To Jerusalem and back
Saul Bellow
The Viking Press
Nueva York, 1976, 182 pp.
Si Saul Bellow hubiese escrito To Jerusalem and back antes de 1967, el libro habría pertenecido al viejo y desusado género de los libros de viajes y estampas. Lo que un escritor judío, comprometido íntimamente con la causa de Israel e influyente en los Estados Unidos, debía describir entre 1948 y 1967, no estaba en las ideas y actitudes políticas de los israelíes, sino en la obra material y social que estos construían con una velocidad y un éxito inusitados. Había que ver los kibbutzim, las nuevas técnicas agrícolas y de irrigación, la educación impartida a los inmigrantes, los hallazgos arqueológicos, el florecimiento coloquial y literario del idioma hebreo y hasta los bailables. Así sucedía con los libros pedagógicos que Israel enviaba a la Diáspora llenos de ilustraciones casi elegíacas: la cosecha en un kibbutz, la sonrisa de una sabra y la marcialidad de un ejército al que también pertenecían las mujeres, pero que no parecía estar hecho únicamente para la guerra. Israel era una fotografía.
Si Bellow hubiese escrito To Jerusalem and back entre 1967 y 1973, su tema principal no habría sido ya la obra material sino la estela de la guerra. De hecho, Bellow visitó Israel en 1967 y contempló al dantesco hacinamiento de cadáveres en el Sinaí: la embriaguez que se apoderó de muchos israelíes después de la fulminante victoria, y la conversión de ese país, que desde su fundación había parecido una utopía socialista, en un estado cuasi militar. Israel pareció, por unos cuantos años, la imagen de su ejército.
Pero To Jerusalem and back fue escrito en 1976, tres años después de la Guerra del Yom Kippur en la que, con certeza, los historiadores futuros reconocerán un momento crucial de la segunda mitad del siglo XX. El boicot petrolero, la crisis energética y sus derivaciones ideológicas (las nuevas profecías sobre la decadencia de Occidente), la inflación mundial y muchas otras “novedades” fueron consecuencia directa de esa guerra que arrojó a Israel a la arena internacional, en una medida mucho mayor y más comprometida que la que había conocido en toda su historia. En 1976, cuando Bellow visita Jerusalén, Israel ya no es sólo ni principalmente su obra constructora ni su ejército, sino un tejido complejísimo de actitudes políticas ante el mundo, sus vecinos, los palestinos y ante sí mismo: un laboratorio humano.
Bellow habla con profesores, intelectuales, periodistas, antiguos combatientes, profesionistas, barberos, médicos, poetas y políticos judíos. Su intención es recoger una impresión personal (a personal account es el subtítulo) de cómo viven los israelíes en el filo de la navaja, conocer distintos puntos de vista sobre la crisis interna e internacional que soportan. En Jerusalén, todo el mundo está al día, en el centro de la información política internacional. Las pláticas sobre los vergeles en el desierto han sido desplazadas por las opiniones sobre la última medida de Kissinger, el editorial de Le Monde, o el viaje a Estados Unidos de Anuar Sadat. El israelí había pensado construir un mundo aparte, aferrado a lo único que le había sido vedado por milenios, la tierra, y ahora descubre, paradójicamente, que en la era nuclear los ghettos han cambiado de escala y se dan entre naciones. En las palabras de uno de los entrevistados de Bellow, Israel es ahora un “estado ghetto” seriamente amenazado en su misma existencia: a un tiempo aislado y comprometido en la vida internacional.
To Jerusalem and back se mueve en varios niveles de observación: desde el cotidiano hasta el internacional. Bellow se sorprende con la normalidad que refleja la vida diaria del israelí a pesar de la tensión que soporta. El recuerdo de una bomba en un mercado; un raid terrorista en un kibbutz; las escenas televisadas de la guerra civil en el Líbano, a unos cuantos kilómetros al norte, donde miles de vidas se sacrifican por motivos religiosos y políticos semejantes a los que podrían estallar en Israel en el futuro. Todo esto impresiona a Bellow casi hasta la paranoia: la sola visión de un niño montado despreocupadamente en su bicicleta por las calles de la ciudad lo sobrecoge: para él, todos los terrenos están minados.
Ninguno de sus interlocutores practica el “small talk“: todos están preocupados seriamente por la situación, pero sin llegar a la irracionalidad y la histeria. Bellow, en cambio, no puede dejar de abandonarse al torbellino: la estela de la muerte llegó a cada casa desde 1973; quien no ha perdido un hijo, ha perdido al esposo o hermano; nacen nuevas especialidades siquiátricas para reparar, en lo posible (¿a cambio de qué?) esas pérdidas. La historia parece suspendida y Bellow ve a todo el mundo en el acto mismo de sobrevivir. “No sé –escribe– cómo pueden tolerarlo”.
