Creyentes, agnósticos y ateos de la traducción

Fragmento de una plática sobre las formas de relacionarse con el idioma y de pensar la traducción.
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Mikaël Gómez Guthart (MGG): ¿Quién decide a qué países llegan las traducciones? Obviamente, el mercado, la mayoría del tiempo. Y muy de vez en cuando, algún traductor o editor apasionado. Siempre fue así y estoy convencido de que seguirá siendo así. No dudo ni un segundo de que los libros de Ernesto Sábato sean mejores en francés. Leopoldo Marechal sostenía que Verlaine, traducido al español por Díez Canedo, era infinitamente mejor que en francés, porque estaba libre de rimas. En ese mismo registro, escuché más de una vez que Edmond Jabès sonaba aún mejor en castellano y cosas bastante parecidas sobre Stanislaw I. Witkiewicz, Giorgio Voghera, Benjamin Fondane, William Saroyan, I. L. Peretz y hasta el misterioso Louis-René des Forêts. Aunque en este último caso circulen dos traducciones de su obra maestra (Le bavard en versión original): El hablador en su edición mexicana de 1996 y El charlatán en su edición española de 2004. No quiero discutir porque no me convencen estas dos opciones, en realidad las dos serían, y de hecho son, válidas aunque la palabra charlatán insinúa que el sujeto que habla dice cualquier cosa… Todavía debo tener guardada en un cajón mi propuesta rioplatense, El parlanchín, a no ser que se haya quedado en algún sótano de Buenos Aires antes de mi regreso a Europa. Desgraciadamente nunca me tomé el tiempo de convencer a una editorial. Ves cómo algunas traducciones, como cualquier manuscrito, mantienen una existencia ultra marginal, secreta y subterránea. Deben existir miles y miles de traducciones buenas, malas, inacabadas, ampliadas, deformadas que no verán nunca la luz.

Ariana Harwicz (AH): ¿Quién decide qué países, qué culturas, qué mentalidades leen qué traducciones; qué traducción demanda actualización y cuál no? ¿En el pasaje a qué lengua Virginia Woolf es más Virginia Woolf o Tolstoi es más Tolstoi o Pablo Neruda es más Pablo Neruda? Tengo la teoría en medio de la guerra entre las teocracias y democracias laicas que hay tres formas de pensar la traducción. Pero es una teoría personal: se puede ser ateo, creyente o agnóstico en materia de traducción. Los creyentes piensan que se puede leer a Shakespeare en ruso o en español, es él, seguro, es Shakespeare, lo leemos en todas las lenguas. Los agnósticos, obviamente dudarán, leo a Shakespeare en portugués, es y no es, lo conozco un poco, lo reconozco. Y al final, los schopenhaueres de la traducción, los cioran, los ateos dirán, no conoceremos nunca a Chéjov si no leemos ruso. Lo siento, morirán sin leer “Tío Vania”, a conformarse con vuestros dramaturgos en vuestra lengua local, algo así como fervor patriótico con banderita flameando en el libro. En qué registro de lengua está escrito un texto, como en un interrogatorio de la Stasi se le pregunta habitualmente al autor en festivales y ferias, en qué tono está tu voz, es soprano, tenor, contralto, barítono, en qué tempos, andante, allegro, adagio, en qué registro, coloquial, lirico, todo eso debe captar la antena de la traducción y algo que no está en el texto, que no se le puede preguntar al autor, que no se puede leer en biografías, y que es el misterio de toda obra. El escritor solo debe estar sometido a su estilo, a su sintaxis, migrante, ortodoxa, polígama, el resto es política. La ética del escritor, la ética del traductor…

MGG: Me gusta mucho tu santa trinidad bizarra: creyentes/agnósticos/ateos… En materia de traducción supongo entonces que debo ser ateo, aunque no me guste la palabra. Ateo a tiempo parcial mejor dicho, una especie de marrano. Por una parte pienso como vos decís que si no leemos a Chéjov o a Kafka en su lengua original no hacemos más que acercarnos a sus obras pero, a la vez, me parece absolutamente necesario que las obras circulen sí o sí. En El reformador del mundo, Thomas Bernhard escribe: “Los traductores desfiguran los originales. Lo traducido solo llega al mercado siempre como deformación. Son el diletantismo y la suciedad del traductor los que hacen una traducción tan repulsiva. Lo traducido es siempre asqueroso”. Bueno, de eso se trata, en mi opinión, de eso se trata exactamente: una deformación. En el mismo texto de Thomas Bernhard, el narrador dice claramente que la traducción es otro texto. Ya está. Me parece ingenuo pensar que un texto vertido a otro idioma pueda seguir igual, como si nada… Otro ejemplo: estoy convencido que vos no sos la misma persona cuando hablás o escribís en otro idioma. ¿No es cierto? Creo que pasa lo mismo con cualquier texto, cualquier idioma, bien sea la mejor novela de Manuel Puig, un poema en dialecto triestino de un autor totalmente desconocido u olvidado, los sonetos de Shakespeare o el Cantar de los cantares. Y ahí volvemos otra vez al tema de los tránsfugas de la lengua. Esto me hace acordar que para Héctor Bianciotti cada idioma es una manera singular de concebir la realidad.

