Foto: Ulf Andersen/Aurimages via ZUMA Press

El último Cortázar

A cuarenta años de la muerte del autor de Rayuela, un relato de sus últimos meses, elaborado a partir de sus viajes, sus cartas, sus entrevistas y el testimonio de quienes estuvieron cerca de él y de sus biógrafos.
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Hace cuarenta años se moría Julio Cortázar. El domingo 12 de febrero de 1984, en el hospital Saint-Lazare de París, donde permanecía internado desde hacía semanas, y acompañado por su exesposa Aurora Bernárdez y su amigo Luis Tomasello, expiraba uno de los escritores más importantes del siglo XX. Una muerte triste. Siempre la muerte es triste, es cierto: pero acaso la del autor de Rayuela lo fue un poco más, por lo inesperada y prematura.

Cortázar tenía 69 años y era un hombre muy activo y lleno de planes y proyectos. Así lo atestiguan sus actividades, cartas y entrevistas de los meses previos. “Tengo como siempre mucho trabajo”, le escribía a su madre cuatro meses antes de su muerte, el 11 de octubre de 1983. Le anunciaba algunos planes para los meses siguientes. Por un lado, la publicación de Los autonautas de la cosmopista, el libro en el que habían trabajado juntos él y Carol Dunlop, su última esposa, fallecida un año atrás. Por el otro, que no se movería de París hasta diciembre, cuando ya tenía proyectado iniciar un largo periplo que lo llevaría a Cuba, Puerto Rico y Nicaragua.

Lo que no le contaba a su mamá, y sí a varios amigos en cartas de esos mismos días, es que “una enfermedad misteriosa y estúpida” lo perseguía (“desde hace cinco meses, cobrándome un kilo de peso por mes”, le explicaba a Roberto López) y que tenía por delante una internación y unos análisis médicos que, no obstante, encaraba con confianza. A su amiga Claribel Alegría le informaba: “El lunes [17 de octubre] entro a un hospital para que me hagan una serie de exámenes a fin de liquidar estos problemas de piel y de intestinos que me tienen mal. En fin, una mala racha que espero pasará pronto”.

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En noviembre Cortázar se sintió bien, a tal punto que –incumpliendo las previsiones que le había revelado a su madre– sí se movió de París: viajó primero a Barcelona y luego, a finales del mes, a Buenos Aires, su Buenos Aires querido, que llevaba una década sin visitar. En Argentina por fin se acababa la dictadura: un mes antes, el 30 de octubre, las elecciones habían consagrado presidente a Raúl Alfonsín. El autor de Historias de cronopios y de famas creía que, tras diez años de ausencia, muchos lo habrían olvidado; por eso lo sorprendió tanto el afecto que recibió. “La forma en que fui asediado, rodeado y acompañado por la gente en Buenos Aires sobrepasa todo lo que hubiera podido imaginar”, le escribió después a su editor Mario Muchnik. Y también confesó, en otra carta: “Los porteños me recibieron maravillosamente, con un amor y un entusiasmo que me arrancó lágrimas muchas veces”.

Cortázar permaneció una semana en Buenos Aires. Se marchó antes del 10 de diciembre, fecha de la asunción de Alfonsín, porque precisamente ese día debía comenzar su frustrado viaje a Centroamérica. Su visita a la Argentina dejó una gran controversia: ¿por qué no fue recibido por Alfonsín, quien en esos días sí se había reunido con varios escritores e intelectuales? Una versión señala que fue porque al presidente electo sus asesores le recomendaron no reunirse con una figura tan relacionada con la izquierda; la otra, que fue un mero descuido, la negligencia de una secretaria. Se ha escrito muchísimo sobre ese desencuentro.

Se escribió poco y nada, en cambio, sobre otra cuestión que también genera dudas: ¿es cierto que Cortázar llegó a Buenos Aires para despedirse de su madre, de sus amigos, de su país? “Venía a despedirse de su madre”, escribió muchos años después Martín Caparrós, quien en ese entonces tenía 26 años y le hizo una entrevista. “Yo puse cara de circunstancias y le dije lo siento. Sí, es ley de vida, me dijo […] La noticia de su muerte llegó desde París dos meses después, el 12 de febrero; solo entonces entendí por qué había venido a despedirse de su madre”.

