Regina es una mujer misteriosa. A veces adopta estrategias para comunicarse conmigo de manera lateral. Hace cortometrajes, pero nunca ha querido enseñarme ninguna de sus películas ni permitirme participar en su realización. Dice que son muy malas y que solo le sirven para ir aprendiendo el oficio. Es obvio que miente, y no tardaré en descubrir por qué. Un día me pide que la acompañe al cine sin preguntar nada más. Ponen una película que se llama El diablo, probablemente. Me hace creer que es una película de temática ocultista en la línea de El exorcista, que a las dos nos gustó mucho cuando la vimos hace un año en una reposición del cine Coliseum en una copia infame, otra película de terror sobre los traumas más virulentos de la adolescencia. Regina me engañaba, ya había visto la película por su cuenta y ahora quería volver a verla conmigo, y solo encontró esa trampa para que la acompañara, a pesar de mi resistencia a ver nada que no fuera cine americano.
El cine Zayla estaba especializado en cine minoritario, pero me dejé engatusar por Regina y reconozco que fue una experiencia desconcertante. Para empezar, éramos diez personas en la sala, ocho adultos, todos hombres maduros, Regina y yo, en una primera sesión a las cinco de la tarde de un sábado de mediados de mayo. Los ocho hombres, de barbas carcelarias, repartidos por toda la sala como vigilantes, se sentían incómodos y no pararon de mirarnos, tratando de intimidarnos con su insistencia, hasta que no se apagaron del todo las luces de la sala y comenzó la proyección. Se comportaban como una sociedad secreta de cinéfilos que reaccionaba con sospecha y nerviosismo ante la presencia de un par de espectadoras profanas. Y estaban en lo cierto. La película no me gustó o no la entendí o me confundió, como preveían los ocho sectarios, que no se movieron de sus asientos, como hipnotizados, hasta que terminó el último crédito de la película y se apagó el proyector y se encendieron de nuevo las luces de la sala, liberando a los espectadores del maleficio. Los actores y las actrices, por llamarlos de algún modo convencional, me resultaron insoportables, y su forma de actuar de lo más extraña. La historia de Charles, el joven protagonista, que al final obliga a un conocido suyo a matarlo con una pistola en un cementerio parisino, no consiguió interesarme demasiado. No es que me aburriera exactamente, como le dije a Regina a la salida. Era un sentimiento mucho más complejo y difícil de describir. Desconcierto, perplejidad, inquietud, quizá. Entiendo que ese efecto en el espectador era pretendido por el director, Robert Bresson, a quien no conocía de nada. Regina, lectora de revistas francesas, me explicó que este cineasta se arrogaba la invención del cinematógrafo, arte de las imágenes en movimiento que era el único en conocer y practicar con rigor en todo el mundo. A juzgar por la película, que no se parecía a ninguna otra que yo hubiera visto hasta entonces, tenía toda la razón.
En todo caso, a mitad de la película, más o menos, hay una secuencia que me intrigó hasta el final de la proyección y mucho tiempo después. El futuro suicida, el joven protagonista con cara de santurrón medieval, se sube a un autobús con un amigo y le comenta a este que el Gobierno tiene la mirada corta, y otro pasajero le contesta que eso es falso, que al Gobierno lo controlan las masas, como sabe todo el mundo. Se organiza entonces en el interior del autobús un divertido debate, como el que podríamos haber organizado a este lado de la pantalla si los ocho cinéfilos no hubieran sido tan antipáticos con Regina y conmigo, sobre quién gobierna el mundo en realidad, qué fuerzas oscuras controlan a su vez la voluntad de las masas y, por tanto, las decisiones del Gobierno, y uno de los pasajeros, un hombre mayor sentado en su asiento con un aplomo que lo hace parecer un filósofo o un teólogo de rostro austero, como el anciano exorcista de El exorcista, replica con la misma frase que da título a la película: “El diablo, probablemente”. Y el chófer, al oír esto, detiene bruscamente el autobús y se baja a toda velocidad por la puerta delantera, abandonando el vehículo a su suerte, y a los pasajeros, que aún se encuentran en su interior, preguntándose por lo que está pasando. Es una idea brillante, lo reconozco, la de tratar este tema esotérico de un modo tan ligero y cotidiano, y me hace pensar que toda la película está planificada para acoger esta escena, que contiene la verdad de lo que quiere transmitir el director. Es decir, la verdad que es la enorme dificultad para averiguar qué es la verdad. Qué es de verdad la verdad. Y por eso Charles, el chico protagonista, que ha sido testigo del intercambio de palabras, se suicida al final desesperado, a través de otra persona, porque su búsqueda de la verdad se ha revelado inútil, estéril o demasiado pesimista, y ni siquiera conserva la fuerza moral necesaria para apretar él mismo el gatillo de la pistola.
