Borges, simetrías y leves anacronismos

A 120 años del nacimiento de Jorge Luis Borges, una visita a El hacedor, su libro más personal y quizás el más indicado para que se introduzcan en el universo borgeano quienes no saben por dónde empezar o quienes desistieron tras algún intento frustrado.
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¿Cómo empezar un nuevo artículo sobre Borges? ¿Qué más decir sobre un escritor del que se han escrito bibliotecas enteras, justo sobre él, que siempre se “había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”? El caso es que dentro de unos días, el sábado 24 de agosto, se cumplirán 120 años de su nacimiento, y quería aprovechar el aniversario redondo –él se habría burlado de mi fe en las virtudes del sistema decimal– para dedicarle este texto.

“A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, afirma el narrador de “El Sur”, el cuento que a Borges más le gustaba de todos los que escribió. En otra parte, el autor arriesgó que “al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”. Esta última cita corresponde al brevísimo texto titulado “La trama”, de El hacedor, el más “personal” de sus libros, según declara en el epílogo. Pues bien, juguemos a las simetrías y los leves anacronismos: Borges publicó ese libro en 1960, cuando tenía poco más de sesenta años, hace casi sesenta años. Representa, de un modo casi exacto, la mitad del camino entre su nacimiento, hace doce décadas, y nuestros días. Hablemos del más personal de sus libros, hablemos de El hacedor.

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El hacedor es un libro especial en varios sentidos. Probablemente se deba, en buena medida, a que es el primer libro que Borges publicó tras quedar completamente ciego. En 1955 había sido designado director de la Biblioteca Nacional de la Argentina. “Poco a poco fui comprendiendo la extraña ironía de los hechos –dijo en una conferencia más de veinte años después–. Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y los lomos. Entonces escribí el ‘Poema de los dones’”.

La primera estrofa del “Poema de los dones” es célebre:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

Aunque en 1957 se publicó el Manual de zoología fantástica (1957), firmado por Borges y Margarita Guerrero (y reeditado más tarde como El libro de los seres imaginarios), El hacedor fue el primer libro de Borges en soledad desde Otras inquisiciones, aparecido en 1952. Desde que empezó a publicar libros (el primero fue Fervor de Buenos Aires, de 1923), Borges nunca había hecho, ni volvería a hacer, un silencio editorial de ocho años. El autor señala, además, que el volumen “admite piezas pretéritas”, como si volver a publicar un libro le hubiera resultado tan costoso que lo hubiese obligado a echar mano de su archivo de textos desperdigados aquí y allá.

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El hacedor reúne cuentos, ensayos y poemas, los tres géneros que Borges cultivó a lo largo de su vida. Es su retorno a la poesía publicada en libro tras más de tres décadas (su último volumen de poemas había sido Cuaderno San Martín, de 1929), y en adelante será poesía lo que más publique, quizás el género más oral, menos afectado por su imposibilidad de leer. Ricardo Piglia afirmó que la diferencia entre la obra del Borges que podía leer y la del Borges ciego es muy notoria: la de este último sigue siendo muy buena, porque él era un genial, pero ni siquiera se acerca a sus mejores textos.
Cincuenta y cinco piezas constituyen El hacedor. La primera después del prólogo es la que da título a la colección, un relato sobre la ceguera de Homero:

Gradualmente, el hermoso universo fue abandonándolo; una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies. Todo se alejaba y se confundía. Cuando supo que se estaba quedando ciego, gritó […] Ya no veré (sintió) ni el cielo lleno de pavor mitológico, ni esta cara que los años transformarán.

Si es cierto que solo debemos escribir sobre lo que conocemos, nadie más indicado que Borges para escribir sobre ese proceso en que las formas se difuminan terriblemente. Otros textos del libro abordan sus obesiones de siempre: los tigres, los espejos, los laberintos, el doble (el famoso “Borges y yo”), la historia argentina, el coraje, el amor. El hacedor es, me parece, el mejor libro para que se introduzcan en el universo borgeano quienes quieren hacerlo y no saben por dónde empezar, o quienes lo han intentado y les ha parecido demasiado difícil o inaccesible. Como una casa con cincuenta y cinco puertas que dan a otros tantos pasillos y todos ellos conducen a la misma chimenea junto a la cual un viejo sabio y ciego cuenta historias.

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En Argentina, a partir de una ley sancionada en 2012, cada 24 de agosto se celebra el Día del Lector, en homenaje al natalicio de Borges. Es justo. Una de sus frases más repetidas es aquella en la que propone: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. En el citado “Borges y yo”, de El hacedor, dice lo mismo de un modo más velado y quizá más bello: “Yo he de quedar en Borges”, anuncia, “pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros”. Todos los que escribimos hemos sentido ese extrañamiento un poco horrorizado al reencontrarnos con textos nuestros de hace diez, quince, veinte años. Es muy probable que muchos textos ajenos, a los que siempre estaremos volviendo, nos sean mucho más fieles que los propios con el paso del tiempo.

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En 2011, el español Agustín Fernández Mallo publicó El hacedor (de Borges), Remake, un libro que reúne cincuenta y cinco textos titulados igual que los de Borges, en el mismo orden, pero que son otros textos: un juego, una parodia, un homenaje. Cualquier cosa menos un plagio; la que sí lo vio así fue María Kodama, viuda y heredera de los derechos de Borges, y también la Justicia, que le hizo caso y ordenó retirar el libro de la venta pocos días después de que comenzara a circular. Creo, de todas formas, que la existencia del libro no tiene tanto valor como el gesto de haberlo publicado, como si aquella acción de Alfaguara hubiese sido una performance conceptual. (Claro que eso lo digo yo que sí tengo el libro: lo compré un par de años después, por un precio bastante más alto que el original, en una librería de usados de Madrid.)

El prólogo de El hacedor es una especie de carta de Borges a Leopoldo Lugones, en la que imagina un encuentro entre ambos. Lugones había muerto en 1938. “Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible”, escribe Borges hacia el final del texto. “Pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

Como no podía ser de otro modo, Fernández Mallo dedica su prólogo a Borges, que murió en 1986, y le dice lo mismo. En un sentido, es lo que soñamos muchos de los que escribimos: que en el futuro, cuando hayamos muerto, nuestros tiempos también se confundan y la cronología se pierda también en un orbe de símbolos, y que de alguna manera, con vanidad y con nostalgia, le llevemos a Borges alguno de nuestros libros, y que Borges, riéndose un poco de las simetrías y los leves anacronismos, lo acepte.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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