El premio Cervantes ha sido otorgado este año al poeta venezolano Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930). Mantiene así su obra un prolongado reconocimiento que se iniciara en su país con el premio Nacional de Literatura y continuó con otras altas distinciones concedidas en México y España. Cadenas ha sido traducido a varios idiomas y es considerado como expresión imprescindible, de gran calidad, en el ámbito de la lengua castellana.
En uno de sus libros recientes, Sobre abierto, dice:“Los ojos / nunca son insolventes. / Miran / reciben / abandonan. / Solo para ellos / el día / llega / por primera vez.” En esta diafanidad conceptual y expresiva se guarda una de las actitudes más profundas de su poesía y de su actitud en la vida.
Su obra toda traza un arco deslumbrante de imágenes calculadas y sensuales; de exploraciones desnudas sobre el incesante acto de vivir y las hondas formas del vivir. En ella la independencia intelectual del poeta es como un peligroso asomo al mundo, sin sostén. Cultura, tradiciones, novedades parecen no existir ante la voz poderosa que descubre, escribe, devuelve la realidad a su impensable intensidad. Y esos versos, porque lo son, sacuden las apoyaturas previsibles para buscar ritmos ignorados, complejos o simples, que se aproximan con audacia a la prosa común. En sus libros Falsas maniobras (1966), Memorial e Intemperie (ambos de 1977), y Gestiones (1992), aquel arco alcanza máxima plenitud.
Simultáneamente y siempre, Cadenas ha elaborado aforismos, ensayos, estudios muy personales (otra vez me refiero a su sintaxis y a su autonomía de pensamiento), aunque el eco de enseñanzas orientales acuda a ellos en algunas zonas.
Había coincidido con Rafael Cadenas en algunos pasillos de la Universidad Central de Venezuela a comienzo de los años 60. Lo admiraba por haber leído Los cuadernos del destierro y porque los camaradas de la juventud comunista me prohibieron seguir con ese libro. Al aparecer Falsas maniobras, me quedé con la poesía de Cadenas.
Pero solo en el inicio de los 70 intenté un acercamiento mayor a su persona. Encuentro estas notas en mis cuadernos de esa época:
Enero: 27: El sábado 21 y ayer, largas conversaciones con Rafael Cadenas. Por azar elegimos un Café de Los Palos Grandes. Aún no puedo discernir el ritual que se esconde tras estas conversaciones, tal vez el de escribir un texto aceptable sobre él y su poesía.
29: Lo que parecía un acercamiento intelectual a Cadenas se convierte en otra ruta humana que aún desconozco. Veo en su manera de ser el respeto por algo que debe ser lo humano y un rechazo a lo demás: actos y pensamientos “condicionados”.
Como resultado de todo esto fue publicado, gracias a la decisión de otros jóvenes amigos de Cantaura, Luis Arriojas y Rafael Rodríguez, el primer libro sobre la poesía de Cadenas (Lectura transitoria), al cual Guillermo Sucre consideraría “una magnífica introducción a esta primera poesía de Cadenas” (en La máscara, la transparencia).
“Yo descendía de un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor”: la frase inicial de Los cuadernos del destierro (1960) aturde visualmente, nadie evita revisarla porque el ritmo y la vaga presencia de los comedores de serpientes surgen juntos en una densa proposición sensorial. Pero esa relectura dejará en penumbras (por un extraño fenómeno de excesiva presencia) el elemento desencadenante de la tensión óptica y conceptual, tópico que abarcará todo el libro.
Dijo de él Juan Liscano: “Falsas maniobras (1966). Con ese título lo dice todo: las equivocaciones, las alucinaciones, la victoria momentánea de las palabras sobre la verdad del ser posible […] Se enfrenta con el otro, la imago, en un forcejeo lúcido y al mismo tiempo desesperado. Fulgura por momentos la evidencia. Se reconstruye el engaño. Cadenas, en este libro, es el monstruo, el ser desollado, desnudo, despojado, expuesto al público que pide pan y circo, es la convergencia de sí hacia sí mismo…”. También en Falsas maniobras aparece uno de los poemas de amor (o de su ausencia) más extraordinarios de la lengua castellana: “te llamas hoja húmeda, noche de apartamento solo, visicitud […] pero tu nombre es / lecho, lavamanos, dentífrico, café, primer cigarrillo, / luego sol de taxis, acacia, también te llamas acacia y six pi em –em– o half past six o seven /, cerveza y Shakespeare / y vuelves a llamarte hoja húmeda…”
Aunque escritos en diferentes periodos, Intemperie y Memorial aparecieron el año 1977. Y si en aquel el Ars poetica surge como detalle (“Que cada palabra lleve lo que dice […] No he de proferir adornada falsedad…”), Memorial es por completo el desarrollo de una teoría poética, filtrada a lo largo del libro.
