Me preocupa que recordemos a Ernesto Cardenal por lo menos valioso de su obra. He pensado en esto dada la noticia de su fallecimiento, a partir del cual he visto a decenas de personas e instituciones compartir “Hora 0” o los “Epigramas” a la usanza de Catulo, éxitos líricos de juventud que ocupan dos horizontes retóricos, el político y el romántico, consecuentes con recursos que eran clichés incluso en su época: la recurrencia a la figura de la mujer como objeto de contemplación y el discurso revolucionario, dotado de cierto ánimo mesiánico, que responde mejor en la tribuna que en la página. Lamento este hecho porque Cardenal es, en realidad, un autor mucho más actual y profundo que lo que sus greatest hits dejan ver. No he visto mucho, por ejemplo, sobre la voz que desarrolló a partir de los años setenta, rica en discursos históricos, místicos y científicos, donde podemos encontrar una visión de Latinoamérica correspondiente al sueño de un continente unido e igualitario, decorada por una curiosidad incesante por el mundo natural y por una forma de escribir que bordeaba lo documental, lo narrativo y lo periodístico.
Formalmente, Cardenal se afincaba en el verso largo y descriptivo; este era el centro de su práctica, y se podría observar como reacción ante la influencia de autores como Neruda o Whitman, precursores de la veta formal que explotó durante toda su vida: como ellos, Cardenal era un poeta del espacio, con textos anclados en la información geográfica, en la ciencia y en la búsqueda de una totalidad inalcanzable. Es en esto último donde radica la diferencia, porque si Whitman y Neruda ponían al Yo sensible, receptor de los sentidos, como la base de su poética, Cardenal iba en busca de un Cristo abstracto, un centro de amor y sabiduría desde el cual irradian todas las cosas. El momento en que Cardenal deja atrás el discurso romántico, que ahora se percibe añejo y chocante, y sustituye ese centro por la dimensión de religiosidad presente en su poesía mejor lograda, como en Canto a un país que nace o Cántico Cósmico, es el momento en que se libera la potencialidad de su escritura. Por su forma de escapar del “Yo”, de apelar a una unicidad de origen tan político como místico, considero que Ernesto Cardenal es el último latinoamericano en cuya poesía se puede decir con toda seguridad que Dios existe.
Estas características de la poesía de Cardenal no podrían entenderse sin la influencia de Thomas Merton, místico católico, poeta y luchador social con quien el nicaragüense encontró su verdadera voz, sin el influjo del ánimo enciclopédico y culterano de Ezra Pound, a quien tradujo, ni sin la conciencia de sus contemporáneos en el resto de Latinoamérica, poetas como Gonzalo Rojas, Juan Gelman, Olga Orozco o Efraín Huerta, en quienes los problemas del ser y de la lucha social también aparecen. Es probable también que Cardenal haya sido el poeta de su generación que dejó más escuela. Con esto no solo me refiero a su presencia como autoridad moral de la izquierda latinoamericana, sino al hecho que su influjo ha cautivado a generaciones de escritores: leer a Cardenal hace que uno piense que le es posible la escritura, por su forma simple y directa de decir las cosas, su manera de versificar como alguien que está charlando. Llegar a una de sus lecturas, encontrarse con él en algún espacio, también era profundamente significativo: el último poeta de su tiempo, y uno de los prefiguradores de lo que viene, caminaba cerca de nosotros, y ya se fue.
Al escribir esto, recuerdo el último encuentro que tuve con el poeta, hace un par de años, cuando asistí a una lectura de él y Eduardo Lizalde en el Centro Cultural Universitario de la UNAM. Cardenal leyó los mismos poemas que en su última lectura que yo había visto, en el mismo orden, incluso con los mismos comentarios y pausas. Aunque esto me pareció decepcionante en su momento, admiré la capacidad interpretativa del nonagenario, pues había diseñado una lectura que conjuntaba lo más conocido y lo más sólido de su obra, y la ejecutaba con soltura y con pasión. Al terminar con un poema dedicado a los desaparecidos en nuestro país, el poeta se detuvo, dejándome un sentimiento que no he alcanzado a plasmar sino hasta ahora, en el horizonte de su partida. Acaso él mismo, al final de su vida, se sabía el último poeta de su especie, y observaba un mundo absolutamente transformado: sus poemas son registros de un tiempo pasado, de una esperanza revolucionaria que parece vedada a nuestras generaciones.
La esperanza en los mejores poemas de Ernesto Cardenal no es solo cuestión religiosa o política, sino que proviene de observar el mundo en su belleza y sus contrastes. A pesar de la violencia cotidiana del ser humano, de las traiciones y jugarretas de la clase política, de los desastres y cambios en el panorama, el poeta nicaragüense plasmó un mundo de transformaciones constantes, donde el amor de Dios existe a pesar de todas las evidencias de lo contrario; como dicen unos versos de Canto Nacional (1973): “la primera canción de amor sobre la tierra / la primera canción de amor bajo la luna / es el proceso”. El proceso, la marcha del ser humano hacia un futuro incierto, pero esperanzador, es lo que aparece con mayor fuerza en los poemas del trapense. Deseo que con el tiempo nos vayamos alejando de esos textos iniciales, doctrinarios, básicos, que ahora inundan las redes sociales, y al recordarlo podamos sentir al menos un poco de su búsqueda de una comunión entre todos los seres, sinergia revolucionaria para un mundo que parece estar, a cada paso, a punto de devorarnos. Mientras tanto, yo desempolvo sus libros, y lo imagino reuniéndose con su maestro en el lugar que describe en sus “Coplas a la muerte de Merton”:
Donde los muertos se unen
y son con el cosmos
uno.
(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.