había escapado a todo correr para huir de los franceses, hasta refugiarse en un bosque. Contar la verdad es muy difícil y son pocos los jóvenes capaces de hacerlo”.

Tolstói completa:

“Sus compañeros esperaban que Rostov les relatase cómo, enfebrecido y presa de furor, se había lanzado igual que un huracán, repartiendo sablazos a diestro y siniestro, y cómo abría la carne de los enemigos y cómo, al fin extenuado, había caído. Y Rostov les contó todo eso”.

 

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Un lustro después (III, 1, 12), un ya experimentado Nikolái Rostov oyó el relato de una batalla en la cual, según quien la contaba, la actuación de los soldados rusos había sido “una hazaña digna de los tiempos antiguos, como el paso de las Termópilas”. Rostov se sintió disgustado, incómodo. “Se habría dicho que sentía vergüenza de oír todo aquello —escribe Tolstói—. Sabía muy bien que al contar las peripecias de la guerra se miente siempre, como él mismo había hecho; además, tenía ya la experiencia suficiente para saber que en la guerra nada ocurre como lo imaginamos o contamos”.

A veces la memoria nos engaña, sobre todo cuando queremos dejarnos engañar. Tolstói también lo sabía. Por eso, cuando en otro pasaje (I, 2, 21) un comandante describe las acciones de su regimiento, el narrador aclara: “Lamentaba tanto no haberlo podido realizar que acabó por convencerse de que las cosas habían sucedido como él pensaba; tal vez había ocurrido así. ¿Acaso podía discernirse, en semejante confusión y desorden, lo que se había hecho y lo que no se hizo?”.

Pero en otros casos mentimos a conciencia, como el asistente de Rostov apresado por los franceses y luego liberado (III, 2, 7), quien, mientras volvía hacia las vanguardias rusas, iba “inventando de antemano lo que no había sucedido, pero que él contaría una vez en sus filas. No deseaba relatar lo sucedido, porque no le parecía digno de ser contado”.

 

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Así es cómo contamos nuestras batallas. Batallas en un sentido amplio: las que libramos cada día. En pequeña escala, pero igual que los jefes militares tras un combate que ha involucrado a millares de personas, exponemos los hechos de acuerdo con nuestra conveniencia. A menudo, de forma tan diametralmente opuesta a la de otro que parece que habláramos de dos acontecimientos distintos, que nada tienen que ver entre sí.

Pero no es ese el único motivo por el cual, según Tolstói, en las descripciones de las batallas siempre “hay una dosis de mentira necesaria”. Lo explica en un texto sobre Guerra y paz que publicó en una revista en 1888 y que desde entonces se incluye como “Apéndice” en casi todas las ediciones de la novela (entre ellas, en la que consulté para escribir este artículo: la traducción de Lydia Kúper, editada por Mario Muchnik en Madrid en 2003). Esa “dosis de mentira”, dice el autor, se debe a la imposibilidad de “describir en pocas líneas la acción de miles de hombres esparcidos en algunos kilómetros y sumidos en la más fuerte excitación de ánimo, dominados por el miedo, la vergüenza y la muerte”.

Tolstói propone una suerte de desafío: justo después de una batalla, decía, o al segundo o tercer día, antes de que se escriban los informes oficiales, acercarse a combatientes de todos los rangos y preguntarles cómo se ha desarrollado la acción. “Te contarán lo que han experimentado y visto, y en tu mente surgirá una impresión majestuosa, complicada, infinitamente multiforme, penosa y confusa; pero de ninguno de ellos, ni siquiera del general en jefe, podrás saber cómo se ha desarrollado la batalla”.

Al cabo de unos días empiezan a llegar los informes, sigue diciendo Tolstói, y “los charlatanes comienzan a contar cómo ha sucedido lo que ellos no han visto”. “Por último, se forma un relato común y, sobre la base de ese informe, se configura la opinión general del ejército. Para todos es un alivio poder cambiar las propias dudas e incertidumbres por una representación engañosa, pero clara y siempre lisonjera”.

El final del reto es simple: uno o dos meses después de la batalla, acercarse a alguien que haya participado en ella y preguntarle cómo fue. “Ya no escucharás en su relato aquel material vivo que había antes; el nuevo testimonio cuenta sus impresiones fundadas en la mentira de los informes”.

 

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La propuesta de Tolstói tiene mucho que ver, sin duda, con el periodismo. No solo por su propuesta de hablar con los protagonistas de un acontecimiento, que es el recurso más elemental para elaborar una crónica. También por haber percibido cómo los relatos oficiales hegemonizan el discurso, se imponen con valor de verdad y eclipsan la experiencia individual. Lo vivido queda relegado por una construcción externa y ajena, eso que se llama la realidad. Es lo que hacen los grandes medios.

Sucede, de algún modo, lo que el escritor argentino Juan Forn apunta con mucha claridad en su novela Puras mentiras (2001): “Las cosas que nos pasan cobran sentido cuando las oímos contadas: recién ahí entendemos. Le decimos a alguien (o alguien nos dice a nosotros) qué nos pasó, y de pronto es eso lo que nos pasó”. Los diarios y la televisión son —como lo eran los informes de las batallas decimonónicas— especialistas en decirnos qué nos pasó. Y luego es eso lo que contamos.

 

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El extremo (la parodia) de cómo evolucionan las historias en su circulación social se explicita hacia el final de Guerra y paz. Ha pasado la ocupación napoleónica de Moscú, período durante el cual casi todos sus habitantes se habían marchado de la ciudad. Entre los pocos que se quedaron estuvo Pierre Bezújov, otro de los protagonistas de la novela, quien ha vivido aventuras que los rumores y la imaginación popular multiplicaron por mil. Dice Bezújov con ironía (IV, 4, 17):

“Me atribuyen milagros con los que no he soñado siquiera. María Abrámovna me invitó a su casa para contarme todo lo que me ha sucedido o debería haberme sucedido. También Stepán Stepánovich me enseñó lo que yo mismo debía contar. Observo, en general, que resulta muy cómodo eso de ser un hombre interesante (ahora soy un hombre interesante). Me invitan y de paso me cuentan lo que me ha ocurrido”.

Después de las bromas, el hombre narra los hechos verdaderos. No lo que los demás dicen que le sucedió, sino su propia experiencia. “Pierre contaba sus andanzas como nunca las había recordado —dice Tolstói—. Le parecía ver ahora en todo lo sufrido un significado nuevo”. Lo que sucedió en esos días en Moscú fue “infinitamente multiforme, penoso y confuso”, pero Bezújov pudo contar sus propias batallas, y eso le permitió dotarlas de sentido, apropiarse de ellas, entenderlas. De pronto era eso lo que le pasó. No sabemos en cuánto su relato se atuvo a los hechos reales, cuánto hubo en él de imaginado, cuánto de engaño de la memoria, cuánto de retoque para hacerlo digno de ser contado. En todo caso, lo deseable —y esto vale para las batallas de todos, las historias de cada uno de nosotros— sería que los retoques sean sobre todo de elaboración propia, y que esa realidad que hegemoniza los discursos desde fuera se entrometa lo menos posible.

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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