Frédéric Ducarme, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

La famosa isla desierta

¿Qué libro me llevaría a una isla desierta? Muchos. Cientos. Miles. Y si la balsa se hunde por tanto lastre, que se hunda, porque de poco sirve la vida sin libros.
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En diversas entrevistas los escritores hemos tenido que responder a la pregunta de la isla desierta. ¿Qué libro nos llevaríamos? La respuesta suele estar muy emparentada con nuestro libro predilecto de ese momento, eligiendo de preferencia uno gordo porque, ¿qué pasaría con Pedro Páramo o La metamorfosis luego de tres o veintiocho años en la isla de marras? En cambio Don Quijote, En busca del tiempo perdido, los Ensayos de Montaigne, la Biblia, el Ulises de Joyce, la Ilíada, La guerra y la paz, las Historias de Heródoto, y otros libros gordinflones dan para más relectura.

Se responde para salir del paso, porque no es cortés decirle a un periodista que la pregunta es vieja o floja o vulgar o poco interesante. En los tiempos que corren, a pesar de que la respuesta sincera pudiera ser Las mil y una noches o La divina comedia, un escritor puede optar por responder Jane Eyre o El color púrpura.

Es verdad que aún hoy existen islas deshabitadas, pero la fantasía de Robinson Crusoe, que muchos pronuncian Cursoe, parece inaccesible, pues hasta las islas más desoladas del mundo serán visitadas por algún grupo de turistas alemanes que se sienten valerosos y aventureros por tomar un barquito a uno de estos sitios, y saber que pronto volverán a casa a inquietarse por el precio del gas.

Siempre he tenido el sueño de habitar la isla de Venados frente a Mazatlán. Pero tan pronto levantara los primeros palos de mi cabaña me arrestaría un oficial de la ley con la premura y energía que no se aplica a los mimados truhanes que campean al otro lado de la costa.

En las aguas chilenas se encuentra la isla Robinson Crusoe, que hace honor al personaje pero tiene más de mil habitantes. Otra isla llamada Isla Inaccesible no es una isla inaccesible.

Esta última isla se halla a un lado de la de Santa Helena, donde Napoleón pasó sus últimos años. Pero él contaba con una biblioteca de 3,583 libros. Se dice que el emperador gustaba de leer en voz alta y que para eso elegía “uno de nuestros grandes autores, generalmente Corneille, Racine o Moliere” y que “algunos de sus días más felices eran cuando llegaban libros”. También tenía a Voltaire, Beaumarchais y Goethe. Entre sus autores clásicos preferidos estaban Virgilio, Polibio, Tito Livio, Tácito y Julio César. También reunía manuales para aprender inglés, pues tenía la sospecha, los planes o el engaño de que iría a vivir a los Estados Unidos.

Vuelvo a la pregunta. ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta? Empuja a que nos imaginemos como un Robinson Crusoe voluntario, y aunque haya quien compre seguros de vida o meta quinina en el neceser, no creo que existan paranoicos que carguen en su maleta el libro ideal por si ocurre algo que lo deje varado en medio de ninguna parte. Si yo sufriera un accidente al estilo de El señor de las moscas, es muy probable que el destino me pillara con una pésima novela, quizás tan mala como el último premio literario de alguna editorial “de prestigio”. La utilizaría para cocinar mi primera tortuga.

El barco que paró en la isla de Gilligan iba “a dar un paseo de tres horas”. En tal caso es natural no cargar con ningún libro, y lo extraño fue que el profesor llevara algunos.

Además, las pocas islas desiertas que restan en el globo no son bonitos ámbitos caribeños repletos de frutas, alucinógenos y Circes o sirenas libidinosas, sino páramos polares. En tal situación, intercambiaría con gusto un Hermanos Karamazov por un Endurance. El legendario viaje de Shackleton al Polo Sur o por La expedición del Kon-Tiki o por cualquier manual de supervivencia que me diga cómo prender fuego, abrigarme y erigir refugios, así como cazar y cocinar morsas. O un mero instructivo para construir balsas. O algunas páginas de Séneca para morir mejor.

Alguna vez traduje el libro de un aventurero que se construía su cabaña en un remoto paraje de Alaska, solo para poner a prueba su carácter y escapar de su aburrido empleo. Tomé nota de varias lecciones de supervivencia. La única que a veces me viene útil es la de servir el agua de lluvia como si fuese sidra para que se formen burbujas y le den un poco de sabor.

Si a tal isla me llevara un volumen con las obras completas de Shakespeare, no sé si sentiría especial afecto o rechazo por La tempestad. Tampoco sé qué desdoblamientos tendría mi personalidad luego de una década de montar las piezas teatrales siendo yo el único actor y apenas cambiando de máscara a la usanza griega.

Esta semana volví a la ciudad luego de año y medio de habitar en un pueblo remoto que bien puede equipararse a una isla desierta. No tuve que hacer elección. Me fui con todos mis libros y ahora vuelvo con aun más libros empacados en tantas cajas que me quedó la espalda como Cuasimodo. Cargo con todos mis libros sin tener que tomar decisiones de Sofía ni de sofía. Santo Tomás nunca habrá de tenerme miedo por aquello de hominem unius libri timeo.

¿Qué libro me llevaría a una isla desierta? Muchos. Cientos. Miles. Y si la balsa se hunde por tanto lastre, que se hunda, porque de poco sirve la vida sin libros.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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