Reina una atmósfera local. Lógico. Si pido un café con hielo me traen ese agitado que llaman glacé, un bebistrajo con una pajita por el que me soplan seis o siete pavos en lugar de los dos euros y medio que me impongo de tope. El truco está en pedir un expreso y por favor muy educadamente aparte sivuplé unos cubitos de hielo frío, helados, grandes. Muchas veces pretenden no entenderme, el hielo para los pezones, se mofan, pero los parisinos lo hacen todo a sabiendas. En la mesa de al lado, una mujer madura de pestañas largas como su pena se aparta el cabello para fumar y trata de espantar una abeja.
Anoche soñé que moría uno de mis seres más queridos. Soñar que alguien muere es entregarle años de vida, esa es la explicación paliativa. En el sueño se me hacía intolerable volver a casa porque ahora allí no iba a estar esa persona, no quería acudir a su ausencia (recuerdo aquel poema de Enrique Lihn: “No es lo mismo estar solo que estar solo en una habitación de la que acabas de salir”), así que me pasaba el sueño en la calle, de picos pardos. Al final cada uno es como es, efectivamente. De niño no me dejaron nunca jugar con pistolas. Entiendo que mi madre quería extirpar de nosotros alguna idea constituyente de los hombres. Tal vez por eso hoy no hay en mí -ni detecto en mis hermanos- el más mínimo rastro de ambición.
Anuncian en L’Officiel des spectacles un bolo de Rebequita en la sala Badaboum, pero resulta ser un chascho, una DJ, no es la Rebe mía princesa de España que escribe canciones con majestad de extrarradio, de diosa doméstica que en su mundología es capaz de una escritura circunstancial (“No me importa si te gusto, aquí solo importo yo”) y de rimas dislocadas tan peculiares como esta: “Si yo soy una estrella, brillo más que todas ellas”, esta otra: “Nena, vamos en mi coche, nuestro amor es un derroche”, o una más: “Te fuiste de mi lado, condujiste hasta el condado”. Creo de verdad que la Rebe es lo más excitante que le ha pasado al pop español al menos desde Astrud, y consigno esto a la intemperie, en el agosto esta vez dócil (ya llueve) de la ciudad del amor y las luces.
¿Qué es esa majadería de que París no se acaba nunca? Mis líneas de la mano son una equivalencia del plano del metro. Soy un hombre de metro, mi destino está trazado en este enredo chiflado de colores, puedo contar un sinfín de estaciones cargadas de significado, nombres que son parte de mi biografía. Desde mis simpatías anarquistas adoro el transporte público y el metro en particular, el laberinto sabido de sus pasillos, el ordenamiento de la jornada, cientos de mutantes juntos pero no revueltos, los de los móviles, los absortos, los que agarrados a una barra de acero inoxidable toman conciencia sentimental de sí mismos, de su peinado, de su fortuna y de su sandez, los que meditan su medida social.
En el metro de París han vandalizado todos los carteles que anuncian la nueva película de Luc Besson, una versión de Drácula en verdad catastrófica, de una pobreza gramática a la altura del último Nosferatu. Tan aburrida es que mientras la veo no dejo de tener en cuenta que en la sala de al lado están poniendo Melancolía, la amorosa película de Lars von Trier, que ahora resigo de memoria. Los carteles de Drácula los injurian, en lo que parece una operación coordinada, porque el que fuera gran jefe en su día del cinéma du look está hoy lo que llaman cancelado, si bien en Francia no siempre se cancela en firme. Aunque le tengo mucho cariño por el manierismo imitativo y de explotación que ejerció en películas como León, Nikita o incluso Lucy, no dudo que Luc Besson pueda ser mala gente (estoy seguro, tiene una agencia de publicidad), pero celebro que aquí todavía se presente resistencia a cierto puritanismo que al fin y al cabo nació, como las redes sociales, en los campus universitarios norteamericanos, un aspaviento que hoy se disfraza de progresismo para ir conquistando cuotas de mercado. Pero, en fin, qué sabré yo, debo proteger esto de todo contenido político. En internet está todo el mundo atrapado de la cabeza, no creen en el amor, ya solo existe el mercado, dicen las mismas cosas, repiten las mismas palabras, y hasta hay quien pide buenos consejos pero espera que se los den malos.
En las manos mías limpias de culpa tengo dos o tres cortes leves e impertinentes, justo entre los dedos. Yo a estas heriditas las llamo cantaclaros (esto me lo acabo de inventar), y consisten en un tajo perpendicular a la vida que se hace uno cuando enreda con papeles, la celulosa como arma blanca. Prometí que esta vez no iba a comprar ningún libro y he acabado comprando otra maleta. He cometido el feliz error de volver a la librería de L’Avenue, en Saint-Ouen, donde por cierto se va acabando París. París tal vez no se termina, pero acabarse todo se acaba. Deambulando sus estanterías con la cabeza ladeada siempre hacia la izquierda me he asegurado de que conservan las joyas auténticas que nunca podré pagar y he encontrado otras, un sinfín de libros, libros de peces, de pájaros, ¡libros de cerdos!
Aunque las novedades no me atraen demasiado, de vuelta a la actualidad atiendo a Brigitte Lahaie, actriz de las más importantes y queridas por mí del cine francés, que a sus 69 años ha publicado su primera novela. El libro se llama Utopía, una cosa como de caballos, vamos a ver, creo que lo narra un caballo, será algo temperamental (recuerdo una novia a la que su padre le tenía prohibidas dos cosas: montar a caballo y tocar la trompeta, algo que a su decir desfiguraba el rostro). Para promocionar la novela, Brigitte ha concedido una entrevista a Playboy, que en su edición francesa todavía ofrece desnudos porque los franceses ni son tontos ni tan hipócritas como para capitular en eso, y en avenencia la ilustra Brigitte, posando como lo hizo siempre, toda en pelotas ahora en vieja, sin vergüenza, sin pamplinas ni retoques ni añagazas de luz. Vieja de verdad, guapísima, tan hermosa, dando a ver todo lo que es y todo lo que ha sido.
A esta ciudad que dicen de la luz una vez quisieron hacerle una réplica. Para despistar a los pilotos alemanes que la bombardeaban de noche, el gobierno francés planificó hace más de cien años armar un falso París a la vera de París. Después de muchas vicisitudes solo fue construida una parte al norte de la región, una serie de edificios fantasma, vías de tren fugadas, supuestas fábricas con telas que simulaban las cubiertas de cristal y otros decorados pensados para la aniquilación. Tal vez perros, no sé si pondrían perros. Un París, en todo caso, que ni era mapa ni era territorio sino duda, disonancia y juego de manos.
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