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Fuente: Pixabay

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Viro. Oigo apagarse el radio. Cerrarse la ventana

en altos que da al jardín

de las lilas blancas, abril,

en flor. Una mano

(izquierda) coloca boca

abajo un libro. Entro.

Un bosque de helechos

arborescentes, olor acre,

una ninfa lavándose la

entrepierna en un charco

verdinegro, su reflejo

incluye por detrás a

un centauro viejo

acariciándole las nalgas.

Poco que auscultar. No

sé a ciencia cierta cuál

gime. Solo oigo silencio,

señal de ser mediodía

o las tres de la tarde

(insectos) de un día

(agosto) estival. Todo

en mí se desplaza. No

estoy en Cuba, la

prueba está en la

presencia del helecho

arborescente, y las dos

ardillas que surgieron

de un claro del bosque

o de un charco, una

gris, otra bermeja, nada

de eso hay en Cuba, no

son jutías: ni el ave que

se posa en una copa es

la marbella. Tojosa. La

paloma buchona. Ni la

bijirita. ¿Qué almorcé

ayer? En la jaba traigo

una botella de vino

Sauterne (verificar si

termina en s) (Google

aclara que hay

Sauternes y Sauterne,

se ve que hay dulce

para todos) un bocadillo

de tortilla de papas ajo

cebolla, un tomate por

cierto nada que ver con

los que traía el viandero

de Santos Suárez hacia

1956: las caseras

regateaban de lo lindo,

lindas, yo las miraba

desde la terraza en

altos, y eran bosques

arborescentes los

deseos. Todo se

cumplió. Ayer almorcé

pastel de espinacas,

saké, fruta bomba, y

hablamos tan callando

de la situación económica

y tener que reducir los

gastos. ¿Más? ¿De

dónde? Me viro. Salgo.

Le doy un beso en la

nuca. Cencerros.

Tiorbas. Birimbaos, ah

el lujo de las palabras.

Por detrás la abrazo,

reímos mientras la

voy sobando, ni euforia

ni dejadez, solo esta

risa de consuno

allanando, y el libro

boca arriba, la noticia

del día oída a medias,

a medias la penetración. ~

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