Foto: Maritza Ríos / Secretaría de Cultura CDMX, CC BY 2.0

David Huerta: palabras mayores

David Huerta fue un gongorista de izquierdas poco empático con el populismo, un atleta de la poesía planeando siempre la ruta más exigente.
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Fue David Huerta uno de los poetas más finos y complejos de la lengua española, desde Cuaderno de noviembre (1976) hasta El ovillo y la brisa (2018), pasando por Incurable (1987), su ancha obra maestra. Hijo de poeta, David se hizo –nunca supe qué tan voluntariamente– contra la poesía de su padre. Para emular a Efraín Huerta (1914–1982), me parece, habría que contrariarlo: regresar a Los hombres del alba (1944) y remitir la Estampida de poemínimos (1980) a su honorable origen en el gracejo popular. Si el padre se forjó en un comunismo que miraba de reojo a cierta heterodoxia surrealista, para David, la política del Espíritu conciliaba el más alto rigor conceptual con el compromiso en la plaza pública, de los filosofemas de Gilles Deleuze al Zócalo rojo de 1982.

David Huerta, para decirlo de otra manera, fue un gongorista de izquierdas escasamente empático con el populismo, amigo al mismo tiempo de la erudición que de la ciudadanía. Esa combinación de sencillez y elegancia le impidió, casi siempre, cometer los pecados de la propaganda; entre los escritores mexicanos, David Huerta, convertido también en un sabio escrutador de poéticas (Las hojas. Sobre poesía (2007-2019), 2020), nunca hizo concesiones en cuanto a la alta cultura. Animal político, quiso una democracia tan límpida y eficaz como un poema de W. H. Auden. Lo saben sus lectores de dos o tres generaciones, lo mismo que sus discípulos regados a lo largo de una república que recorrió sin pausa durante décadas, enseñando poesía y leyéndola. Fue, se conoce, profesor universitario asiduo y comprometido.

Cabe agregar que David Huerta, hombre de izquierda cabal aunque incapaz de arriesgar una brizna de amistad en el infiernillo de una desavenencia política, murió en la oposición al desgobierno de López Obrador. No una, sino dos veces, el presidente citó mal a Efraín Huerta para descalificar, desde la asimetría del poder, a sus adversarios. El último artículo que David Huerta publicó en vida en El Universal, apenas en septiembre, fue una defensa de Guillermo Sheridan, uno más de quienes han salido de Palacio Nacional infamados con el sambenito. Con Sheridan, David se había peleado, tras un cómico circunloquio por Coyoacán del que fui asombrado testigo y fallido arbitro, en 2006; el motivo, una polémica edición de Efraín Huerta. Pero viéndose agredidos por la palabrería charlatana del caudillismo, Guillermo y él hicieron las paces no hace mucho, ante una amenaza superior a las filias y a las filologías.

Su muerte, el 3 de octubre de 2022, nos ha apesadumbrado a sus colegas como en pocos casos ha ocurrido, al menos que yo recuerde. Porque David Huerta tenía ángel (y no le faltaban esos demonios conjurados en Incurable) y le bastaban tres minutos de conversación con un pintor, un normalista, una maestra universitaria, un poeta de ultramar o un erudito de acullá para crear una amistad duradera, un lazo que transformaba a la conversación en privanza. Por ello, sus malquerientes –y los tuvo– se agazapaban por temor a ser exhibidos en su envidia o en su medianía por esa mayoría fiel que rodeó a David Huerta hasta su muerte y lo acompañará (que me sea perdonada la desidia expresiva) en su inmortalidad de poeta mayor.

