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Copia, que algo quedará

La idea suena ingenua, cercana a la magia: imitar una caligrafía o transcribir un texto ajeno para que algo del autor copiado se impregne en el copiador. Sin embargo, hay quien, a su manera, la llevó a la práctica.
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En el ensayo Últimas noticias de la escritura, publicado en 2015, el argentino Sergio Chejfec –siempre lúcido– reflexiona acerca de las formas de escribir y sus cambios a lo largo del tiempo, desde la grafía manual hasta la intangibilidad de las computadoras. Cuenta el autor una anécdota de su infancia:

“Hace bastantes años ocupé tardes enteras en copiar relatos de Kafka. Tenía unos cuadernos de tapa blanda color marrón, de formato escolar aunque de pocas páginas. No era escolar solo el formato: creía que algo de la literatura de ese autor se impregnaría en mí gracias a la transcripción. Ahora podría llamar de muchas maneras eso que pensaba se me impregnaría, pero en ese momento se trataba del sentimiento”.

“La faena no solo era de copiado –añade Chejfec–, se había transformado en un hábito de lectura que precisaba de la copia a mano para asumir una velocidad ideal, especialmente lenta, adaptada a mis circunstancias […] Conservo el recuerdo de mi confianza de entonces en la letra manuscrita: el instrumento esencial gracias al cual los sentimientos alrededor de la escritura se enlazaban, y hasta los dones, vedados a uno naturalmente, podían por lo menos imitarse si no adquirirse”.

 

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Unas páginas más adelante, Chejfec reseña una instalación artística presentada en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en 2014, y que hace un par de meses formó parte de ARCO, la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid, que en esta edición tuvo a la Argentina como país invitado. La obra se titula “Fabio Kacero, autor del Jorge Luis Borges, autor del Pierre Menard, autor del Quijote”, y corresponde precisamente a Fabio Kacero, artista argentino nacido en 1961.

Se trata de un ejercicio conceptual. Kacero se basó en el manuscrito original del cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, de Borges, y lo reprodujo tratando de imitar la caligrafía borgeana con la mayor fidelidad. En el cuento, un escritor del siglo XX se propone no “copiar” el Quijote sino “producir unas páginas que coincidan palabra por palabra y línea por línea” con el libro de Cervantes. Kacero, a su manera, hace lo mismo y le da una vuelta de tuerca más a la historia.

Según un artículo de Jorge Carrión en The New York Times, el objetivo inicial del artista era otro. “Si te soy sincero, yo no quería copiar a Borges, me parecía demasiado obvio”, afirma Kacero. “Lo que yo quería era apropiarme de una caligrafía, cambiar mi letra, y para ello fui copiando otras letras, hasta la de mi padre, y un día llegué a Borges”.

 

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Al diario argentino Clarín Kacero le contó que la historia de esta obra –que en la feria de arte madrileña se ofrecía por 22 mil dólares– comenzó cuando vio en una revista un anuncio que proponía: “Cámbiese a usted mismo cambiando su letra”.

“Claro, cambiás algo de afuera y listo, para qué hacer psicoanálisis durante años –dice el autor–. Entonces decidí cambiar algo de afuera para cambiarme a mí mismo. Y no había manera de cambiar mi letra, no me salía. Se me ocurrió copiar la letra de otro. Y tenía un facsímil de Lewis Carroll. Así llegué a la letra de Borges. Fui copiando y entonces pensé en Pierre Menard. La apropiación de la apropiación…”

La historia va más allá. En dos sentidos. Por un lado, pese a lo difícil que es cambiar la letra manuscrita, Kacero lo experimentó. “Mi propia letra después nunca volvió a ser la misma, quedó como una especie de mix entre la de Borges y la mía anterior”, le dijo Kacero a Chejfec en abril de 2015, en un mensaje que este último incluye en una nota al pie de su libro. “Fusión exitosa, como informa con neutralidad la máquina de Brundle en la película La mosca, al gestar el híbrido monstruoso”.

Por otro lado, Kacero parece haber aplicado de algún modo las teorías del niño Chejfec cuando transcribía los cuentos de Kafka. “La idea es que si copiás la letra de otro podés incorporar características de otro –dijo a Clarín–. Entonces pensé que podía incorporar la idea de escribir, pero también la de quedarme ciego. Yo ya venía escribiendo… Después de esta obra publiqué un libro de narrativa, Salisbury, y ahora voy a publicar otro. Se desarrolló en mí la cosa de escritor… Ahora estoy escribiendo más que ninguna otra cosa. Como si la literatura fuera una escala del arte conceptual”.

 

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El cuento que cierra el último libro de cuentos de Borges se titula “La memoria de Shakespeare”. Fue publicado en 1983. Narra la historia de un oscuro escritor alemán que recibe como legado, precisamente, la memoria del bardo inglés. No su fama, ni su gloria, sino sus recuerdos. Tal regalo podría haberse anunciado en una revista más o menos así: “Cámbiese a usted mismo aceptando la memoria de Shakespeare”.

El hombre que se la concede, le explica al protagonista: “La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo”. Es así, por esos caminos sinuosos, con esa cadencia, como me imagino que va incorporando la características de un escritor quien se dedica a copiar sus textos o su caligrafía.

Ricardo Piglia, en un artículo sobre el último cuento de Borges, escribió que “recordar con una memoria extraña es una variante del tema del doble pero es también una metáfora perfecta de la experiencia literaria”. Se explica: “La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos. Las escenas de los libros leídos vuelven como recuerdos privados”.

El problema es que –como anotábamos la semana pasada por aquí– somos lo que recordamos, lo que nos podemos narrar. Si todos nuestros recuerdos proceden de los libros leídos, enloquecemos como el Quijote (el de Cervantes y el de Pierre Menard). El personaje que recibe la memoria de Shakespeare se da cuenta de eso: “Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón”. Y termina sacándose de encima la memoria ajena como puede.

Si imitar la letra de Borges en efecto le acarrea a Kacero no solo el impulso de escribir sino además, como él mismo planteaba, el riesgo de quedarse ciego, sin duda también tratará de sacárselo de encima como pueda. En todo caso, será que habrá consumido su dosis apropiada de Borges. Y es que el autor de Ficciones, para los escritores argentinos, es como el personaje de la Muerte en el clásico cuento de la cita en Samarra: dan mil rodeos para esquivarlo y terminan chocando con él en el sitio menos pensado. Lo bueno es que el viejo Borges dice “¡caramba!”, se disculpa y sigue su camino, y deja a los demás que cada uno siga el suyo.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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