También el fotógrafo Dani Yaco, quien registró algunas imágenes de esa visita, afirma que el autor de Todos los fuegos el fuego “sabía que le quedaba poco de vida”, y agrega que les contó a Caparrós y a él que “había venido a despedirse de su madre”. En efecto, esa es la versión que se impuso: casi siempre que hoy en día se habla de ese viaje se repite que Cortázar vino “a despedirse”.

Sin embargo, los testimonios del propio escritor en esos días no parecen ir en la misma dirección.

En el aeropuerto de Ezeiza, un rato antes de subir al avión que lo llevaría de regreso a París, Cortázar concedió su última entrevista en Argentina. Un periodista de la televisión pública le señala que muchos pensaban que se iba a quedar para el cambio de gobierno. “Hubiera sido mi deseo”, responde el escritor. “Pero las fechas no coinciden. Tengo que hacer un viaje largo por el Caribe, estoy ya obligado de antemano a hacerlo. De modo que voy a volver en el mes de marzo, y me voy a quedar un plazo largo”.

Días más tarde, en una carta del 19 de diciembre, escribe: “Estuve [en Argentina] una semana después de las elecciones para ver a mi madre y mirar un poco lo que pasaba”. El 28 de diciembre, en otra misiva, añade: “Pienso volver en marzo y quedarme dos meses para ir un poco al interior”. Y el mismo día a un amigo que vivía en Buenos Aires le dice: “En marzo nos veremos allá, estoy seguro, y hablaremos largo”.

Es posible que a Caparrós y a Yaco y tantos otros los engañe la memoria –que a veces es tan traicionera y reelabora el pasado en función de lo que vino después– porque nada indica en las palabras de Cortázar que él lo viviera como una despedida. Más bien al contrario: seguía sintiendo que aquella era “una mala racha que pasaría pronto”.

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“Pero ya sabés que hay amores que matan… sobre todo cuando son multitudinarios”, anotaba también Cortázar al hablar de su última visita a Buenos Aires. “Sin duda me cansé más de la cuenta con todo lo que anduve, hablé y vi, sin hablar de decenas de entrevistas que, dadas las circunstancias, era mi deber aceptar”. El ajetreo del viaje le pasó factura: con gran pesar, el escritor tuvo que cancelar su visita a los países centroamericanos.

“Cuando regresé a París no me sentía nada bien –le contaba el 9 de diciembre a Manuel Maldonado-Denis– y, como había quedado con el médico en verlo inmediatamente, lo hice con el resultado que ya sabes. Tanto él como el gastroenterólogo me prohibieron viajar por el momento, y decidieron que debo entrar por segunda vez en un hospital para llevar adelante una serie de análisis y exámenes”.

Pese a todo, seguía siendo optimista: “Confío en que esta vez [los médicos] encontrarán una salida y que en un plazo razonable recuperaré toda mi fuerza”. Un optimismo que, como se trasluce en su correspondencia, fue evaporándose algunas semanas después. Las últimas cartas de Cortázar –las cuatro de enero de 1984, que cierran los cinco volúmenes de Cartas editados por Alfaguara en 2012– retratan la desazón por el estado de su salud: “Ando muy enfermo y no puedo casi contestar mi correo”. “Poco puedo trabajar”. “Ya llevo más de ocho meses sintiéndome como un perro…”

Hacia la última semana de enero tuvo que ingresar al hospital por tercera vez. Luis Tomasello, el amigo que estuvo con él hasta el final, contó años más tarde:

Yo lo acompañaba al hospital cada vez que iba a internarse. Lo iba a buscar a su casa, lo llevaba y lo traía de vuelta. Eso sucedió dos veces. Entonces él me dijo: “Si entro una tercera vez, ya no salgo”. Y así fue. Desgraciadamente tuve que llevarlo una vez más. Recuerdo perfectamente la tercera y última, nunca me voy a olvidar ese momento: fui a buscarlo y estaba sentado en el sillón de su casa, vestido, solo y esperándome. Cuando llegué, se levantó del sillón, fue hasta la puerta y se puso su gorra. Dio vuelta la cabeza y miró todos sus libros y su casa como si fuera la última vez. Antes de salir me dijo: “Si esta pelea fuera a siete rounds, la gano, Luis. Pero a doce no creo”.

