Tres días de enero

Empieza un nuevo año y mucha gente se llena de propósitos y buenas intenciones. Este artículo repasa algunas de esas metas relacionadas con la lectura y la escritura, y sugiere una prioridad: tomarse todos esos objetivos con mucha calma.
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Un meme que circula bastante en cada cambio de año. Una viñeta muy simple en que se ve el Sol y un planeta con su órbita alrededor. Del planeta surge una línea de diálogo: “¡Feliz año nuevo!”. El Sol reflexiona: “No entiendo por qué hacen tanto alboroto cada vez que pasan por ahí”.

 

El chiste radica, por supuesto, en el carácter puramente arbitrario de la fecha en que elegimos cambiar de calendario. Lo hacemos en ese momento como podríamos hacerlo en cualquier otro, como de hecho lo hacen otras culturas. No obstante, esa forma de organizar el tiempo atraviesa nuestras vidas y los últimos días de diciembre nos encuentran a casi todos haciendo balances y listas de lo mejor y lo peor del año, mientras que, en los primeros de enero, no podemos evitar la enumeración, siquiera mental, de propósitos y buenas intenciones, esos objetivos que –sí, esta vez sí– vamos a alcanzar.

Otra especie de meme, la web HipDict –un “diccionario colaborativo” que toma conceptos conocidos y propone nuevas acepciones cargadas de ironía– compartió en estos días una entrada para Propósitos de año nuevo: “Metas poco realistas que compartes en las redes sociales para obtener el apoyo de amigos a los que nunca ves”. No suena muy equivocado: hay estadísticas que afirman que solo una de cada diez personas cumple lo que se propone a comienzos de año, y que casi el 42% se da por vencido antes de que acabe el mismo mes de enero.

 

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Entre esas “metas poco realistas” hay algunos auténticos clásicos, como dejar de fumar, empezar a hacer deporte o aprender inglés. Y también: leer más. ¿Es posible planteárselo como intención para el año nuevo? Sí, sin dudas. Para ello, puede ser muy útil el listado de los libros leídos, del que hemos hablado hace algunas semanas. Si sabés cuántos libros leíste el año pasado, podés proponerte una nueva temporada superadora.

Pero además pueden plantearse otros objetivos, que no tienen que ver con cifras absolutas sino con cuestiones más específicas. Por ejemplo: leer más libros escritos por mujeres. O más libros de autores de tu país o de tu región. O más libros en su idioma original en vez de traducciones. O más clásicos.

A comienzos de 2018 cumplí cuarenta años y en lo único en lo que sentí algo parecido a eso que llaman “crisis de los cuarenta” fue al advertir que había libros que supuestamente tendría que haber leído a esta edad y no lo había hecho. Entonces, en estos meses, leí Guerra y paz, Historia de dos ciudades, El retrato de Dorian Gray, El ruido y la furia, El Gatopardo, 2666… y sigue siendo tan alta la pila imaginaria de los clásicos que me quedan por leer…

Cuando se lo conté a una amiga psicoanalista, me dijo que lo que había obrado en mí había sido la culpa. No me gusta verlo de esa forma, pero quizá tenga razón. En cualquier caso, lo fundamental es que, siempre por delante, siga marchando el placer. Proponerse ciertas lecturas no debería ir, en ningún caso, en desmedro del goce. Si no hubiera disfrutado de Tolstoi, Dickens, Wilde, Faulkner, Lampedusa y Bolaño, no habría continuado (de hecho, a Faulkner lo retomé después de haberlo abandonado tiempo atrás). Ya hemos citado esta frase de Borges en alguna ocasión: “No lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. Ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad”.

Ese debiera ser siempre, al hablar de lecturas, el propósito mayor.

 

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Existen metas que son primas hermanas de las de lectura: las de escritura. Hace poco una chica me contaba que, desde largo tiempo atrás, tiene deseos de escribir un diario. De hecho, todos los años empieza a hacerlo. Empieza cuando hay que empezar: el 1 de enero. Y lo prosigue el día 2, y también el 3. Pero luego le falta disciplina y el cuaderno queda ahí, abandonado como un bote en la orilla, y ella no vuelve a escribir su diario hasta el primer día del año siguiente. Nos imaginamos una novela compuesta por las notas de un diarista inconstante: el lector conocería las vicisitudes de la vida del personaje, su evolución, el paso del tiempo, solo a través de esos apuntes siempre ilusionados y siempre condenados a la interrupción. Le pusimos título a la novela, por supuesto: Tres días de enero. Alguien debería escribirla.

Después me encontré con un viejo amigo a quien llevaba varios años sin ver. En la época en que nos frecuentábamos, hace unos tres lustros, él publicó un libro de cuentos y llevaba un diario y se imponía la obligación de escribir en su diario todos los días. Todos. Aunque al final del día estuviera muerto de sueño y sintiera que no podía, escribía siquiera lo mínimo: la fecha. “3 de enero, jueves”. Como si ese día no hubiera pasado nada. Pero al menos algo había pasado, algo de lo que quedaba registro: él había escrito la fecha en su cuaderno.

Aquello fue una enseñanza para mí, una meta, porque por entonces yo también sentía el deseo de escribir un diario. Lo empecé tiempo después, y sigo haciéndolo. Durante muchas épocas no fue un verdadero diario, ya que no escribía todos los días. Podían pasar semanas e incluso meses sin ninguna anotación. En los últimos tiempos, por fin, he logrado una disciplina cercana a aquella autoimposición: apuntar todos los días algo, aunque más no sea la fecha. Y la disfruto. “3 de enero, jueves”.

Cuentan que una vez le preguntaron a John Updike, quien publicó más de cuarenta libros a lo largo de su vida, cómo hacía para escribir tanto. Updike respondió que era muy simple: escribía dos páginas cada mañana. No parece mucho, pero eso equivale, en un año, a más de 700 carillas. No son pocas. Quienes nos dedicamos a escribir no siempre podemos escribir dos páginas por día; a veces no podemos ni una, ni media; hay días y días en que no redactamos más que asuntos laborales, la lista de la compra, mensajes de whatsapp. Escribir el diario, en esos días, es un bálsamo, un paliativo, un refugio. Aunque sea una línea, la del día de hoy.

En su novela Para español, pulse 2, publicada hace unos meses, la española Sara Cordón responde con humor a la vieja pregunta de a partir de cuándo alguien que escribe se convierte en un escritor. Habla de alguien que “en Nueva York aprendió muchas cosas. Una de ellas es que ser escritor consiste en que los compañeros del gremio te dejen serlo. También en escribir de vez en cuando”. El diario también puede ayudar a cumplir con ese requisito.

 

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Suelen aconsejarse las metas pequeñas o de corto plazo, que son más fáciles de alcanzar. De ahí, por ejemplo, propuestas como el NaNoWriMo, el desafío de escribir una novela en un mes. Pero también puede ser recomendable tomarse los objetivos con calma. Que sean un faro que guíe a la distancia, pero que no haga perder de vista cuestiones más cercanas y cotidianas. Si leemos más de tal o cual cosa, que sea una forma de la felicidad. A veces conviene virar el rumbo poco a poco. Lo escribe alguien que tardó más de quince años en acostumbrarse a apuntar cada día al menos la fecha en su diario. Y cuando pasen los meses y se acerque un nuevo fin de año y los objetivos incumplidos sigan estando ahí, lo mejor será pensar en el Sol, que no entiende por qué a cada vuelta que damos hacemos tanto alboroto.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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