Esa desconcertante normalidad en la incertidumbre que toleran los israelíes inquieta a Bellow más cuando considera los cambios que ha sufrido el tablero internacional desde 1973. Los signos de incomprensión entre Israel y los Estados Unidos le parecen crecientes. El pacto inicial comienza a resquebrajarse, por lo menos en amplios sectores de la opinión pública norteamericana que se han puesto a considerar de modo “realista” la relación de intercambio, el “cost-benefit” entre los dos países. Hay quien pide ya plazos perentorios para que Israel sea más dúctil a las propuestas americanas, para que ponga de una vez por todas “en orden su casa” y acepte su carácter de satélite americano.
A estas señales ominosas (que Bellow amplifica quizá más de la cuenta) se aúna el desprestigio casi unánime de Israel ante la opinión de izquierda en Occidente. Los mismos intelectuales que apoyaban en 1948 la creación del nuevo estado, ven ahora en Israel un estado neofascista. Para Bellow, esta situación se explica por el desprecio del intelectual de hoy frente a los viejos valores liberales y humanitarios, por el hechizo de las utopías y las ideologías, y por la incapacidad de analizar los problemas de modo empírico. La situación de Levante no libra, por supuesto, de culpa a los israelíes, pero tampoco admite un tratamiento de galanes y villanos. En todo caso, escribe Bellow, Israel se ha convertido en un “lugar de veraneo moral”, un sitio neurálgico de la sensibilidad moral de Occidente, porque en este sentido, según palabras de Sartre, “a los judíos en Israel es preciso exigirles más que a otros pueblos”.
A Bellow le faltó tiempo para contemplar la desunión, la corrupción y los pequeños watergates que sufrieron los laboristas antes de su derrota en el presente mayo. Pudo incorporar a su libro breves entrevistas con los líderes que a sus ojos desmerecían comparados con los Padres Fundadores. A la segunda generación le quedan grandes los ropajes de la primera. Bellow habla con Rabin y la plática los decepciona mutuamente. Si Rabin opina que el conflicto entre árabes y judíos desaparecerá cuando aquellos se modernicen, Bellow le da el ejemplo de Líbano, para mostrar cómo la modernidad lleva antes al dogmatismo político que a la tolerancia; si Rabin predice que todo lo arreglarán las nuevas fuentes de energía que desarrollará Occidente, Bellow piensa que el proceso llevará décadas, cuando menos; si Rabin cree que la animadversión de la opinión internacional es asunto de segunda importancia, Bellow piensa que Rabin es un provinciano.
A esa difícil situación de regateo moral y político, de apoyo sin indignidad que Israel busca con Estados Unidos; al desprestigio que sufre con la opinión internacional y a la falta de líderes, Bellow agrega nubes teóricas que ensombrecen definitivamente el panorama. Un editorialista israelí opina que la guerra y la victoria de 1967 hicieron a Israel un daño irreparable: lo empujaron al “autismo”, le restaron realidad. De la sensata mentalidad de los antiguos sionistas que veían en Israel un refugio para la persecución milenaria, Israel pasó a la mentalidad de liberación y rescate, al deseo de redimir las tierras. El efímero poder los intoxicó y la venganza de la realidad habría de ser amarga. Otro israelí melancólico cree ver en la nueva situación la mano providencial, el castigo divino, y como nuevo Jeremías sostiene que “Israel ha pecado demasiado, se ha corrompido, ha perdido su capital moral y no tiene ya por qué luchar”. Bellow lamenta conmovido, las imaginerías de los judíos que en la Diáspora creen todavía que Israel será, muy pronto, la restauradora de la civilización soñada por los profetas. En todo su viaje, deja apenas dos pequeñas rendijas abiertas a la fe: la actividad del Instituto Weitzman lo anima un poco y el talento político y modernizador del alcalde de Jerusalem, Teddy Kollek, le hace concebir esperanzas de que la ciudad santa no terminará como la Roma de Nerón.
Bellow acepta –no podía ser de otra forma– la enorme complejidad política, social, económica del problema palestino. La desgracia de Israel fue nacer cuando no había ya territorios vacantes en el mundo y Palestina no era la excepción. Aunque en ningún momento lo dice, Bellow acepta implícitamente que el bien para Israel tuvo como origen el mal para cierta porción de la población palestina, la parte desplazada. Acepta también que la situación de los palestinos no puede permanecer igual por mucho tiempo, incluso por razones de seguridad para Israel. Pero el agravio cometido a los palestinos tiene, para él, varios atenuantes: los palestinos vendieron sus tierras a los sionistas; los palestinos no mostraban una conciencia nacional especialmente definida como la que parecen haber desarrollado últimamente; los propios países árabes parecen, por otra parte, poco dispuestos a contribuir en la solución del problema; en fin, para Bellow, el desplazamiento y la situación en que viven los palestinos es un drama, pero menos grave y violento que otros que el mundo contempla actualmente y para los que la opinión internacional muestra me nos preocupación.
