He oído a muchas personas decir que este mes se cumple el centenario de “Muerte sin fin”. Sobran razones para el equívoco. A mí me gusta pensar que el poeta, satisfecho, desapareció tras la tapia de sus propias metáforas cruzadas. La imagen le hubiera gustado. En 1928, desde Londres, le escribe a Carlos Pellicer: “Quédate en Europa hasta febrero del 929, que es hasta cuando estaré yo por aquí. Llegaremos juntos a México, y yo esconderé mi lamentable fracaso dentro de tu atmósfera de gloria. Nadie notará entonces que también he llegado yo, y eso es precisamente lo que quiero, no llegar llegando”. Era un periodo de sequía para José Gorostiza, aunque en Londres florecía la primavera. Pepe lo dice mejor que yo en la misma carta: “No leo. No escribo. Londres me tiene completamente apendejado”.
Faltaban once años para la publicación de “Muerte sin fin” y Gorostiza iniciaba apenas la que sería una larga y fructífera carrera diplomática. Pero el poema ya se gestaba. Algunos afirman que se comenzó a escribir justamente alrededor de esas fechas, aunque el propio poeta dijo en una entrevista que su escritura le llevó un año. Pero se gestaba, al menos, con el “arduo cultivo del mundo interior” característico de Gorostiza, quien hacia afuera ofrecía una imagen pausada y silenciosa de sí, pero hacia adentro albergaba una febril maquinaria intelectual.
Producto de ese esfuerzo racional, pero tocado por un soplo delirante que podemos encontrar en todo gran poema, “Muerte sin fin” ha demostrado ser, además de inagotable, un poema agotador. Es decir un poema que vacía, que extrae —para apoyarme en el diccionario— “todo el líquido que hay en una capacidad cualquiera”. Esto en muchos sentidos: la vuelta a las fuentes, clímax del poema, “cuando los seres todos se repliegan/ hacia el sopor primero”, “cuando la aguda alondra se deslíe/ en el agua del alba”, es una forma del vaciamiento, de una succión centrípeta que desemboca en la nada, donde llora el espíritu de Dios: todo, hasta la misma muerte, se ha agotado. En el clímax habita el climaterio. Por otro lado, “Muerte sin fin” agotó un camino: la alucinante letanía de su cadencia, su densidad conceptual, su prolongado y tenso aliento, su arriesgado asomo a las lindes de la nada y su perfecta arquitectura acabaron con una ruta. Gorostiza escribió un poema que se abre al infinito y que al mismo tiempo es una tapia. Después de él se antoja un haikú, o mejor: una siesta merecida, pues “Muerte sin fin” también es agotador, y sanamente, en un sentido lato. Pero esto ya lo dijo Paz, y me pregunto si no ha sido un error que me haya puesto a pasear, aunque tan brevemente, por las ya muy transitadas callejuelas del poema. Lo que no debo dejar de decir es que el poeta, que hoy cumpliría cien años, nos ha dejado una música y un entusiasmo inagotables: placer para los sentidos, gimnasia para el cerebro. –
(ciudad de México, 1969) es poeta. Es autor, entre otros títulos, de 'Bipolar' (Pre-Textos, 2008), 'Pitecántropo' (Almadía, 2009) y 'Ex profeso' (Taller Ditoria, 2010).