Como la mayoría de los mexicanos y aun de los hispanoamericanos, minoritariamente alfabetos, que hemos nacido en lo que va de este siglo, yo también tengo una deuda ingrata con la poesía de Amado Nervo. Como todos ellos, también, he reproducido en mí esas estaciones que la estimación literaria vigente ha infringido a su persuasiva poesía; esas estaciones que han ido desde la apoteosis más memorable hasta el confinamiento y repulsión absolutos –la poesía de Nervo, recordémoslo, no ha figurado en algunas de las antologías de partido y de gusto realizadas recientemente–. Pero allá por 1935, en Guadalajara, Alí Chumacero me dio una primera muestra de amistad confiándome un tomo de Nervo, de la colección Biblioteca Nueva, que él leía y se sabía entusiastamente. De memoria, le oí repetir poema enteros de La amada inmóvil y pronto, ya con aquel libro en mis manos, pude hacer otro tanto.
Creo que aquel libro de Nervo me impresionó –nos impresionó y sigue impresionando a todos los adolescentes– tanto, por su capacidad para descubrirme y libertarme un mundo de sentimiento, atrozmente imperativo en esos años. Y hoy, cuando los estudiantes de preparatoria entregan trabajos escolares en que su más tierna decisión ha preferido de nuevo a Nervo y de nuevo a La amada inmóvil, puedo comprender cómo están cruzando esa estancia confortante para los sedosos y excesivos sueños de sus dieciocho años y cómo se diluyen en el enervamiento de ese soliloquio tan pastoso y mórbido que va a modo de prefacio, antes de perderse ya del todo en las convincentes lágrimas de los subsecuentes poemas, tal como yo y muchos otros lo hicimos unos años atrás: con esa misma rendida e imprecisa devoción por el poeta que nos delataba el paraje entonces capital de nuestro espíritu.
Pero que sentimiento o sentimentalismo no eran precisamente consubstanciales con la poesía vino a revelármelo otro encuentro definitivo en aquellos primeros años de la juventud. Fue este con el Romancero gitano de García Lorca. Aparte del deslumbramiento que por entonces suscitó la siempre extraordinaria poesía del granadino –complicada con la exaltación política que determinó luego no poco de su inusitado apogeo entre los menos habituales lectores–, aquellos romances venían a descubrirme otro umbral de la poesía cuya persistencia ha sido más larga. No confería ya a los versos ese blando destino de levantarme una confusa complacencia y comenzaba a gustarlos más gratuitamente, por ellos mismos, por el juego naciente de su erección en poesía, por la esbelta fisiología de su retórica –metáforas, imágenes, giros, sintaxis– y por su poder, en fin, para crear un mundo propio e intocado en la doble dimensión de las palabras y su significado.
Y Nervo, tan tierno y comunicativo confesor de las pasiones del amor, no podía quedar muy bien parado con ese nuevo juicio. Resistía poco una semejante prueba de pureza, a cambio de interesarse tan delicadamente por nuestros lacrimosos corazones. Sus más eficaces consejos y sus más sutiles y alentadores cantos iban envolviéndose, con ello, en esa costra y sambenito que llamamos “lo cursi”, y sus antiguos devotos lo relegábamos poco a poco, inexorablemente, al cuarto sombrío de los escombros vergonzantes de la adolescencia.
No fue, con todo, tan radical el descenso de este prestigio que no dejara a la poesía de Nervo con algunos índices capaces de sostenerla contra todas las mareas. No sólo Alfonso Reyes, Ramón López Velarde y Genaro Estrada, entre los mexicanos, le concedieron calurosas y certeras páginas –que sin duda nacían más de la memoria del poeta que de la ponderación de su obra– sino también algunos españoles de crecida autoridad lírica, así Juan Ramón Jiménez, Enrique Díez-Canedo y Miguel de Unamuno, dijeron de Nervo conceptos cuya simpatía aún puede esgrimirse con ventaja. Y todo esto, sin contar con los inagotables panegiristas del continente hispanoamericano que con buenísima voluntad no dejan de abrumarlo con su veneración. Hoy, todavía, peruanos, uruguayos, costarricenses, salvadoreños, y quién sabe cuántos más, confiesan al llegar a México, y antes de enterarse del deplorable y veleidoso estado de las cosas, su única, su total, su rendida admiración por nuestro poeta. Y para más concretamente atestiguar semejante persistencia popular, contra la decisión de los letrados, ahí están las renovadas ediciones del poeta que es aún hoy uno de los más fervorosamente leídos.
