Bordelois y Pizarnik, amigas entrañables

La editorial Las Furias reúne en Aquí estoy, todavía las cartas que se enviaron Ivonne Bordelois y Alejandra Pizarnik; una edición renovada del epistolario publicado por Seix Barral en 1998. Una conversación incesante en la que no faltan lecturas y amistades, humor, complicidad e incondicionalidad.
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La correspondencia de las grandes voces literarias nos sigue fascinando pese a la sostenida retracción del género epistolar. En tiempos de velocidades desenfrenadas, el diálogo por escrito, la intimidad documentada, la página que se despacha por correo postal y que demanda asimilación, relectura, retorno y espera han sido reemplazados, lógico, por opciones más prácticas. ¿A quién, en su sano juicio, se le ocurriría sostener un vínculo así en la era del WhatsApp? Sin embargo, las buenas noticias no faltan. Quienes acostumbraban a comunicarse por carta y encontraron en esta forma de relación –a veces la única a su alcance– un ejercicio imprescindible lo han hecho por fortuna en excesiva abundancia, como si acaso avizoraran ya un impaciente y agitado porvenir.

Aludiendo solo a años recientes y a una figura imprescindible de las letras en lengua española, no hace mucho vieron la luz por primera vez las páginas que intercambiaron Victoria Ocampo y Albert Camus; Victoria y Virginia Woolf; Victoria y José Ortega y Gasset; Victoria y Ezequiel Martínez Estrada. A estas y a otras del campo amoroso o con destinatarios apócrifos, como por ejemplo, Cartas extraordinarias, de Maria Negroni, se suman ahora las que se enviaron Ivonne Bordelois y Alejandra Pizarnik, que la editorial Las Furias acaba de reunir en Aquí estoy, todavía, una edición renovada del epistolario publicado por Seix Barral, en 1998. Para este volumen, Bordelois (una de las pocas personas vivientes que fueron testigos inmediatos de Alejandra) no solo cuidó del prólogo (“Quien se aproxima a estos materiales debe sortear el riesgo de las simplificaciones irrespetuosas o las mitificaciones incondicionales”, advierte de entrada), sino que escribió el epílogo, ordenó las cartas en forma cronológica y aportó nuevas y acertadas notas aclaratorias que acompañan la lectura y orientan al voyerista celebrante de correspondencia ajena.

Desde 1963 hasta 1972, año de la muerte de Pizarnik, “Ivoncitas” y “Alejandrusca”, algunas de las formas en que se trataban, se escribieron –se escucharon, se alentaron, se complacieron (Ivonne, por ejemplo, recorre papelerías de Boston en busca de un ansiado “cuadernúsculo para su discípula”, amante de las libretitas, los cuadernos y el papel glasé), compartieron lecturas y amistades, intercambiaron impresiones acerca de los hechos que las rodeaban, se silenciaron por un tiempo y volvieron a hablarse– cada una desde sus circunstanciales trincheras –Boston, Miramar, París, Buenos Aires– y desarrollaron por necesidad recíproca, esa que solo despiertan la amistad verdadera y la verdadera poesía, una conversación incesante en la que no faltan el humor, la complicidad, la incondicionalidad y un léxico (por momentos delirante) que desarma con deliberación y maestría, la maestría de quienes se entregan por completo al lenguaje, todas las reglas (de la ortografía, la morfología, la sintaxis…) de este mundo.

*

Pizarnik y Bordelois se conocieron en París, en 1960. Gracias a una beca del gobierno francés, Ivonne, ya egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, fue a estudiar a la Sorbona. Alejandra, por su parte, logró viajar través de la ayuda de su familia y lo hizo por el puro gusto de acercarse a una lengua que le fascinaba y, a través de ella, a sus poetas dilectos, entre ellos: Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont. Sobre este encuentro fundante, que ocurrió en un modesto restorán de la rue Saint Michel (una tía de Ivonne, quien frecuentaba a un grupo de artistas, entre los que se encontraba Alejandra, ofició de nexo), dice Bordelois: “Me sorprendió esa muchacha vestida con exagerado y afectado desaliño, que hablaba en el lunfardo más feroz y salpicaba su conversación con obscenidades truculentas y deliberadas palabrotas. (…). Y sin embargo, despuntaba en mí la certeza de que esa mujer más joven que yo, que me divertía y a la vez me irritaba, era alguien que sabía más que yo; alguien que, por fin, «sabía» de verdad”.

