Foto: Verhoeff, Bert / Anefo / CC0

Un Estado contra dos escritores

Las vidas de Pasternak y Solzhenitsyn recuerdan que, a pesar del acoso desde el poder, el arte y lo universal permanecen.
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Boris Pasternak no viajó a Estocolmo en 1958 para recibir su premio Nobel, pues le horrorizaba la posibilidad de que el gobierno soviético, encabezado por Nikita Kruschev, no le permitiera volver a su tierra. Lo mismo le ocurrió doce años después a Alexandr Solzhenitsyn, ahora con una Unión Soviética bajo el pie de Leonid Brezhnev.

Ambos fueron acosados y amedrentados por la prensa oficial, por los escritores pegostiados al sistema, por los servicios secretos, por los funcionarios comunistas, por el populacho cobarde.

Doctor Zhivago, Un día en la vida de Iván Denísovich, El primer círculo, Pabellón del cáncer presentaban el arte literario y la realidad a través de la pluma de dos hombres de espíritu libre, lo cual significaba tener una visión crítica sobre su mundo, su gobierno, su país, sus tiempos y sus propias experiencias. Por sobre todo, esas novelas enaltecían al individuo por encima de la masa. No se hizo esperar la andanada de insultos, amenazas y consejos fraternales para que abandonaran el país. Estos provenían de mentecillas fanáticas y simples que se sienten amenazados delante del pensamiento libre.

La prensa tildó a Pasternak de Judas, la Unión de Escritores lo expulsó de sus filas y Kruschev dijo que el autor de Zhivago era peor que un cerdo, pues los cerdos no ensuciaban el sitio en que dormían y comían. Los cobardes protegidos por el poder se regodeaban en denostar. La valentía, en cambio, estaba del lado de quienes a la hora de escribir respetaban sus conciencias, no una ideología acomodaticia.

Por eso el premio Nobel le fue ofrecido a Solzhenitsyn por “la fuerza ética con que ha continuado las tradiciones imprescindibles de la literatura rusa”. Fuerza ética. Tradiciones imprescindibles. Dos binomios que causaron muchísimos destierros, trabajos forzados y ejecuciones en ese país.

Los órganos oficiales denunciaron el premio como un sacrilegio. A Solzhenitsyn lo acusaron de carecer de sentimientos patrióticos y principios morales.

Las mentes intrascendentes suelen cuestionar: ¿por qué quiere un escritor permanecer en el país que está criticando? Eso no hace falta ni responderlo, pues las mentes intrascendentes no lo entenderían. La patria de uno es la patria de uno es la patria de uno.

Las presiones y los ataques le recortaron la vida a Pasternak, que habría de morir en 1960; pero él estuvo dispuesto a morir desde que entregó el manuscrito que llegaría a la editorial Feltrinelli. “Lo invito a mi fusilamiento”, dijo al hombre que recibió de sus manos la novela.

Solzhenitsyn había sido un valiente soldado durante la Segunda Guerra Mundial, luego pasó ocho torturantes años en un campo de trabajos forzados, que ahora llamamos gúlag por su novela Archipiélago Gúlag, y saliendo de prisión superó un cáncer que se había diagnosticado como mortal. De modo que no era hombre para arrugarse ante sus vociferantes enemigos ni ante más amenazas de prisión o incluso de encierro en un manicomio. “¿Leoncitos a mí?”, habrá pensado.

En la pugna entre la intimidación y la bizarría, ganó la bizarría. Derrotado el poderoso gobierno soviético, no tuvo más opción que meter al escritor por la fuerza en un avión y depositarlo en Frankfurt.

Veinte años pasó en exilio. Pero primero cayó el comunismo que Solzhenitsyn. Entonces pudo regresar a su patria y vivir en esa Rusia nueva.

Los años han pasado. La literatura sobrevive, los panfletos mueren. Los políticos y funcionarios mueren, el arte y lo universal permanecen. Hoy se sabe que los peores que cerdos, los carentes de patriotismo y principios éticos, no fueron los perseguidos, sino los perseguidores. Y así ha de ser siempre.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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