Tuve la oportunidad, a modo de bomberazo, de presentar hace unas semanas mi novela en la Feria Internacional del Libro del Estado de México (FILEM). Solo que, como fue edición virtual, tuve que hacerlo en el Auditorio Juan Rulfo, que es el nombre oficial, al parecer, de la sala de la casa de mis padres. A media presentación, la señal de internet se vino abajo, así que tuve que esperar unos minutos para volver y el ritmo de la plática se perdió un poco.
Pero terminó la hora y no hubo más. Fue una plática seria entre dos personas que veían una pantalla. Sin sabor, ni siquiera una voz que, más que una pregunta, tuviera un comentario. Entre eso y el video en YouTube de cualquier programa cultural no hubo ninguna diferencia.
Como resultado de la realidad pandémica, esta formato se ha impuesto en los eventos literarios que se han llevado a cabo en el país después de la Feria del Libro de Minería, a mediados de febrero. Gran número de ferias, tianguis y ventas de libros tuvieron que tomar uno de dos caminos: cancelar o hacerse virtuales. El primero afectó mercados como el de Chiapas, al impedir la FIL UNACH; complicó el fortalecimiento de propuestas interesantes, como la Feria Nacional del Libro Benito Juárez y la Feria Universitaria del Libro UJED; o cortó la continuidad de eventos de amplia trayectoria, como la FIL IPN y la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (FILIJ), probablemente el evento del libro más bello del año.
El segundo camino, el de las presentaciones en pantallas y las compras en línea, es el que han tomado las ferias de Chihuahua, Monterrey –que se rehúsa a perder fuerza– o la del Zócalo, tan apreciada por el actual FCE y la Brigada para Leer en Libertad. Por ahí decidieron andar, también, los dos eventos editoriales más relevantes del semestre en el país: la FIL de Oaxaca y la de Guadalajara.
La primera es, tal vez, la feria más esperada por los escritores. Los espacios son amenos, la ciudad es hermosa y la gente de Almadía sabe dónde puede tomarse el mejor mezcal. La segunda, por otro lado, es la más grande del mercado literario hispanohablante. Editores, traductores, agentes y corporativos buscan estar ahí. Las conferencias y presentaciones –cientos de ellas– suelen estar encabezadas por autores de best sellers, premios Nobel o actores, cantantes, influencers, periodistas y youtubers famosos. Y, claro, cada seis años, el conjunto de candidatos a la presidencia que presenta su proyecto de nación.
¿Qué atractivo puede tener este año? ¿Cuál es el incentivo para formar parte de una feria del libro si, salvo muy contadas excepciones, los autores mexicanos no viven de lo que publican y ya no pueden ir por tlayudas? ¿Para qué estos harían que la editorial pague –o, a veces, pagarían– 260 dólares por un espacio en Guadalajara si, como diría Rafael Villegas, no podrán sentirse importantes con su gafetito en el cuello?
Para la mayoría de quienes escriben, estos son momentos de fama. Las presentaciones en ferias son la oportunidad de compartir cartel con otros nombres consagrados. Sin embargo, lo que realmente vale la pena ocurre lejos de las mesas y los identificadores. Es en las comidas, las cenas, los tragos después de un día de eventos donde sucede lo importante. Ahí nacen los proyectos conjuntos, se dialogan ideas, se entablan relaciones y amistades que impulsarán la escritura (porque la creación literaria es un trabajo más colectivo de lo que la imagen romántica del autor hace pensar).
Así se acuerdan, también, las publicaciones venideras de las editoriales. Es entre platos que los editores pueden encontrar la nueva insignia de su sello. Y lo saben, así que siempre están preparados, con el vaso a medio llenar, para encontrar una propuesta interesante.
Esos actores del libro, que gozan de las luces de las ferias, son los menos afectados. Los que recibieron los golpes serios son los vendedores de piso. Los que cargan las cajas, acomodan los estantes, entregan los ejemplares, llevan las cuentas, pagan por los robos; esos que dependen de las comisiones para hacer aceptables los 1,900 pesos quincenales
((Ese es el sueldo que ofrecía, al 24 de noviembre del 2020, una importante cadena de librerías.
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son los verdaderamente afectados por el formato virtual. A esa lista de víctimas de daños colaterales se suman los transportistas, hoteleros, restauranteros y empleados de limpieza y logística –esos stands no se ponen solos– que ven en los eventos literarios un impulso a sus finanzas.
Quienes también resultan perjudicados son los lectores. Porque, por ejemplo, ¿con qué ganas van a sentarse los niños a escuchar a un cuentacuentos frente a la misma pantalla que, ahora, relacionan con la escuela? ¿Cuál es el sentido de un promotor de lectura infantil cuando los booktubers y booktokers ya tienen dominado el espacio digital? ¿Cuál es el propósito de hacer un Festival de Literatura Infantil, si los lectores a los que va dirigido no pueden escuchar las voces cautivantes de las narradoras ni –el horror– tocar los libros y correr por ellos?
Eso último, me parece, es el verdadero inconveniente de las ferias virtuales. Cierto, vuelven accesibles presentaciones complicadas, como la de Mariana Enríquez en Monterrey, la de Las Tesis en Oaxaca, o la de Darío Sztajnszrajber en Chihuahua. Sin embargo, en un mercado editorial que continúa privilegiando el libro físico, la nueva condición de los eventos literarios nulifica lo que me gusta llamar “hallazgo lector”. Este empieza con el andar sin rumbo por los stands llenos de lomos y portadas desconocidas. En algún punto la mirada es cautivada por algo –un título, una portada, un nombre–. Entonces, las manos toman el objeto cubierto de plástico o, si se tiene suerte, entran en contacto con el papel. Al leer las primeras líneas o la cuarta de forros –que, si se mantiene la racha de buena suerte, no tiene una etiqueta encima– ocurre una de dos opciones: o el libro no llama la atención o el hallazgo lector se concreta.
Ese suceso, que necesita de la presencia física, es imposible en las ferias virtuales. En estas es vital saber qué se está buscando o, de lo contrario, resignarse a hacer clic en las flechas que cambian las eternas listas de libros agotados o disponibles. Por ese aspecto me resultan incómodos los eventos literarios actualmente: parecen pensar tanto en quienes viven del libro que olvidan a los lectores, por más que dependan de ellos.
es escritor. En 2019 Textofilia publicó Se abren los caminos, su primera novela.