Cuando se lo comento a Regina, repuesta ya de la visión de la película en la estrafalaria compañía de aquellos fanáticos, paseando calle Victoria abajo, me dice que no está de acuerdo, pero que quizá el hecho de que el director sea tan católico como Hitchcock ofrezca la explicación más fácil al sentido de esa escena que a ella, sin embargo, le ha parecido bastante banal e intrascendente. Y a mí, todo lo contrario, profunda y significativa. No hay consenso entre nosotras. En cualquier caso, está contenta de que me haya interesado en parte la película y me aleje un poco así de lo que ella denomina el círculo vicioso de influencia del cine americano en mi mente. Es entonces cuando me confiesa que ya la había visto, que no se había enterado de mucho la primera vez que la vio, no lo niega, que leyó después una crítica en una revista francesa donde la ponían por las nubes y le entraron ganas, antes de que la quitaran del cine, de volver a verla, esta vez conmigo, aunque fuera recurriendo al engaño sobre lo que íbamos a ver en realidad. Se lo agradecí con un beso, como solía. Ese día confirmé, por si me quedaba alguna duda, que el cine me sirve para reconocer las cosas de la realidad. Primero las veo en la pantalla y luego las reconozco en la calle. Así funciona para mí el mecanismo cinematográfico. El cine me permite comprender la vida de un modo original. La literatura, por más que leo, no lo consigue igual, y mira que lo lamento.
39
Por eso no me sorprendió, mientras Regina y yo íbamos callejeando después de salir del cine, sin saber muy bien adónde ir ni qué hacer, ver cómo sin darnos cuenta nos íbamos metiendo en una manifestación que se estaba formando en la plaza de la Merced y que avanzaba ya por una de las calles principales hacia el centro histórico, protestando y cantando, y nos unimos a ella sin pensarlo mucho. Me sentí como el chico de la película, arrastrado por las corrientes de un mundo que no sabes de dónde viene ni adónde va, pero que, mientras dura la experiencia, te permite aprender o vivir cosas que no habrías imaginado antes.
Es una manifestación del Movimiento Comunista, ahora la identifico por sus banderas y símbolos, y Regina me ha dicho que ya ha participado en algunas y hasta las ha filmado con su cámara de super-8 para ponerse a prueba como cineasta documental. Regina es una caja de sorpresas y hoy está destapando sus secretos mejor guardados. Se la veía contenta, era la experiencia perfecta, me dijo. Ver en mi inteligente compañía esa película tan inteligente, palabra de Regina, y participar ahora en esta manifestación le parecían acciones complementarias. Yo me reí, y por un momento, entusiasmada también con lo que estábamos viviendo juntas esa tarde primaveral, pensé que Claudia y Amanda aparecerían por alguna parte cogidas del brazo y dándose besos para sumarse al acontecimiento y recordarnos la misteriosa conexión entre todos los niveles de la realidad. Pero no fue así.
Había mucha gente joven que caminaba junto a nosotras proclamando sus consignas de protesta e invitándonos a cigarrillos, detalle que a Regina le encantó. Pensaba que para ser una cineasta importante había que ser también una gran fumadora, cosa que yo discutía, creyendo en mi ingenuidad característica que el espectador podía fumar o drogarse por carecer de poder creativo, mientras el director debía evitarlo para centrarse en su trabajo de creador con todas sus energías. Tras callejear sin parar por un recorrido cada vez más estrecho, llegamos a una plaza minúscula en la que no cabíamos todos, por lo que nos vimos obligados a agolparnos unos cuerpos contra otros en un espacio promiscuo, y donde había una tarima no muy alta a la que se subieron algunos líderes y comenzaron a soltar a voz en grito sus eslóganes y sus discursos, en los que se nos instruía sobre el futuro y las promesas de perfección del futuro, aunque todos los allí reunidos, más de los previstos por la organización, conjugáramos ese futuro, perfecto o imperfecto, y esas promesas vitales en presente de indicativo y hasta de subjuntivo. Sonaron luego los emocionantes acordes de La Internacional y la muchedumbre se lanzó a cantar, puño en alto, ese himno centenario con una pasión enfervorecida que nos sobrecogió a Regina y a mí y logró contagiarnos su ardor revolucionario. Los principios de la propaganda se resumían, para mí, en tres fundamentales: hacer la Revolución, devolverle el Poder y la Libertad al Pueblo y acabar con el Capitalismo. Eso proclamaban también las pancartas en letras rojas de trazo grueso, y eso coreaban a voces los cientos de manifestantes anónimos que se congregaban en aquella plazoleta anodina a reivindicar su ideario radical.
