“Creo que uno sólo puede enseñar el amor de algo. Yo he enseñado, no literatura inglesa, sino el amor a esa literatura”.
Jorge Luis Borges
Mi paso por la Sorbona fue un fiasco. Cursé la carrera de letras modernas y literatura comparada y me sentí decepcionado. Aunque aquellos años de universidad fueron hasta cierto punto provechosos, me quedó un regusto amargo: todo era ahí demasiado académico, árido y frío. Demasiadas estatuas de mármol, demasiados escritorios de madera y ningún bar donde poder conversar con los compañeros. Las clases no eran estimulantes, los profesores no lograban conectar con los estudiantes, y uno sentía que, cuantas más horas pasaba enfrascado en libros de crítica especializada, más lejos se hallaba de la literatura. Estudiar así no tenía para mí ningún atractivo. A día de hoy, me sigo preguntando, algo entristecido, en qué momento la universidad, desorientada por las cuatro esquinas, decidió anestesiar el placer de leer.
Por esa época, apunté en uno de mis cuadernos esta breve anotación: “Propósito: leer como un escritor”. Yo no me creía escritor, por supuesto, no había escrito casi nada en mi vida, pero entendí que aquella postura –aunque no supiera, por aquel entonces, en qué consistía exactamente– era la que yo quería adoptar frente a la literatura. Y que también me ayudaría a mantener una cierta frescura en la vida. Así que, sin darme cuenta, empecé a recopilar compulsivamente fragmentos de escritores que comentan sus libros favoritos, sus escritores de cabecera. Solía encontrarlos en lugares marginales: correspondencias, diarios, discursos, conferencias o prólogos. Los críticos viven de la crítica; los escritores, por el contrario, tienen la gran ventaja de no estar sujetos a hablar sobre la literatura, si no lo desean. Suelen tomar la palabra en ocasiones contadas, cuando tienen algo valioso que decir, cuando sienten la necesidad. Y, como es sabido, la necesidad es lo único imprescindible para escribir algo verdadero. Empecé, por tanto, a acumular centenares de fragmentos de escritores: Milan Kundera descubre el poder de lo fútil en las novelas de Flaubert; Thomas Wolfe recrimina a Scott Fitzgerald su intolerancia hacia los libros que “hierven y se derraman”; Paul Auster se conmueve por la ternura escondida en los libros de Georges Perec; Foster Wallace reivindica el humor de Kafka y Dostoievski; Natalia Ginzburg observa el cambio de luz en la obra de Calvino; Thomas Bernhard, el huérfano, se tira en los brazos de su padre adoptivo Montaigne; Françoise Sagan comprende con Albertina desaparecida en qué consiste la locura de escribir; Walter Benjamin y W.G. Sebald se asombran ante la transparencia del “yo” kafkiano; García Márquez encuentra su camino literario tras la lectura de La metamorfosis; Virginia Woolf se emociona leyendo Un corazón simple de Flaubert; C.S. Lewis se lamenta que los animales no puedan escribir libros; Marcel Schwob y Juan Marsé releen, ensimismados, La isla del tesoro; el Quijote político de Magris, el Quijote sonámbulo de Bergson, el Quijote campeón de la libertad de Pitol, el Quijote humanista de Le Clézio, etc. Todos estos fragmentos eran para mí momentos raros en los que, de pronto, un relámpago ilumina el cielo. Ahí encontré la verdadera universidad, en la crítica de los propios escritores.
Durante años continué la rutina de compilar textos, hasta que un buen día me topé, por azar, con un escritor que había construido una reflexión en torno al tema que me preocupaba, es decir, la diferencia entre la crítica académica y la crítica de los escritores. Ese escritor es Ricardo Piglia. Recuerdo la revelación que supuso para mí la lectura de una entrevista en la que este formulaba, con claridad y en pocas palabras, todo lo que yo había intuido, pero que no había conseguido expresarme a mí mismo. Casi me caigo de la cama. Esa mezcla de escritor, crítico y profesor se había propuesto la tarea de “sacar a la lectura del árido desierto de la crítica académica” y buscaba “a ese lector de narrativa que está interesado por la discusión sobre la literatura”.
Piglia destaca algunas características propias de la crítica de los escritores. Primero, su carácter marginal y periférico: “son intervenciones puntuales que tienen efectos de iluminación notables”. Segundo, es una crítica muy clara que tiene la virtud de ser muy coloquial y fluida, sin jerga técnica. Tercero, los escritores están más interesados por la construcción que por la interpretación de las obras, es decir, “están más preocupados por cómo está hecho un libro antes que por lo que significa”. Piglia observa que los críticos suelen abordar la literatura desde saberes exteriores (la lingüística, el psicoanálisis, la sociología, el marxismo etc.), mientras que los escritores parten de la propia literatura y la utilizan como laboratorio. Por último, la crítica que hace un escritor es siempre estratégica y partidista: un escritor reelabora la historia de la literatura a su imagen y semejanza, construyendo redes propias y enfrentamientos, para reivindicar su propia poética. Al fin y al cabo, “cuando un artista habla de otro, siempre habla –por carambola, por desvío– de sí mismo”, escribió Kundera.
La lista de Piglia era casi perfecta. Sin embargo, faltaba en mi opinión una característica que trascendía a todas las demás. O, más bien, estaba implícita en todas ellas. Y es que, cuando uno se sumerge en la crítica de los escritores, le entran ganas de leer. Tan tonto, tan sencillo como eso. Todos los fragmentos que compilé tienen esto en común que vehiculan una gran carga emocional: hacen mella en el lector. En una fascinante conversación en la Casa América de Madrid, Juan Villoro le dijo a Piglia:
“Compartir entusiasmo es para mí una de las zonas de trabajo más difíciles y yo siempre trato de llegar a eso y a veces con demasiado énfasis; y me pregunto: ¿hasta dónde el ensayo permite la emoción narrativa? Llegar –digamos– no solo al entendimiento, a deconstruir al otro autor, a explicarlo, a crear una zona de sentido, sino a generar la emoción de haberlo leído, es decir la lámpara encendida en la lectura, esa imagen casi fundacional. O sea, ¿en qué momento, de pronto, podemos lograr ese resplandor de una emoción de leer al otro?”
La crítica académica se olvidó de lo más importante. Cualquier texto de crítica debería, en última instancia, generar en el lector el deseo irrefrenable de enfrascarse de nuevo en el libro comentado. Y eso se logra, solo y únicamente, si el crítico es capaz de compartir un entusiasmo, transmitir la emoción que sintió al leer. Basta con recorrer algunas páginas de El telón de Milan Kundera para darse cuenta de lo emocionante que puede llegar a ser un ensayo. Ese es, precisamente, el tipo de libro que debería ser obligatorio en primer año de Letras: después de su lectura, los estudiantes saldrían disparados a hacerse con el Quijote, La educación sentimental o El castillo, para devorarlos de cabo a rabo. Ya lo sentenció Virginia Woolf: “La emoción tiene prioridad sobre todo lo demás”. De eso se olvidó la crítica académica.
Kim Nguyen Baraldi (Bruselas, 1985) es ensayista. Edita el blog Calle del Orco y es autor de Por qué Georges Perec (La uÑa RoTa, 2024)