Ilustración: Letras Libres / dall e

Desde las americanas

La vida de escritoras como Teresa de la Parra y Gabriela Mistral muestra que no hay americanidad sin apetito de cambio social y sin el quiebre de quienes no se conformaron con el pasado.
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Tercera entrega de la serie Buscando América.


La escritora venezolana Teresa de la Parra (1889-1936) fue autora de Influencia de las mujeres en la formación del alma americana, serie de conferencias impartidas en Colombia en 1930. En estas, la también autora de las estupendas Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924) y Memorias de Mamá Blanca (1929) destacaba nuestro rol en la colonia y la república, hasta llegar a sus contemporáneas, como la chilena Gabriela Mistral (1889-1957).

Su lectura desde el presente podría dar lugar a dos abordajes. Uno, el decolonial, desde el que la narradora quedaría francamente mal parada al afirmar la raíz hispana de este continente y los excesos y mentiras de la llamada leyenda negra de la conquista española. Según Parra, las innegables crueldades cometidas durante la colonia son parte intrínseca de todas las invasiones imperiales desde que se registran estos procesos históricos; por lo tanto, no tiene mayor sentido maldecir a España –para colmo, en español–, y es preferible la ponderación sensata de su presencia en las excolonias.

El otro abordaje es el feminista, el aprecio al ejercicio genealógico que lleva a cabo, en el que destaca la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, expresión cimera de la colonia; también el rol de las mujeres de origen indígena que obraron el mestizaje, el de las madres y esposas detrás de las celosías, el de las mujeres “modernas” practicantes de un feminismo moderado.

Desde luego, el valor que se le conceda a las conferencias en cuanto documento de emancipación depende de la perspectiva. Parra era aristocráticamente discreta respecto a los alcances del feminismo; de hecho, su desprecio a la política la empuja a afirmar una tontería mayor, incluso para su época: agradecer a los hombres que se ocuparan de tan vulgares asuntos públicos. En su descargo, la actitud despectiva hacia la democracia no era privativa de Parra, sino parte de los debates públicos de las primeras décadas del siglo XX. Lógicamente, este feminismo de princesa, complaciente con los varones admiradores de su belleza y talento, la ayudó a sobrevivir: no hay que olvidar que renunció a casarse y convivió con mujeres, detalle biográfico que todavía causa incomodidad en la puritana y socialista Venezuela. Una lectura actual de su feminismo causa irritación o, en mi caso, solidaridad: fue una mujer revolucionaria que le abrió paso a sus sucesoras en el futuro, ni más pero tampoco menos. Además, sus novelas siguen siendo monumentos de escritura.

La América de las mujeres no permitía hace casi un siglo mayores aspavientos, ni siquiera en el caso del socialismo cristiano e indigenista de Mistral, cuyo Nobel de Literatura se ha considerado, en repetidas ocasiones, inmerecido. La madre virginal, su rol público, escondía una situación semejante al caso de Parra, lo cual le ha concedido cierta popularidad dentro de la generación emergente de la crítica académica, seguramente poco interesada en sus textos poéticos pero sí en su singular lugar en el campo literario: la lesbiana enclosetada que se convierte en la imagen materna de una nación. Autodidacta, maestra y diplomática, Mistral fue un caso extraordinario de ascenso social por vía de los libros, una gran conocedora de la lengua y, sobre todo, un ejemplo de lo que cabía esperar de la modernidad. Mistral, virginal, campesina, andina y maestra de escuela, encarnaba mucho mejor que Parra la salida de la mujer al espacio público como emblema de la patria mestiza que se reconocía en apetito de justicia.

La primera mitad del siglo XX estableció la fama de las escuelas normales, semillero de maestros y maestras. Solo hay que conocer la sede monumental de la Benemérita Escuela Normal en la Ciudad de México, de dimensiones escultóricas y arquitectónicas épicas, para caer en cuenta de lo que se esperaba de la figura de los normalistas, protagonistas de la redención de la América mestiza. Desde luego, las mujeres tenían un papel ajeno a las escuelas de Medicina o Ingeniería, el de la madre sustituta compatible con su rol tradicional, pero la proyección social de esta labor redefinió el lugar del género femenino en el espacio público. La dama aristocrática o burguesa dedicada a la escritura o al arte, la engañosa imagen pública de Parra, la brasileña Clarice Lispector y la argentina Victoria Ocampo, perfilaba el alcance arquetípico de las consideradas mujeres bellas, dedicadas a labores de hombres, y escondía otra cosa: la americanidad es modernidad pura, es ruptura con la tradición, es urbe, es cultura popular y masiva. No hay americanidad, latinoamericanidad, iberoamericanidad, sin nuestro apetito radical de cambio social, tan contemporáneo, y sin el quiebre de quienes no se conformaron con el pasado.

La mujer que circula en los subterráneos, la universitaria, la comerciante informal, la estudiante de parasistema, la que levanta mal o bien sola a los hijos, la marchanta del tianguis, la dueña del pequeño negocio, es la americana de cualquiera de las Américas, las americanas de todos los signos políticos. También esas curiosas mujeres evangélicas, de diverso origen étnico y social, algunas de las cuales se lanzan a cargos públicos para defender el lugar de la familia y de la más rancia tradición, como el caso de la diputada peruana Milagros Aguayo, forman parte de la América jalonada entre sus telarañosos conservadurismos y victimizantes progresismos.

La América de las mujeres no es exactamente la de la argentina Rita Segato –una mujer admirable e inteligentísima a la que hay que leer–, que plantea una historia comunitaria pasada que podría reiniciarse en el presente como si lo ocurrido en quinientos años fuese un gigantesco error al que hay que remediar. Sin duda, construir el tejido comunitario para prevenir y manejar la violencia, tal como propone Segato, es una idea sensata, aunque ella misma reconoce que el pasado precolonial tenía sentido de pertenencia colectiva pero era sin duda patriarcal. Las (hispano-latino-indo-latino-afro-europeo) americanas requerimos de genealogías que nos digan algo en el presente, no de ciertas hipótesis sobre los tiempos precoloniales, que llegan al punto tan absurdo, como bien señala Segato, de negar que existían roles de género antes de la llegada de los conquistadores.

Idealizar el pasado con fines políticos es discutible pero comprensible; hacerlo con fines académicos significa un engaño y alimenta el apetito de irrealizables que ha convertido a la región en una que no es demasiado relevante ante el planeta. A nuestra sujeción histórica, las mujeres no debemos agregar el idealismo sin aterrizaje político, sino un feminismo inclusivo, plural, con la razón de columna vertebral y la emoción al circular entre las multitudes. ¿Abya Yala? No, América, la que habla en español, en portugués y en lenguas indígenas, a veces con el inglés de segunda e inevitable lengua. ¿El Caribe? También. ~

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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