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Ring Lardner (1885-1933) fue un fenómeno en el periodismo deportivo de su lugar y su tiempo: Estados Unidos en la década de 1910. A lo largo de su vida escribió más de 4,500 artículos, que llegaron a publicarse en 115 periódicos de su país. Tras el fin de la Primera Guerra Mundial “dio inicio la gran época de los deportes en Estados Unidos, y el escritor que cubría este tema se volvió una figura principal”, escribió el periodista Pete Hamill. En una época en que todavía no se había inventado la radio, el sportswriter “era tan conocido como algunos boxeadores y beisbolistas”. Lardner fue tal vez el mayor de todos: hay quienes lo señalan como el padre de la columna periodística moderna.
Una de las características más destacadas de su estilo fue el uso del slang, la jerga vernácula y coloquial de los estadounidenses. Por medio de esta herramienta, que hasta entonces solo se había usado para burlarse de los hablantes o como recurso cómico, Lardner retrató no solo la voz de la gente, sino también su pensamiento. Echó mano también de otro elemento fundamental: el humor. Un humor negro y absurdo, a veces surrealista, siempre ácido y corrosivo, que bajo la máscara de la simple broma constituía una crítica mordaz a la sociedad en que le tocó vivir.
Esa misma voz constituyó también una de las marcas registradas de su ficción. Su primer libro importante, You Know Me Al, de 1916, está compuesto por las cartas que un personaje, el jugador de béisbol Jack Keefe, le dirige a un amigo. Para tener una idea de su influencia, digamos que por entonces un adolescente llamado Ernest Hemingway escribía reportajes para revistas de su escuela secundaria, los cuales eran —en palabras de Rodrigo Fresán— “claras y admiradas imitaciones del estilo coloquial de Ring Lardner”. Hemingway firmaba esos textos como “Ring Lardner, Jr”.
En los años veinte, Lardner se alejó del periodismo deportivo y se abocó a la escritura de ficción y a disfrutar de los años locos. Si bien incursionó en el teatro, su mayor logro fueron sus cuentos, algunos de los cuales son de presencia habitual en las antologías de relatos breves estadounidenses: “Campeón” (uno de los mejores cuentos de boxeo que se han escrito, llevado al cine en 1949 con Kirk Douglas en el papel principal), “Corte de pelo”, “A algunos les gustan frías”, “La luna de miel de oro”. Su obra le valió la admiración y los elogios de autores como Virginia Woolf, James M. Barrie y J. D. Salinger.
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Sin embargo, ni el aprovechamiento del slang como materia prima para sus textos, ni la crítica amarga y satírica a la sociedad estadounidense, son lo más destacado a la hora de analizar su obra con la perspectiva del tiempo. Según Ricardo Piglia, “los méritos de Lardner nacen de su contribución al perfeccionamiento formal de la moderna short story: toda esa serie de cambios (que había comenzado con Stephen Crane y Henry James) que fueron concentrando el relato en el cuento, sustituyendo el argumento por el estilo, valorizando, cuidadosamente, el punto de vista”.
Piglia lo explicaba así en el texto que acompañaba al cuento “Corte de pelo” en la antología Crónicas de Norteamérica, publicada en Buenos Aires en 1967. Junto con Sherwood Anderson, Lardner “ha contribuido más que nadie a la definición de lo que se ha dado en llamar la ‘estética norteamericana’”, señalaba Piglia, y a la vez destacaba las dificultades para “individualizar y valorizar desde el presente el aporte de su técnica: aplastado por el peso de los narradores que, a partir de Hemingway, siguieron el camino abierto por él, sus méritos reales se fueron apagando”.
El autor de Respiración artificial añadía que Lardner “terminó arrinconado en un incómodo sitial de ‘precursores’: el éxito de sus continuadores se justifica pero, al mismo tiempo, sirve para olvidarlo, para hacer ver más nítidamente sus limitaciones”. Y lo resumía con una figura muy expresiva: “Como un general que viene de ganar un combate que ha servido para debilitar definitivamente al adversario, y tiene que asistir, mezclado con el público, a los homenajes rendidos al vencedor de la última batalla”. Tito Livio lo advirtió ya hace más de dos mil años: “Siempre los últimos que llegan a la batalla parecen decidir la victoria”.
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Ring Lardner murió el 25 de septiembre de 1933 de un ataque al corazón, derivado de la tuberculosis que le habían diagnosticado siete años atrás (aunque algunas fuentes señalan que el motivo principal fue el alcoholismo). Con su muerte, anotó Piglia, “pareció dar una voltereta hacia el olvido”. “Cualesquiera hayan sido los logros de Ring, no alcanzó todos aquellos de los que era capaz”, lamentó su amigo Francis Scott Fitzgerald en un artículo en The New Republic un par de semanas después. “Y esto se debió a una actitud cínica hacia su propio trabajo. ¿A cuánto tiempo atrás se remonta esa actitud? —se preguntó el autor de El gran Gatsby—. ¿Hasta su juventud en un pueblo de Michigan?”.
No es tan fácil leer a Lardner en nuestro idioma. Las ediciones son escasas y esquivas, y buena parte de su obra no está traducida. Entre lo poco suyo que se puede leer en la web está el hermoso cuento “Hay ciertas sonrisas”, traducido por Celia Filipetto, incluido en la antología A algunos les gustan frías (Acantilado, 2001). Un cuento que le gusta mucho a Holden Cauldfield, el protagonista de The Catcher in the Rye, la novela de Salinger. “Soy bastante ignorante, pero leo mucho —dice Cauldfield—. Mi autor favorito es mi hermano D. B., y el que le sigue, Ring Lardner”. Y luego revela que lo entusiasmó mucho ese relato en que un agente de tránsito se enamora de una conductora muy linda y demasiado intrépida.
Su último libro se publicó unos meses antes de su muerte y también habla de sonrisas: se titula Lose with a Smile, es decir, “Pierde con una sonrisa”. Me gusta pensar que Ring Lardner era un tipo que sonreía mucho, pese a la expresión seria con que uno lo ve en todas las fotos tras googlear su nombre. Y me gusta pensar que ese título postrero puede aplicarse al conjunto de su vida y su obra. Que Lardner era de esa clase de personas que saben perder sin perder la sonrisa. Disfrutó de la era del jazz, criticó y se rio como pocos del mundo en que le tocó vivir, fundó la estética norteamericana pero quedó relegado al oscuro sitial de los precursores: su nombre perdió muy rápido el lustre del que gozó en sus mejores días. Seguramente podría haber dicho, como Holden Cauldfield, con ese cinismo que le impidió dar de sí todo lo que podía: “Soy bastante ignorante, pero leo mucho”. O al revés: “Leo mucho, pero soy bastante ignorante”. Que no es lo mismo, pero es igual. Y lo habría dicho, indudablemente, sin dejar de sonreír.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.