“La vida existe para tener consciencia de la belleza.” Ese es el mensaje que aparece en una de las pinturas de Guillermo Pérez Villalta que hay expuestas estos días en la galería Fernández Braso de Madrid. Los motivos del cuadro son las letras que componen la frase, y si se quiere descifrarla hay que dedicarle un rato, porque cada una de esas letras sale de una tipografía diferente, y hay que acostumbrarse a sus medidas y adornos antes de poder leerlas de corrido, como frase, y además las letras son muy grandes y cada una de un color diferente, y aparecen superpuestas o entrelazadas con plantas, todo lo cual entorpece la lectura fluida. Así que en un primer vistazo distingues que en el cuadro pone algo, y luego te tienes que quedar un rato mirándolo, repasándolo en el sentido de izquierda a derecha, y de arriba abajo, que sigue nuestra forma de escribir. Por fin puedes leerlo.
Una vez leído, el mensaje llega aún más brillante de lo que era. Ese alegre mensaje ¿nos habría llegado igual de luminoso si nos lo hubiesen dicho sin pintura mediante? ¿Volvería más tarde a nuestra mente si, en lugar de ser el cuadro en sí, fuese su título, y lo hubiésemos leído en la cartela pegada en la pared o en el catálogo? ¿Qué habría elegido pintar el pintor en ese caso? ¿Una figura humana? ¿Un hombre con una túnica paseando por un jardín lleno de flores? ¿Unos niños jugando con un perro? ¿Ruinas iluminadas por un sol naciente? ¿Una mariposa revoloteando encima de una mujer dormida?
Yo he replicado el mensaje nada más empezar a escribir esto. ¿Habría sido mejor guardarlo para el final, como el tesoro al final de un largo camino? En todo caso desencadena un texto diferente. En su cuadro, Pérez Villalta ha jugado a esconder las letras. Su juego nos incluye en la mitología de nuestra cultura; un mensaje así merece un esfuerzo, porque para nosotros el sentido de la vida no se revela sin un esfuerzo por nuestra parte, o sin entrar en un estado alterado, aunque la alteración sea tan modesta como la que nos provoca el tener que concentrarnos para leer una frase de nueve palabras. “Quien abre un libro de cuentos enmarcados aparece en el libro que abre”, empieza uno de los capítulos de La voz del buey, de Carolina Sanín, publicado hace un par de meses, y he ahí otra inclusión por la vía de las letras y de las imágenes. Y también me ha venido ahora a la mente el capítulo de Veo el mundo como una gran sinfonía, de Mireya Hernández, que está impreso como en un espejo, y que al obligarnos a leer con un tipo de atención tan determinada, silabeando, nos transporta a esa época ya difícilmente accesible en la que no leíamos de corrido. Las letras son todavía dibujos, dibujos en transformación. Las letras bailan. El tipo de victoria que alcanzábamos al descifrar las palabras nos provocaba una sensación que ahora tenemos que buscar en la traducción de idiomas que no dominamos, o no sé muy bien dónde. Recuperar esa satisfacción es como recibir un regalo. Lo cierto es que nuestra cultura admite también la entrega gratuita del mensaje, la gracia, el regalo inmerecido e inesperado.
El recuerdo de la época en que no sabíamos leer tan bien como ahora me trae a la mente un tercer libro, publicado en la misma colección que el de Sanín, la que Ampersand publica con el título de Lector&s: Un resplandor inicial, y me acuerdo de él porque ahí Daniel Guebel describe como un maestro de la pintura ese instante fugaz: “…cuando de pronto, las consonantes y vocales comenzaron a agruparse en palabras en cada globo de diálogo, cada escena comenzó a tener un sentido fijo y la sucesión de escenas tomó una lógica narrativa única y propia, anterior a la mía, y un invariable resultado final. Fue una iluminación reveladora y decepcionante, un éxtasis y una amputación”.
Volviendo al cuadro de Guillermo Pérez Villalta, se me ocurre que también el proceso de la pintura puede haber funcionado como una especie de meditación, un trabajo físico, exigente y atento, a lo largo del cual el sentido profundo de la frase va penetrando en el pintor, más allá de las palabras y de los idiomas. O también puede ser una ofrenda como la que representa la aplicación de un pan de oro (en este caso el tiempo dedicado). ¡O un recordatorio, algo que apuntas para que no se te olvide, pero lo haces cantando a la vez, o atándote un cordel al dedo, para asociarlo a algo extraordinario y así asegurarte el recuerdo! Y además de un trabajo exigente y atento, puede ser un poco innecesario (otra vez, porque bastaría con decir el mensaje en voz alta a quien lo quisiera oír, o escribirlo con un bic en un papel), y esto de innecesario es lo mejor y precisamente lo que puede darle más sentido.
¿Y una pintura abordada con ánimo meditativo tendría el mismo efecto si la frase pintada con cuidado y con bellos colores hubiese sido otra? ¿Si nos dijese la clave de la caja fuerte, o tonto el que lo lea, o “la longitud del Golden Gate es de 2.700 metros”?
Quizá después de mucho pintar, puede parecernos que las formas empiezan a bailar, a ser ambiguas, y la alegoría empieza a parecer una pantalla innecesaria. Entonces se prueba a pintar una frase. También a veces, después de mucho escribir, las palabras pueden echarse a bailar en tus narices.