Viro. Oigo apagarse el radio. Cerrarse la ventana
en altos que da al jardín
de las lilas blancas, abril,
en flor. Una mano
(izquierda) coloca boca
abajo un libro. Entro.
Un bosque de helechos
arborescentes, olor acre,
una ninfa lavándose la
entrepierna en un charco
verdinegro, su reflejo
incluye por detrás a
un centauro viejo
acariciándole las nalgas.
Poco que auscultar. No
sé a ciencia cierta cuál
gime. Solo oigo silencio,
señal de ser mediodía
o las tres de la tarde
(insectos) de un día
(agosto) estival. Todo
en mí se desplaza. No
estoy en Cuba, la
prueba está en la
presencia del helecho
arborescente, y las dos
ardillas que surgieron
de un claro del bosque
o de un charco, una
gris, otra bermeja, nada
de eso hay en Cuba, no
son jutías: ni el ave que
se posa en una copa es
la marbella. Tojosa. La
paloma buchona. Ni la
bijirita. ¿Qué almorcé
ayer? En la jaba traigo
una botella de vino
Sauterne (verificar si
termina en s) (Google
aclara que hay
Sauternes y Sauterne,
se ve que hay dulce
para todos) un bocadillo
de tortilla de papas ajo
cebolla, un tomate por
cierto nada que ver con
los que traía el viandero
de Santos Suárez hacia
1956: las caseras
regateaban de lo lindo,
lindas, yo las miraba
desde la terraza en
altos, y eran bosques
arborescentes los
deseos. Todo se
cumplió. Ayer almorcé
pastel de espinacas,
saké, fruta bomba, y
hablamos tan callando
de la situación económica
y tener que reducir los
gastos. ¿Más? ¿De
dónde? Me viro. Salgo.
Le doy un beso en la
nuca. Cencerros.
Tiorbas. Birimbaos, ah
el lujo de las palabras.
Por detrás la abrazo,
reímos mientras la
voy sobando, ni euforia
ni dejadez, solo esta
risa de consuno
allanando, y el libro
boca arriba, la noticia
del día oída a medias,
a medias la penetración. ~