Me queda, tras balbucear unas palabras sobre el poeta y el ciudadano, recordar al compañero en el feliz grupo de prófugos que escapamos, siguiendo el hilo de la necesidad y no el de la virtud, del “potro del alcohol”, aquel en que Octavio Paz vio atado a su padre; al amigo, durante cuarenta años, que fue también mi maestro. Nos presentó José Ramón Enríquez en el antiguo Fondo de Cultura Económica de la Avenida de la Universidad y llegamos a tener una familiaridad estrecha al amparo de quienes amamos. Inclusive, sus hermanas Andrea y Eugenia llegaron a festejarme, en Tlayacapan, mis 40, y después, mis 50 años, en convivios refresqueros que incluían chapuzón y cascarita. Gracias a él conocí a sus amigos de La Mesa Llena, a Héctor Manjarrez, a Marcelo Uribe, a Coral Bracho, a Jorge Aguilar Mora, a quienes, imberbe, miraba yo como los heresiarcas de la hora. Ilán Semo, Francisco Valdés y yo, poco después, invitamos al propio David y a Héctor a hacer El Buscón, entre 1982 y 1986, cuando las revistas marginales, efímeras y no tan efímeras, todavía eran motivo de fantasías cumplidas y de conspiraciones pasajeras. Y en 1983, David me invitó a Proceso, donde alcance, gracias a él,
una tribuna nacional inimaginable para un joven crítico.

Participamos de la fundación del Partido Socialista Unificado de México en los ochenta del siglo pasado y veinte años después, en la de Letras Libres: por caminos distintos, no dejamos de mirarnos el uno al otro porque siempre íbamos, me parece, hacia el mismo lugar. El enigma a descifrar (y lo descifrábamos) estaba en los rodeos. Hace unos meses apenas, en marzo de 2022, David Huerta, con el respaldo de Eduardo Vázquez Martin, dio comienzo a los trabajos de la Cátedra Octavio Paz de la UNAM en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, donde reposan, desde esos días, las cenizas de Octavio y Marie José. Al aceptar ese encargo, mal visto por algunos de sus colegas, David Huerta ratificaba el abrazo que un afónico Efraín le diera a Octavio para defenderlo, en una lectura de octubre de 1977, de los gritones infrarrealistas y le devolvía, además, a San Ildefonso su lugar como piedra de fundación, en la complicidad, de la poesía moderna de México.

Escuchamos juntos a Laurie Anderson, me hizo leer a John Fowles y releer a Lezama Lima, me publicó mis pecados de juventud sobre Stendhal y Turguénev en La Gaceta del FCE; corrigió amorosamente, ya en el siglo XXI, mi Vida de fray Servando por encargo de Ediciones Era; me daba lecciones distraídas de métrica que yo aplicaba, incompetente, a las milongas de Borges. Nuestras bibliotecas, paralelas, se ignoraban. Tanta envidia le daban a él mis libreros como a mí los suyos; nunca le perdoné que considerara mi única y escueta obra de ficción (William Pescador, 1997) como mi verdadero aporte a las letras patrias, por encima de los agotadores ensayos y artículos de los que me envanezco. Esa opinión la compartía, me parece, con Verónica Murguía, su esposa, ese milagro de intimidad con la Edad Media y humor salvaje que es una de las glorias de nuestra literatura.

El viernes de la semana pasada, en La Palma, una amiga común nos contó a María Baranda, mi mujer, y a mí que los males de David se habían agravado. Lo llamé desde el hotel. Dijo estar “moderadamente optimista” sobre su estado de salud pero, por primera vez en la vida, me urgió a que lo visitara tan pronto volviese a México. Por fortuna, regresábamos el 3 de octubre por la madrugada, nos dijimos. Pero antes del mediodía de ese mismo lunes, murió David.

Dejó una obra vasta, reconocida y luminosa, sin la cual no se explica nuestra poesía contemporánea; desapareció, con él, una persona poética que solo él encarnaba, “un poeta de a pie” –como le gustaba llamarse– cuya caminata parecía abarcar todos los estilos, los nuevos y los viejos, del conde de Villamediana a Joseph Brodsky. Pero a sus casi 73 años la suya aparece como una obra truncada violentamente, como si David Huerta fuera eternamente ese joven atleta de la poesía planeando la ruta más exigente.

Desde 1994, insisto, David y yo formamos parte de una tertulia mensual de bebedores retirados, festín de alegría y confidencias, y cuando era menester, de eso que ahora llaman autoayuda. Pero escribiendo este apesadumbrado recuento me doy cuenta de que, hermano menor al fin, recibí de David, mucho, mucho más de lo que yo pude darle. En aquella conversación telefónica entre alguna de las Islas Canarias y la colonia Nápoles, le comenté a David no se qué cosa y él me respondió “esas son palabras mayores”. Aquella fue la última expresión que le oí decir y con ella me quedo: David Huerta, palabras mayores.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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