Volvíamos de Oviedo en el primer tren. Al principio había una niebla densa. Nunca he estado en Renania, pero me vino a la mente. A medida que nos íbamos alejando de la ciudad iba habiendo menos arquitectura industrial. Hay complejos abandonados preciosos como esos por toda España. Por toda Renania y por toda Europa, supongo. Más adelante todavía había aún menos construcciones de cualquier clase, y montañas más altas, y aunque la niebla se había disipado el día seguía muy plomizo. El paisaje estaba como de cuadro de Friedrich. Las rocas, por su forma, parecían haber sido horadadas con una cucharilla gigante. A veces tenían toques rosados que hacían juego con el naranja de las vacas que se veía pastar. Todo lo que estaba al otro lado del cristal resultaba muy carnal y rotundo. Lo de dentro no sé. Esas vistas se interrumpían de vez en cuando; tramos en negro cuando atravesábamos los túneles que permiten que el viaje dure la mitad que antes. A la salida de uno de los túneles el cielo estaba de un azul resplandeciente, y todo el paisaje como de caja de lápices de colores. No era tan diferente de los cuadros de Friedrich. En todo caso el filtro polarizado de la ventanilla convertía el paisaje en una especie de diorama deslumbrante. Dentro del paisaje estaban las fábricas y las casas abandonadas.
Yo iba leyendo La joya del club, una novela de Marieluise Fleisser, de quien nunca había oído hablar pero de quien dijo Elfriede Jelinek que era la dramaturga −mujer− más importante del siglo XX. Es la primera vez que se publica en España a esta escritora, que trabajó con Brecht y que tuvo su momento de fama entre finales de la década de 1920 y mitad de la de 1930. La novela la ha publicado Caleidoscopio con traducción y postfacio de Virginia Maza, y es muy buena (también la traducción). Se subtitula Una historia sobre tabaco, deporte, amor y negocios. Uno de los personajes principales es un joven nadador en retirada que pone un estanco, y de ahí lo del deporte, lo del tabaco y lo de los negocios. En cuanto al amor, la protagonista, al menos hasta casi el final, es Frieda, una viajante de harinas que se hace novia del nadador. Al poco intuye que esa relación implica un gran peligro para ella: puede perder su autonomía. En el texto de la contracubierta se habla de Frieda y su “omnímoda libertad”, lo que parece anunciar un personaje indomable, pero según iba leyendo me parecía que muchas mujeres, sin necesidad de ser yeguas salvajes, se han enfrentado a circunstancias similares a las de Frieda, sin ir más lejos la propia autora. También se advierte en el mismo texto que la novela de Fleisser, publicada en 1931, contiene un barrunto del ambiente social que permitió el desarrollo del nacionalsocialismo. Que están llenas de advertencias rastreables se dice de muchas novelas. Quizá no sirvan para evitar nada, aunque quién sabe. Hay en La joya del club también partes ambientadas en un internado, y en eso recuerda a novelas como Las tribulaciones del joven Törless, Fermina Márquez, Jakob von Gunten o Los hermosos años del castigo.
Quizá por estar tan metida en la novela, o por la llanura, al salir de León, y por los árboles pelados que se extendían a lo lejos, y por los colores del día y el tipo de edificaciones, por las amplias naves con tejado a dos aguas con ángulos muy abiertos, me parecía estar en Alemania, en Polonia o en Prusia. Por el rabillo del ojo vi, al otro lado del pasillo, a un matrimonio que se acababa de echar crema en las manos y que se las frotaba al unísono, perfectamente acompasados extendiéndose a conciencia el unto entre los dedos. Parecían estar haciendo un hechizo que había permitido esa traslocación del tren. Un hechizo mecánico que hacía que un fragmento ibérico se hubiese vuelto prusiano, no como el Enclave de Trucíos, sino de una manera metafísica. Y luego las nubes se veían como dispuestas en un orden equivalente al terráqueo, perfectamente paralelas a la superficie de la tierra, flotantes y dispuestas en orden hasta el horizonte, y al fondo se veía lo que creo que debía de ser la Montaña Palentina. Que estaba nevada en algunas cumbres.
Vimos silos, fábricas, torres de iglesias, naves industriales. Pueblos o barrios de casitas con sus jardines alargados, vallados, pegados unos a otros. Molinos de viento. Y mientras miraba oí lo que decían mis compañeros de vagón. El de atrás, un verbo que no había oído en mi vida: “y eficientarás tu tiempo de la mejor manera”. El de delante, algo que he oído muchas veces: “que arregle el techo como Dios manda, que ponga el techo como Dios manda”. Aunque lo cierto es que los dos hablaban de hacer bien las cosas. Y de una cierta noción de progreso y mejora.
Más tarde he visto que Aquisgrán está en Renania, y sí que he estado.