Son notables sus traducciones en El taller de al lado (Whitman, Segalen, Graves, Robert Creely, Lawrence, Pessoa, Nijinsky, Staff, Tadeusz Rozewicz, textos Zen, etc.) y sus observaciones sobre el lenguaje (Realidad y literatura, En torno al lenguaje) y acerca de la mística de San Juan de la Cruz.
Cadenas es un notable ensayista, de prosa nítida e impecable. Los textos que acabo de nombrar así lo demuestran. Precisamente de su trabajo sobre San Juan de la Cruz extraigo este fragmento, que no solo es índice de su claridad sino también de una de sus memorables consideraciones: “La separación entre naturaleza y cultura nos mete en dificultades de las cuales es difícil salir. Pero hay un hilo: ver la obra humana como continuación de la naturaleza, como naturaleza en otra forma”.
Asimismo, después de su ensayo Realidad y literatura publicó Anotaciones. Y desde entonces ha continuado con la práctica del aforismo. En esto no ha estado solo entre nosotros. Así como los pobladores originales de América habían creado cosmogonías, leyendas y cantos, también debieron poseer consejos rápidos y refranes para uso cotidiano. ¿Cuántas de esas expresiones tenían equivalencias en las del lenguaje traído por los españoles? Y a la vez, ¿cómo el refranero africano se integró después con el de indígenas y españoles?
El caldo oral para el cultivo –¿inconsciente?– de las sentencias, los adagios y los axiomas estaba preparado entre nosotros. A fines de 1700, el fraile Juan Antonio Navarrete podía anotar: “Las edades del hombre son tantas, cuantas se ven en las plumas de los escritores.”
Y un siglo más tarde, Simón Rodríguez: “¿Cuál es la causa de las revoluciones, sino la ignorancia?.” Y en el siglo XX, Jesús Semprúm: “No era su ingenio de los que se vacían en máximas, pues gustaba de la contradicción.” Y José Antonio Ramos Sucre: “La democracia es la aristocracia de la capacidad.”
Ellos y muchos más, aforistas precursores de Rafael Cadenas; o, como en la actualidad, otros que son sus contemporáneos. Cito dos frases elocuentes de Cadenas. Primera: “Los poetas no convencen. Tampoco vencen. Su papel es otro: ser contraste.” Segunda: “Solo en un sitio puede ser derrotada una sociedad: en el pecho de cada hombre.”
No existe autor aislado; la extensión de la escritura comprende todos los tiempos y todos los lugares. Aunque un escritor ignore esos vínculos, su obra es inexorablemente una ramificación textual. Se mueve al compás de preferencias muy personales, pero ellas provienen de un depósito común. Dicho de otra manera, cada autor es envuelto por una galaxia de sonidos que lo determina, y a la cual él añadirá su escritura. No es posible surgir en ella sino desde ella. Él se enriquece y él la enriquece. No hay duda de que el vínculo primordial de Cadenas con la poesía venezolana fue la obra de José Antonio Ramos Sucre.
Formado en su ciudad natal con el eco del modernismo, atento al rugir del criollismo y, seguramente, receptivo a algunos clásicos españoles, para Cadenas el poema en prosa de Ramos Sucre debió de ser una rica señal de la contemporaneidad en Caracas. Esto y el tránsito por idiomas, clásicos y actuales, son fronteras a las cuales se acercará.Pero ni Ramos Sucre ni Cadenas eran autónomos: tras ellos respira la invocación del tarén (forma narrativa y melódica, invocación milenaria de los indios pemón); circula el imaginerío de los cronistas y viajeros coloniales, españoles, ingleses, italianos; las audacias y experimentos escritos de fray Juan Antonio Navarrete en el XVIII (“lujuria espiritual, noticias infusas, fuga de criaturas”); la intuición de una monja (María Josefa del Castillo: “y en cada instante que vivo / un siglo forma el deseo”), el magnífico tejido reticular de Andrés Bello y luego, los autores del siglo XX.
A la vez, desde Cadenas, hoy vibra un cuerpo escrito de la Venezuela actual que abarca nombres de ensayistas como Francisco Javier Pérez, María Fernanda Palacios, Carlos Sandoval; de poetas como Carmen Verde, María Auxiliadora Ramírez, Yolanda Pantin, Santos López, Alejandro Oliveros; y narradores como Juan Carlos Méndez Guédez, Silda Cordoliani, Juan Carlos Chirinos, Ana Teresa Torres, Oscar Marcano, Ángel Gustavo Infante, Antonio López Ortega, etc.
No existe autor aislado, aunque sí su excepcional concreción.