Este viraje del gusto por Nervo, a que me he referido, se origina muy claramente con la instauración de esa sensibilidad lírica más estricta y secreta, menos comunicativa y complaciente que impone a la poesía mexicana el grupo de “Contemporáneos”. En algunas de las notas que sobre nuestra poesía escriben sus miembros, a pesar de que aún aparezca el acatamiento –ver el Cuadro de la poesía mexicana de Jaime Torres Bodet o el Esquema de la literatura mexicana moderna de Bernardo Ortiz de Montellano– puede adivinarse ya el despego, y sobre todo, la afirmación cordial de muy otros poetas. Y cuando el grupo formula en 1928 su antología firmada por Jorge Cuesta, se trata ya al caído Nervo con superioridad tolerante, considerando su relación con la poesía como un edificante ejemplo de las tristes consecuencias de la sinceridad poética, y ya no, en lo absoluto, con aquella veneración agradecida del mejor tiempo pasado. Y por hoy, mientras no logre su desmedido empeño don Alfonso Méndez Plancarte –su mayor paladín e investigador actual–, mientras no vuelva a convencernos de la grandeza de Nervo y de la injusticia de quienes le conceden sólo el desdén del olvido, Amado Nervo ha dejado de presidir entre los dioses mayores de la sensibilidad literaria de México –hablo de la más pública– para relegarse a ese otro imperio abundante y vago, menos exigente de colmos y de complacencias, que es el imperio del pueblo. Al lado de Gutiérrez Nájera, Peza, Aguirre Fierro y Plaza, los poetas del corazoncito de los mexicanos, cuenta Amado Nervo. Y nadie podría decir, ciertamente, cuál de las dos glorias sea la más envidiable.
Ambas coyunturas, la del olvido de los literatos y la de la persistencia popular –y en medio mi estimado Alfonso Méndez Plancarte–, de nuestra actitud respecto a Nervo, anticipaban al nuevo libro de Bernardo Ortiz de Montellano un interés y una oportunidad considerables. Se trata del décimo volumen, recién aparecido, de la serie “Vidas mexicanas” realizada por Ediciones Xóchitl, que ha titulado su autor Figura, amor y muerte de Amado Nervo. Y, si a las felices circunstancias del tema mismo añadimos la de ser Ortiz de Montellano miembro de aquella generación oscurecedora de la figura de Nervo, completaremos el cuadro de las propicias condiciones en que nace esta biografía del poeta nayarita.
Puede decirse, en general, que el libro en cuestión se reduce a la pretensión de la serie que lo incluye: traza con predilección la vida mexicana del poeta y, sólo incidentalmente, se enfrenta al enjuiciamiento de su obra. Una vida, sin embargo, recreada desde la muy peculiar perspectiva del autor. Ortiz de Montellano ha cultivado en su poesía y en sus trabajos en prosa –relatos, ensayos– predominantemente el tema o el continente de los sueños. Sus dos poemas que prefiero, el “Himno a Hipnos” y el “Segundo sueño”, son, el primero, una encendida solicitación al dios de los sueños para que inunde con su gracia sombría el árido corazón de los mortales, y el segundo, una penetrante transcripción de las sensaciones e imágenes de la anestesia. Consecuentemente, su biografía de Nervo atiende sobre todo al camino de los sueños y a la evolución espiritual del poeta. Las páginas que inician su trabajo –las más hermosas para mi gusto– rescatan, para comprender la posterior vida del espíritu, tres persistentes recuerdos que de su infancia guardaba Nervo: una tortuga asiática en el fondo de un pozo, un misterioso camaleón entre las ropas de un armario y la imagen de una tía soltera, muerta, tendida en un lecho blanco. En la calidad de esos recuerdos el biógrafo percibe ya una prefiguración del derrotero de la vida espiritual del poeta, su actitud interrogante del misterio y su amor a la muerte, rastros estos que ausculta certeramente en las siguientes páginas del volumen.
No se concibe una biografía que no nazca inicialmente de una simpatía por el biografiado –sola cualidad que puede otorgar la comprensión de los móviles y la intuición del sentido de los actos substanciales de una vida –Congruentemente, la vida de Nervo escrita por Ortiz de Montellano nace también de una simpatía: y como al mismo tiempo está asistida por la sensibilidad del poeta, por su singular cultura y por su oficio literario de tan considerables frutos, el resultado es una obra comprensiva del mundo espiritual de Nervo y y reveladora y agradable para sus lectores. No creo que pueda hablarse estrictamente de una nueva imagen de Nervo surgida de estas páginas y ni aun de descubrimientos extraordinarios (una indudable novedad la constituye el aprovechamiento del epistolario dirigido al Sr. Luis Quintanilla Sr. por A.N.); se ha dicho ya también que es una biografía del espíritu, antes que de los hechos externos de la vida. Pero, aun contando con estas restricciones –que no son sino el resultado de la especial actitud y sensibilidad con que se encara el asunto– puede anticipársele al Amado Nervo de Ortiz de Montellano una aceptación entusiasta de los devotos del poeta y una consideración destacada de todos sus lectores que apreciarán la sobriedad general de su dibujo, la reflexiva penetración de algunas de sus páginas, los lúcidos índices que sobre el carácter mexicano o sobre el sentido de algunos ambientes y obras literarias deja aquí y allá, y, ante todo, su capacidad para hacernos comprender y recrearnos la figura del poeta biografiado (Reduzco a un paréntesis mis irritaciones por dos o tres momentos de la obra, caídas de tono, que la afean visiblemente: págs. 63, 64 y 66, p. ej.; y mi perplejidad frente a algunos renglones, págs. 59 y 76, que no acierto a comprender.)