Aunque, en aquella ocasión primera, Alejandra la miró con cierta desconfianza (Ivonne tenía pinta o acaso el formato de niña burguesa de Buenos Aires), la chispa entre ellas prendió rápidamente, porque, si bien Bordelois aparentaba eso de lo que Pizarnik rehuía, también, o sobre todo, era algo más, y las agudas anténulas de Alejandra lo percibieron.

Enseguida intercambiaron direcciones y comenzaron a visitarse.

Entonces yo iba a la Sorbonne a tomar mis cursos y después, a lo de Alejandra, que vivía a cinco o a seis cuadras de la Universidad. Lo fundamental de nuestra relación ocurrió en ese departamento donde ella me mostraba lo que escribía y donde conversábamos sobre lo que leíamos. Alejandra hacía una lectura muy desnuda, muy directa, muy íntima y se metía de lleno en los textos sin ningún aparataje filológico o erudito, como hacían con soberbia algunos maestros anticuados y resecos de la Sorbonne. Ella te leía y te hacía notar la musicalidad, el despegue, el reviente de algunos poemas. Yo había estado en la Facultad de Filosofía y Letras, había pertenecido a un grupo muy lindo, escribía en revistas literarias, pero hasta ese momento, no había experimentado nada parecido a ese brillo especial que emanaba de Alejandra.

Bordelois regresó a Buenos Aires en 1963, y las primeras cartas que se enviaron datan de esa época. Dos años más tarde, ya con Pizarnik en Argentina, se embarcaron juntas en trabajos, como la traducción de los poemas del francés Yves Bonnefoy y el reportaje a Jorge Luis Borges, que publicó la revista venezolana Zona Franca con la que Alejandra colaboraba.

Si hay algo que sorprende en la correspondencia es el entusiasmo, la vitalidad y la intensidad de Pizarnik, “mujer hecha para cuevas y catacumbas”, que en ningún momento deja de acompañar a su amiga, de imaginar proyectos en común (algunos probablemente descabellados) y de buscar los medios más propicios para llevarlos adelante (dar visibilidad a la obra de las voces en las que cree parece ser acaso uno de sus empeños más fervorosos).

El 15 de diciembre de 1963, escribe desde Francia:

No sé si sabés quién es Bruno Schulz. Una suerte de segundo Kafka, célebre   ahora en París. Murió en un campo de concentración y dejó cuentos extrañísimos y originalísimos y fascinantes. Te propongo esto: traducir un cuento suyo y publicarlo en Sur. […]. Además, haré un artículo (o «haremos», si preferís), rico en detalles e interpretaciones. Puesto que el asunto vale la pena, pues es literatura de primera calidad y de paso Sur publicará por primera vez –en Argentina– a un escritor que, según va la cosa, será pronto tan conocido como K. […]. Bueno, ma chère, prometí unas líneas y el tiempo pasa y debo salir.

Escribí poemas. Yo creo mucho en tus poemas. Y esto te lo digo con la única confianza que existe en mi reino de la desconfianza: la de creer saber dónde está el lugar de la poesía.

En la carta siguiente, que no tiene fecha, Alejandra alude, alegre y jocosa, al proyecto, que ya es un hecho confirmado, de traducir y editar junto a Ivonne al poeta Bonnefoy, a quien las dos habían presenciado en París. El trabajo se concreta a través de Sofía Maffei, quien por entonces dirige la selecta editorial de poesía Carmina.

Bravo por Mme. Maffei. Le haremos un Bonnefoy que entrará en los anales de la lit. universal que no por anales los hemos de despreciar, más vale anal en mano que lo contrario. Me ocuparé de llevar su ópera omnia a Buenos Aires. O sea: es una excelente noticia y Mme. Maffei se pondrá tan eufórica que se le naufragarán los barquitos de sus grandes ojos asombrados.

Pizarnik le recuerda, además (hay urgencia en el tono), que Julio Cortázar (con quien ella sostiene una estrecha amistad en París) espera una reseña sobre Rayuela que, al parecer, Ivonne se comprometió a escribir para la revista Señales. Antes de despedirse, agrega:

Decime qué tenés de publicable. Ese poema bellísimo del alba* que leímos en un café, par exemple. Sería para un diario de Venezuela. (Pagan lindo –dijo la fina poeta).

*Dos salidas para el túnel:

En una, lobos.

En la otra, luna.

(Quiero perder la vida / Antes que llegue el alba y me equivoque).