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¿De qué murió Cortázar? Esta es la otra gran cuestión que genera controversias. La versión oficial indica que la causa de la muerte fue leucemia. Desde hace más de dos décadas, no obstante, la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi –que fue amiga de Cortázar– afirma que el autor argentino murió de sida.

De acuerdo con esa hipótesis, Cortázar contrajo el VIH a mediados de 1981, cuando sufrió una hemorragia estomacal y recibió unos treinta litros de sangre en transfusiones. Era una época en que ese virus prácticamente no se conocía y los controles resultaban deficientes: se estima que en esos años en Francia unas 4,000 personas fueron infectadas por transfusiones sanguíneas. Cortázar –sin saberlo, por supuesto– habría transmitido el virus a Carol Dunlop, quien al morir en noviembre de 1982 (supuestamente también de leucemia) tenía apenas 36 años.

“En noviembre de 1983, en Barcelona –cuenta Peri Rossi en una biografía de Cortázar que publicó en 2001–, Julio, muy preocupado por su enfermedad, me enseñó una placa negra en su lengua: el sarcoma de Kaposi”. Este sarcoma es un tipo de cáncer frecuente en personas con sistemas inmunitarios debilitados a causa del VIH. Otros de los síntomas que sufría Cortázar (aumento desmesurado de los glóbulos blancos, manchas en la piel, diarreas, pérdida de peso, cansancio) también son compatibles con los de un mal que por entonces aún no tenía nombre y era descrito por los médicos como una “pérdida de defensas inmunológicas a causa de un virus desconocido”. Una enfermedad que desconcertaba a los doctores y no tenía ningún tratamiento específico.

A Cortázar los médicos nunca le informaron que su diagnóstico era leucemia. Por eso él decía que la enfermedad que lo perseguía era “misteriosa y estúpida”. “Nadie sabe lo que tengo, y esto se arrastra desde hace seis meses”, le escribía a Maldonado-Denis el 9 de diciembre. “Sigo enfermo y nadie sabe de qué”, le decía a Néstor Tirri el 28 de diciembre. “Sigo muy enfermo, pasando por laboratorios y hospitales a fin de que me encuentren por fin lo que tengo”, apunta su última carta conocida, dirigida a Felisa Ramos y fechada el 20 de enero de 1984.

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Además de Tomasello, quien acompañó a Cortázar hasta el fin fue Aurora Bernárdez, que había sido su esposa entre 1953 y 1967 y en esos últimos tiempos se había ido a vivir con él. “¿Sabían que [Aurora] vive en mi casa? –le cuenta Cortázar a Claribel Alegría en una carta del 9 de diciembre–. Me encontró tan enfermo y flaco hace tres meses, que renunció a irse a Deyà y se vino a hacerme la sopa, gracias a lo cual gané cinco de los diez kilos que había perdido”. El escritor la designó su heredera y albacea literaria, labor que Bernárdez ejerció hasta su muerte en 2014.

Los restos de Cortázar fueron trasladados al cementerio de Montparnasse dos días después de su muerte, el martes 14 de febrero de 1984. “La mañana era especialmente fría, húmeda, silenciosa –anota Mario Goloboff en su biografía del escritor–. Depositaron el cajón en la tumba de Carol. No hubo discursos, ni un solo rito particular. Salvo el de la flor, que cada uno de los asistentes fuimos depositando encima. Llamaba la atención la presencia de mucha gente joven, y ese silencio que no se podía contener”.

En los cuarenta años que pasaron desde entonces la tumba de Cortázar se convirtió en lugar de peregrinación, adonde lectores y lectoras de todo el mundo llegan a dejar sus ofrendas en forma de cartas, de libros, de papelitos con citas célebres de sus cuentos, de sus novelas, de sus poemas, esos textos que han sido criticados por cursis y luego reivindicados y más tarde criticados otra vez, pero que siguen y seguirán vivos durante generaciones, a lo mejor para siempre. Imagino –me gusta creer– que esa tumba en estos días debe estar llena de flores. ~

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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