Singularmente dignos de destacarse en esta Figura, amor y muerte de Amado Nervo, me parecen los puntos que siguen:
a) Justificación del “tono” de Nervo: “Según es el idioma debe ser el lector. Si Tolstoi, cuando entregó su alma a su pueblo, se servía del apólogo y de la parábola simplificando la palabra bíblica, familiar a sus lectores, Nervo usaba las frases hechas, los retruécanos de efecto fácil dictados al corazón o a los sentidos (“Siempre que haya un hueco en tu vida llénalo de amor”) que entienden nuestros pueblos ajenos por completo a la lectura bíblica”.
b) Autenticidad del poeta: “La autenticidad del poeta, sin distingos de calidad o de cultura, se comprueba por las anticipaciones o presentimientos que expresan de antemano el desarrollo de su propia vida”. Ortiz de Montellano registra luego algunos versos videntes de Nervo sobre el conflicto que le sobrevendría entre el amor y la muerte.
c) Poeta popular: “Su poesía (la de Nervo), realmente popular, se anticipó a los deseos del arte para el pueblo de los que consideran que al pueblo hay que darle lo más fácil, como si fuese incapaz de comprender lo verdadero”.
d) Secreto de esta popularidad, su tono de confesión: “El secreto, el tono de la confesión (“Te lo diré al oído”), es, para sus lectores, la razón del encanto más popular que humano divulgado por sus versos”.
Estos puntos, si posibles de comentarse, incontrovertibles, ofrecen los índices más considerables y valiosos de esta biografía de Nervo. Ellos, también, nos formulan de alguna manera un balance del estado actual de nuestra estimación por el poeta. Comprendemos pues y aceptamos su valor, su autenticidad y sus móviles, aunque todo ello quede ya al margen de nuestra sensibilidad lírica actual y limitado a aquella delectación sentimental del pueblo adolescente: destino abrazado voluntariamente por el poeta y que debemos acatar puesto que nada más –ninguna superación profunda de ese lenguaje para el pueblo– nos autoriza para mudárselo por otro más estricto y menos necesitado de complacencias.
***
Este reencuentro –no rescate– de Nervo me propone entre otras cosas un conflicto sustancial que mueve a las dos actitudes mexicanas ante él. Por una parte, los lectores no exigentes y primarios rinden su devoción al poeta en cuanto los expresa sentimentalmente y en cuanto con ello los complace y les liberta un abigarrado baratillo de impulsos eróticos y espirituales rudimentarios. Nervo desnuda impúdicamente sus peripecias sentimentales, se rinde a la sinceridad, deja a su vida invadir totalmente su arte, y en ese heroísmo o derrota se reconocen sus lectores fieles o fáciles. Por la parte contraria, precisamente por ese impudor y esa desnudez de unos sentimientos –sospechosamente débiles, enfermizos, cursis– otros lectores –otro estrato de México– lo desdeñan y lo rechazan, quizás en cuanto se reconocen también y se confiesan en esos sentimientos. Es cierto que el poeta habla en voz baja, sí, pero descubriéndolo en voz baja todo, en un lenguaje que se ha resignado a perder el velo purificador del arte; que no quiere ya crear un “thing of beauty”, desprendido, autónomo y alegría para siempre, sino solo decir, confesar unos humores linfáticos. Y el mexicano, creo, bajo ese primario reconocimiento en la confesión, abriga una especial repugnancia por el impudor sentimental, tal.
Con todo, pues, y ser penetrante y cordial esta biografía de Amado Nervo, escrita por Ortiz de Montellano, no creo que vaya a significar algo así como una revalorización o un regreso a su obra. Y no precisamente por carecer, la poesía de Nervo, de eficacia persuasiva que la seguirá teniendo entre los sucesores de sus amigos de ayer y hoy –mientras no se impongan un gusto más severo que sepa distinguir la poesía de las confidencias sentimentales. Seguirá nuestro Amado Nervo en las bibliotecas rosas por sus incapacidades insuperables: por su deplorable inclinación a la chabacanería, por su gusto dudoso, por su carencia de profundidad y de misterio, por su falta de poder para desvelarnos radicalmente y dramáticamente nuestra alma –como si lo pueden López Velarde y Othón, por ejemplo– y, sobre todo, porque no tiene una dimensión más allá de su eficacia comunicativa; esa otra dimensión que es la poesía misma, hechura perfecta, criatura móvil, eterna e invariable, súbita, vidente y fatal que nos sobrecoge con su secreta gracia intraducible.
Publicado originalmente en Letras de México, número 11, 15 de noviembre de 1943, y reproducido con autorización.