En 1968, volvieron a distanciarse. Bordelois recibió una beca del CONICET y aterrizó en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) para hacer un doctorado en Lingüística, experiencia que la llevaría a conocer, en palabras suyas, “la cara más violenta y verdadera de la vida”. Pizarnik, entretanto, esperaba en Buenos Aires la confirmación de la Guggenheim. La incertidumbre de Ivonne, a causa de una elección que había supuesto el salto a “un país que ataca misteriosa y directamente la sustancia del alma”, y la ansiedad, devenida casi en paranoia, de Alejandra, ante una posible mudanza a Nueva York, lugar en extremo alejado de sus intereses más íntimos (“Qué caótica y escindidora presiento a la ciudad de niuiórk”, escribe), esbozan en la segunda parte de la correspondencia, que se inicia en el 68 y continúa hasta tiempo antes de la muerte de Pizarnik, una trama en la que se deslizan miedos, dudas, contradicciones y la apremiante necesidad de mantenerse comunicadas. El humor y los juegos verbales, pese a todo, nunca decaen.

“Te escribo rodeada de mis amigos de la mañana –dice Bordelois en una carta enviada a poco de llegar a Cambridge–: Julieta, la muñeca de trapo que robé de una tienduca cerca del mar –en este país donde todos son alaridos para que consumas, la tentación de robar en cambio se vuelve invencible–”. Y Pizarnik: “Me pasa algo extraño: no deseo partir ni viajar ni moverme de mi casa. A la vez quiero ir a París pero para siempre. Pero como esto no es posible, pienso que hay que viajar aunque sólo sea para aguzar la pensadora, la cual se herrumbra un poquito en esta maldita y entrañable ciudad de merdre”.

La recurrente intromisión del francés en toda la correspondencia parece ser –probablemente lo sea– una nota de complicidad y de continuo regreso a un tiempo auspicioso y a la vez lejano.

El 19 de mayo de 1969, Alejandra escribe entre apenada y culposa. Pasó por Nueva York como una ráfaga y no llegó siquiera a comunicarse con Ivonne, a pesar de sus inmensas ganas de verla. Tal fue su desesperación: “Es una ciudad feroz y muerta a la vez y yo supe –por la hija de la voz– que si me quedaba un poquito más me vería obligada a reaprender mi nombre”. De Nueva York, voló a París, donde su estancia fue también precipitada, y de ahí, a Buenos Aires, de donde ya no osaría salir.

Bordelois revisitó París meses después para curarse –al decir de ella– del vértigo incesante de Cambridge.

En las cartas que siguen, intercambian noticias e impresiones que las sacuden.

Además de cierto desencanto (Bordelois dice que París ha empezado a ponerse máscaras que la aterran; Pizarnik habla de una suerte de americanización que la horroriza), asoma también el efecto unido al afecto que les produce la vuelta a un lugar querido.

“Después de los States –escribe Ivonne–, París me parece una placentera villégiature provinciale, antigua y pálida y muy querida y a la que también resulta imposible volver como si fuera una imagen de nuestra infancia”.

“¡Oh, ya lo creo! –asiente Alejandra– Y si te cuento que el único período de mi vida en que conocí la dicha y la plenitud fue en esos cuatro años de París, entonces comprendés que tu límpida apreciación «me dio justo en el alma, como decía el peruano César V»”.

En el tramo final de la correspondencia, los pesares de una y de la otra se agudizan, y las alusiones verbales de orden metafísico adquieren una resonancia más grave, como si el desenlace hubiera empezado a orquestarse y estuviera próximo a detonar. La última carta, fechada el 5 de julio de 1972 y escrita por Alejandra, tiene mucho de conmovedor y algo de premonitorio.

Pizarnik muere el 25 de septiembre de ese mismo año tras ingerir una sobredosis de Seconal.

“Hay algo potentemente dramático en este diálogo –reflexiona hoy Bordelois–. Un diálogo que comienza con juegos y proyectos promisorios (en ocasiones, logrados) y que se enfrenta luego con la cargada atmósfera de los setenta. La siniestra avalancha de la historia política que ensombreció a América Latina en esa década, sumada a los trágicos avatares de la guerra de Vietnam, va oscureciendo los días y amenazando el espacio de aventura poética hasta entonces venturosamente compartido entre dos amigas entrañables. Pero lo más relevante de la correspondencia sea acaso la autenticidad con que Alejandra desenvuelve los aspectos más contradictorios de su personalidad y de su vida; desde la mirada con que admira a otros con amplitud e inteligencia –esa presencia literaria activa, rápida y alerta– hasta el despliegue espontáneo de su imagen de supliciada de los miedos, la que pide perdón por sus demandas infantiles, sus cartas llenas de yo-yos, y que se desfonda cuando la amistad asciende a la pasión, porque amar sin fondo es, tal vez, horrible”. ~

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ha colaborado con medios como La Nación, El Malpensante, Hablar de Poesía e Internazionale.


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