Frecuenté a Enrique de Hériz en un momento complicado: primero le estaba costando escribir una larga novela, luego estaba teniendo un gran éxito con ella. En el año 2000, había abandonado una muy prometedora carrera como editor, cuando era ya director de Ediciones B, para poder dedicarse a escribir con más tranquilidad. Mientras simultaneaba ambas cosas (anteriormente había publicado otras dos novelas, El día menos pensado e Historia del desorden, ahora recuperadas por Edhasa) en alguna ocasión se había quedado dormido escribiendo, me contó, y había amanecido con la cara sobre el teclado del ordenador. Pero dejar una carrera sólida por la escritura “no fue una elección difícil”, decía en la crónica de El País de la presentación de Mentira, la novela que le costó escribir y con la que luego tuvo éxito. “Sabía que era escritor y que lo de trabajar de editor era circunstancial.”
Mentira empezó a funcionar enseguida. Aparecida en enero de 2004, en junio recibió por ella el premio Llibreter del año, vendió decenas de miles de ejemplares y pronto empezaron a venderse sus derechos de traducción a otras lenguas. En el proceso, De Hériz se comportó con una amable indiferencia, ligeramente sorprendido pero siempre pegado al suelo. Incluso se lamentó de que una editorial de Alemania, que aspiraba a repetir el éxito que en ese momento estaba teniendo allí La sombra del viento, le hubiera pagado demasiado por publicar la novela. “Si te pagan mucho y no cumples las expectativas, luego es más difícil que publiquen tus siguientes libros”, me dijo, dejando claro que su dedicación a la edición podía haber sido circunstancial, pero que entendía perfectamente el oficio.
De Hériz reía con frecuencia, cocinaba para los amigos, le gustaban las novelas de John Irving y Margaret Atwood y el jazz y parecía un hombre seguro de sí mismo pero sin ninguna clase de arrogancia. Para mí -que me acababa de mudar a Barcelona desde Granollers y trabajaba en la industria editorial haciendo trabajos de poca monta- era un ejemplar inmejorable de la élite literaria barcelonesa. Tenía todas sus virtudes: la pasión por los libros, una conexión muy catalana con el mar, un talento para, sin darse importancia, contar historias que había vivido con gente famosa y buen olfato para los restaurantes de barrio. Pero ninguno de sus defectos: no tenía nada de elitista, no era en absoluto presuntuoso ni competitivo y, al menos por lo que se podía percibir, nunca le interesó ninguna forma de vida que no fuera la de la clase media.
Pero mi trato con él duró poco y ni siquiera fue profundo. Durante los cuatro o cinco años que lo vi con frecuencia, casi siempre lo hice en presencia de Juan Gabriel Vásquez, el amigo común que nos presentó, y nunca fuimos amigos íntimos. Yo me marché en 2006 a Madrid para trabajar en Letras Libres y colaboró en la revista varias veces: una de ellas, contando como después del éxito de Mentira renunció por un tiempo a escribir su siguiente novela porque se obsesionó con la traducción al español de Julio Cortázar de Robinson Crusoe: por casualidad, descubrió que estaba llena de omisiones y recortes, y casi no pudo evitar, contaba, traducir el libro al completo por primera vez a nuestra lengua.
También participó en una de las más bonitas series de la revista: los números especiales que esta ha publicado en varios meses de agosto sobre los veranos de infancia, de adolescencia y de juventud, donde algunos de los mejores escritores jóvenes de España -él siempre fue el mayor- rememoraban sus vacaciones y reflexionaban así sobre su evolución personal y la del país. Intercambiábamos correos esporádicos. Contaba cómo crecía su hija y nacía su hijo. Ambos estábamos preocupados de maneras distintas pero afines por el procés. Vino un par de veces a Madrid y cenamos. Después del éxito de Mentira publicó su siguiente novela en la misma editorial relativamente pequeña, Edhasa, lo que dice mucho de él. Escribía viejas y sólidas reseñas de libros en El Periódico de Cataluña. La última vez que nos escribimos me reprochó cariñosamente que en mi lista de libros preferidos del año 2017 no hubiera ninguna novela. Le dije que ya apenas leía novelas. Eso me lo reprochó un poco más asertivamente.
Cuando el jueves 15 de marzo tuve noticia de su muerte me sorprendió lo mucho que me dolió. A fin de cuentas, nuestra amistad había sido esporádica y, durante una década, distante. Mi mujer, que solo le vio un par de veces, me dijo que no le sorprendía en absoluto: “De casi nadie me has hablado tan bien, tantas veces, durante diez años, como de Enrique de Hériz. Quizá no te dabas cuenta, pero le admirabas de verdad”, me dijo. Y era cierto: yo le frecuenté siendo un veinteañero despistado y él un novelista de éxito creciente y un profesional sólido, y aprendí de él lo mejor: lo que se aprende de alguien que no tiene ninguna intención de educarte, sino que se comporta de manera decente, humilde y resuelta y tú tienes la suerte de verlo de cerca.
(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).