Cuando empezábamos a aburrirnos de ver gente turnándose en la tarima para lanzar las mismas proclamas sin fin y de discursos que no conseguían decir nada nuevo, o nada que fuera capaz de sorprendernos a los que participamos de manera pasiva en el acto multitudinario, amontonados en unos pocos metros cuadrados para escuchar lo que tenían que anunciarnos, se oyeron de pronto gritos agudos en la vanguardia de la manifestación, la zona más próxima a los líderes subidos a la tarima dando el mitin. Se convirtió al poco en un clamor reiterado. Que eran los fachas, que venían los fachas o que atacaban los fachas, no recuerdo el verbo con exactitud, pero sí el efecto de estampida y la agitación que causó en el entorno de la plaza. Recuerdo con nitidez, era la primera vez que veía un espectáculo similar, cómo vi aparecer a un grupo de tíos vestidos con camisas azules y armados con palos y cadenas saliendo de la nada y golpeando sin venir a cuento a todos los manifestantes con los que se cruzaban. El revuelo de cuerpos que se montó de repente a mi alrededor me sumió en la confusión y el miedo, y vi que Regina se esforzaba para no distanciarse demasiado de mí y protegerme con su cuerpo. Tuve tiempo de ver cómo los líderes saltaban de la tarima, tirando sillas y objetos desconocidos sobre los asaltantes antes de hacerlo, y cómo se lanzaban en busca de estos para darles su merecido a golpes. Se oían gritos, consignas violentas, alaridos, insultos. Aquello no era una revolución, por mucho que la hubiéramos invocado en nuestros cánticos, sino un tumulto violento que acabó con heridos graves en ambos bandos.
–Suele pasar –dijo alguien situado justo detrás de mí–. Está todo calculado.
Me volví despacio y vi a un hombre de unos cuarenta años que me sonreía de un modo mefistofélico que reconocí enseguida. La cara de canalla profesional y una oreja amputada, la derecha, para realzar su aspecto siniestro, lo delataban como agente faccioso. Llevaba un chaquetón de cuero negro y un sombrero de cazador para rematar su imagen de matón a sueldo, detrás de la que ocultaba su verdadera identidad. Regina también se volvió cuando le hice al desconocido la pregunta obvia:
–¿Y usted quién coño es, si se puede saber?
Y me respondió, para tomarme el pelo:
–El diablo, hija, soy el diablo, quién si no, el príncipe de este mundo, y estoy infiltrado en todas partes, ¿no lo sabes ya?
En ese momento, sintiéndome sola frente al enemigo en medio del ruido y la furia que me rodeaban, la pelea proseguía en toda la plaza, no me reí ni una pizca de lo que estaba oyendo. No me hicieron ninguna gracia sus palabras, a pesar de su extravagancia, porque estaba viendo la cara de poseído que se le ponía al tipo mientras me transmitía la contraseña diabólica como si le saliera de la boca del estómago o de más abajo, del canal de los intestinos y el ojo del culo. Se me heló la sangre al escuchar el mensaje de ultratumba, una advertencia dirigida a mí por razones inexplicables, y Regina intervino para salvarme, a grito pelado, de la fascinación inconsciente que me producían desde siempre estos impostores del submundo infernal. Estaba temblando.
–No le hagas caso, cariño, es un facha. Camaradas, venid todos, aquí hay un facha infiltrado.
Y el agente del mal, con sus múltiples disfraces como estrategia para volverse invisible entre la gente, se largó lo más aprisa que pudo, apartando cuerpos a empellones, cuando vio venir hacia él a cámara lenta a una multitud de manifestantes agresivos, que ya habían dado una paliza fenomenal a los atacantes de las porras y las cadenas y se habían quedado con ganas de linchar a alguien. Ahora querían el postre suculento, un pastel de sangre y vísceras cocinado en el horno mientras se golpea sin piedad al presunto líder del ataque, como pensaba Regina por error, hasta hacerlo apto para los paladares más exigentes.
Cuando la manifestación comenzó a disolverse a desgana, Regina me cogió de la mano con fuerza y me sacó de allí lo más aprisa que pudo. Me arrastró a un bar cercano, donde estuvimos hablando de todo lo que habíamos vivido esa tarde, compartiendo cigarrillos rubios y bebiendo cerveza de la misma jarra espumeante. Le digo entonces, mientras intento calmar mis emociones, que el facha que he visto en la manifestación era idéntico al hombre de la película que hablaba en el autobús del diablo y el gobierno del diablo y que solo el recuerdo de su cara me provoca escalofríos. Regina me dice que no tenga temor a los violentos, son unos cobardes, en el fondo, apostilla, y me explica lo esencial de la experiencia política con una frase que atribuye a Hemingway, una frase célebre que dice que el fascismo es una mentira contada por fanfarrones. Recuerdo que cuando le conté todo esto a Carlos, meses después, él me dijo que conocía la frase y que Regina había sabido utilizarla, con gran acierto, en el momento más adecuado.
Y luego Regina y yo tuvimos que correr otra vez para coger en Puerta del Mar nuestro maldito autobús de las once y media, donde no viajaba nadie a quien pudiéramos plantearle las inquietantes cuestiones que la película proponía a sus espectadores y obtener algunas respuestas alentadoras. No era la primera vez que Regina iba a una manifestación de esta clase, como ya dije, y creo que el plan de la tarde lo había urdido ella pensando en mi educación personal. Primero una película sesuda que me hiciera pensar mucho y me caldeara los nervios, atrapándome en su red de problemas sin solución, y después una sesión de política insurgente que me descubriera otros horizontes intelectuales. Qué buena maestra de escuela habría sido Regina de no haber pensado, como muchos de los cineastas que admiraba, que el cine era el medio educativo por excelencia.