Bellow ha llegado a Jerusalén para “ver claro”, como él mismo dice, y ha salido más confundido que cuando entró. Todas las teorías claudican ante el cúmulo de variables en juego. Al final, en el último estrato de ese infierno latente, Bellow transcribe el discurso de homenaje a un soldado sirio de la guerra de 1973 que había matado, él solo, en combate, a 28 israelíes. El orador era el ministro sirio de Defensa:
Mató a tres de ellos con un hacha y los decapitó. En otras palabras, en lugar de utilizar una pistola prefirió el hacha para degollarlos. Peleó cara a cara con uno de ellos, lanzó al suelo su hacha y pudo romperle el cuello y devorar su carne enfrente de los compañeros. Este es un caso singular. Es innecesario que hable yo más de él para darle la Medalla de la República. A cualquier soldado que repita la hazaña de matar a veintiocho judíos le será otorgada la Medalla y será honrado y apreciado por su bravura.
Bellow piensa que algo mucho más profundo que los intereses comerciales o políticos de las grandes potencias se ventila en Levante. Un odio milenario. Israel es un pecado de origen en tierra árabe, un cuerpo extraño con el que la convivencia y la comunicación son imposibles, un tumor que hay que extirpar, un objetivo digno para una guerra santa. Ante esa situación hay judíos que deciden olvidar el derecho y hasta la política y confiar en la fuerza. A la vista de las últimas elecciones, constituyen la mayoría.
En términos generales, el libro es más una reflexión personal que un reportaje objetivo. La normalidad que advierte Bellow es probablemente más normal de lo que él piensa. El infierno es quizá distinto para Dante que para sus habitantes. El desencuentro de Israel con los Estados Unidos parece más remoto de lo que Bellow sugiere, aunque las cosas pueden cambiar con la mezcla detonante Carter-Beguin. En cambio, su preocupación por la opinión pública internacional está enteramente justificada: si, como es verdad, el problema en Levante no debe prestarse a tratamientos maniqueos, deben ser los mismos israelíes y sus líderes políticos e intelectuales quienes defiendan con imaginación sus tesis, pero esos líderes, son, precisamente, los que faltan.
Bellow no puede ser –ni, en el fondo, lo pretende– enteramente imparcial con respecto al problema palestino e Israel. Todo judío que enfrenta el asunto debería explicar de antemano que está en su derecho de ver la “parte” que le corresponde de ese “todo” sin pretender que ese “todo” sea su “parte”. Si Israel fue la única salvación para una porción fundamental de un pueblo que encaraba su extinción, el mal que resultó de esa salvación tiene que ser considerado menor por los sobrevivientes. Los judíos defienden su derecho histórico sobre esas tierras y su derecho moral como una suerte de mínima compensación que el mundo cristiano les debía luego de milenios de persecución y del Holocausto. Los árabes, por su parte, o los palestinos en su caso, se niegan a pagar los platos rotos de un desastre que ellos efectivamente no causaron. Aquí la historia y la moral son incompatibles y lo único sensato es estar consciente de los propios supuestos y prejuicios, considerar la realidad como se presenta de hecho y maniobrarla del modo menos inconveniente para ambas fracciones.
La mirada de Bellow no puede ser imparcial porque es la de un judío europeo que no ha olvidado la otra historia judía de este sigo, la de aquel otro cuerpo extraño dentro de Europa que fue extirpado por entero. La memoria de aquel pasado ilumina ciertas configuraciones del presente. Por momentos, Bellow sugiere, aunque no los expresa, pensamientos terribles: acaso Israel no sea sino un espejismo, una construcción febril y efímera que los judíos intentaron oponer a la muerte, como aquel millón de árboles plantados para rescatar simbólicamente al millón de niños sacrificados por Hitler. El pasado resurge cuando el presente lo convoca. La historia se agolpa y vuelve y resta realidad a lo que parecía firme y definitivo. Bellow se equivoca cuando habla del odio milenario entre árabes y judíos. Es obvio que, en la historia, el antisemitismo no fue árabe sino cien por ciento cristiano. Pero a esto lo llevan sus temores. Israel puede ser –en la conciencia desgarrada de un judío europeo– sólo un segundo en la otra contabilidad que es la que cuenta: el último y definitivo campo de concentración.
To Jerusalem and back termina por ser un libro desolado. ¿Cómo es posible que una causa tan noble como la fundación de un estado judío haya engendrado tanto conflicto y dolor? Luego de la Segunda Guerra Mundial, Israel merecía ser la sociedad utópica soñada por los primeros sionistas. Pero la historia no retribuye ni compensa: juega. Bellow ha tratado de iluminar la realidad y ha encontrado sólo paradojas y oscuridad: de allí su pesimismo. Ante la incomprensión que es el signo actual en Levante, los temores de Bellow no parecen una obsesión personal sino un augurio justificado.
La mirada se funde con la realidad. Uno se explica la actitud de tantos científicos israelíes que han optado por el retorno a la religión y por dejar una responsabilidad que los hombres no pueden o saben asumir, en un responsable anterior. En Dios. ~
Publicado originalmente en Vuelta, núm. 8, julio de 1977.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.