Ahora te voy a contar un dato personal, no por exhibicionismo gratuito sino porque me parece que tiene que ver con lo que venimos discutiendo. A los treinta años huí de París, muy frustrado con la vida que llevaba allí, no aguantaba más. Necesitaba cortar. Llegué a Buenos Aires, enojadísimo con Francia. Tomé medidas radicales y decidí no hablar o escribir más francés sino por razones estrictamente laborales. Estuve varios años sin pronunciar una palabra francesa. De hecho, mis primeras traducciones publicadas fueron libros traducidos del francés al castellano, y no al revés, para una editorial argentina (Ediciones Godot). Traduje libros de Merleau-Ponty, Jean-Jacques Rousseau, etc.

Contame, ¿cómo fue tu experiencia con tu mudanza lingüística y qué relación tenés con tus traductores?

AH: ¡Vos sos el Wittgenstein franchute! La experiencia del encierro y el aislamiento social que siempre veneré y que siempre me pareció una decisión ética y artística ahora cambia de signo y es una obligación, un imperativo con multa y pena de prisión de hasta seis meses. Yo lo veo como una traición, pienso en George Orwell, miembro del POUM, (Partido obrero de la Unificación Marxista), declarado ilegal durante la Guerra Civil española cuando tuvo que huir traicionado por sus propias filas y se le presentó el dilema de si escribirlo todo o no. Por suerte tuvo coraje, lo que casi nadie tiene ahora y no sucumbió a esa trampa ideológica de “no denuncies a tu propio bando para no darle de comer a los enemigos”. Por suerte al regresar, los ojos ensangrentados, disparó con Homenaje a Cataluña escrito en primera persona. Bueno, decía, algo parecido a este cambio de signo político con el encierro me pasó con el idioma, con la lengua francesa. En Buenos Aires y cuando todavía no podía imaginar que viviría en otro lado miraba las películas de la Nouvelle Vague y trataba de mover la boca como los personajes, miraba a cualquier hora el canal TV5 Monde y trataba de emular el acento, la cadencia, las entonaciones agudas, todo, hablar francés era como ir a canto. Para mí eso era un acto de libertad, yo elegía el francés entre todas las lenguas porque sí, volvemos a lo subterráneo que evocábamos antes, a lo inútil, lo outsider. Pero al venir a vivir a Francia en 2007 y cuando empecé a hablar, me corrigieron tanto que me traumé, y entonces esa lengua que era una forma privada de goce, se volvió un acto de disciplina. Para mí, ex estudiante de filosofía y artes, profesora de cine, estar intentando hablar en francés sobre Spinoza o Bergman y que cada dos palabras me corrigieran el tiempo verbal o la pronunciación de la palabra, era humillante. La corrección es eficaz a nivel lingüístico pero infantiliza, te llama al orden, ¡ubíquese mejor en la fila, soldado! Y después, lo que me pasó fue que toda mi vida sentimental era en francés, lo de siempre; putear, desear, mentir, pero mentir bien, engañar bien, con estilo, hacer reír, todo eso fue en francés, el parto, el casamiento, el divorcio, la tríada mágica, la santa trinidad del discurso amoroso. Y entonces post todo eso fue tan extraño volver a lo mismo en argentino, a pelearse con el argot, el lunfardo, los neologismos y giros argentinos, a volver a pensar, ¡a mentir! con nuestra retórica, con nuestro humor, sobre todo con el modo de especular que se activa al hablar en argentino, esos carriles, pasajes, esas otras vías de acceso a la experiencia que habilita cada lengua…

MGG: El escritor húngaro Dezső Kosztolányi decía que cuando hablaba otro idioma se sentía más audaz, más directo, por lo cual prefería declarar su amor o escribir poesía en su lengua materna y ¡romper o escribir crítica en portugués! Y Bianciotti de alguna manera no dice otra cosa cuando escribe que podía estar totalmente desesperado en un idioma y apenas triste en otro.

AH: Lo que siempre se aconseja y creo que con bastante razón, es no pelearse en una lengua que no domines bien, siempre se cae en el ridículo, como cagarse a tiros o retarse a un duelo sin balas.

Fragmento de un libro aún sin título que Dharma Books editará en 2021.

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(Montevideo, 1982) es cuentista, traductor y crítico. Ha traducido al castellano obras de Rousseau y Merleau-Ponty, y al francés, entre otros, a Alejandra Pizarnik y Witold Gombrowicz, de quien ha establecido y anotado el epistolario. Sus cuentos y artículos han sido traducidos al castellano, inglés, hebreo, italiano, turco, idish, húngaro, japonés, checo, chino, armenio, alemán, estoniano, vasco y catalán.

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Nació en Buenos Aires. Es escritora y dramaturga. Su primera novela, Matate, amor (Lengua de Trapo, 2012), fue nominada en su versión en inglés al Man Booker International 2018. Su libro más reciente es Degenerado (Anagrama, 2019).


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