Un paseo por Blanes, tras las huellas de Roberto Bolaño

Breve crónica de un recorrido por Blanes, el pueblo catalán al que Roberto Bolaño llegó un día de 1985 y del cual no quiso irse nunca más.
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“El tren solo llega a Blanes y ni siquiera la estación de Blanes está cerca de Blanes propiamente dicho […] Cuando uno llega a Blanes en tren solo encuentra la estación y alrededor de la estación algunos huertos y un poco más allá el cuartel de la Guardia Civil, solitario la mayoría de las veces…”

Así lo contó Roberto Bolaño en un texto titulado “La selva marítima”, publicado en el periódico El País, de Madrid, en enero de 2000. Bolaño ya era por entonces un autor reconocido: en el último año y medio, su novela Los detectives salvajes había ganado los premios Herralde y Rómulo Gallegos. A Blanes —un pueblo de, por entonces, 30 mil habitantes, en la provincia catalana de Gerona, donde comienza la Costa Brava—había arribado siendo un desconocido con un puñado de libros en su haber, un día cualquiera de 1985. “Nunca sospeché que un día llegaría a Blanes —dice el mismo texto—y que ya nunca más desearía marcharme”. Allí murió, a los cincuenta años, el 15 de julio de 2003. Sus cenizas fueron esparcidas en la bahía de Blanes.

Hace algunas semanas, salí desde Barcelona para visitar Blanes. El tren circuló al borde de la playa durante la casi hora y media que dura el viaje, ofreciéndome, a través de la ventanilla, el placentero y azul espectáculo del mar. Hasta que justo después de Malgrat de Mar, la penúltima estación de mi recorrido, las vías y la playa se bifurcaron. La estación de Blanes sigue estando lejos de Blanes propiamente dicho. Casi nada en Blanes está tan lejos como la estación.

 

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Una década después de su muerte, el Ayuntamiento de Blanes decidió celebrar la Ruta Roberto Bolaño, un recorrido con 17 puntos de interés que recorren la vida y la obra que el escritor chileno desarrolló allí. De ese modo, uno puede conocer algunos de los lugares donde vivió (que fueron muchos, sobre todo en los primeros años, cuando él y su mujer, Carolina López, saltaban de un sitio a otro en busca de abaratar los costos de alquiler), estudios donde trabajó, el local donde montó su primer estudio de bisutería (ahora es una verdulería), los paseos marítimos donde solía caminar y sentarse a leer y algunos de los negocios de los que era un cliente fiel: la pastelería, el videoclub, la papelería, la librería, la tienda de juegos, incluso la farmacia donde compraba la medicación para tratar los problemas hepáticos que lo aquejaron durante años.

La oficina de información turística ofrece a los visitantes un cuadernillo con el recorrido, una explicación de cada punto de interés, fotos y fragmentos de textos (tanto de ficción como ensayísticos o periodísticos e incluso un fragmento de un poema inédito)en los que Bolaño se refiere a esos lugares. “El itinerario —explica el documento—se ha elaborado siguiendo la cronología del autor, excepto el punto 6 que responde a criterios de proximidad”. Ese punto 6 es la biblioteca comarcal, cuyo edificio, que pueden envidiar muchísimas capitales en el mundo, se inauguró precisamente en 2003, año de la muerte del escritor. Desde 2008, una sala de la biblioteca lleva su nombre. Cuando se inauguró, sus hijos Lautaro y Alexandra descubrieron una placa con una cita de él:

“Yo solo espero ser considerado un escritor sudamericano más o menos decente que vivió en Blanes y que quiso a este pueblo”.

 

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La calle principal de Blanes es la Rambla de Joaquim Ruyra, en cuyo número 18 se encuentra la librería Sant Jordi. En una de las casi cincuenta columnas que escribió entre 1999 y 2000 para el Diari de Girona, muchas de las cuales fueron recogidas en el libro póstumo Entre paréntesis, Bolaño se refirió a ella:

“Todos tenemos la librería que nos merecemos, salvo los que no tienen ninguna. La mía es la Sant Jordi, en Blanes, la librería de Pilar Pagespetit i Martori, en la antigua riera del pueblo. Una vez cada tres días voy a husmear allí y a veces cruzo unas palabras con mi librera […] Hace dieciocho años, cuando se vino a vivir a Blanes, levantó su librería y parece feliz. Yo también estoy feliz con mi librera. Tengo crédito y generalmente me consigue los libros que le encargo. Más no se puede pedir”.

Entré en la librería Sant Jordi un par de minutos después de las 4 y media de la tarde, cuando recién reabría sus puertas tras la hora de la siesta. La mujer que me recibió tenía que ser Pilar Pagespetit. Se lo pregunté y me respondió que sí. Le dije que debía estar un poco cansada de los visitantes que llegaban a preguntarle si es ella la librera de Bolaño. Me dijo que un poco. No quise ser pesado. En eso entraron unos niños y ella, igual que todos los encargados de atención al público en Cataluña, les habló en catalán. Los niños no entendieron, porque solo hablaban en castellano. Pilar y yo terminamos hablando de idiomas y de nacionalismos y, quién sabe por qué, de Polonia, donde yo había estado poco tiempo atrás.

 

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Entre lo poco que recordaba del documental “Roberto Bolaño, el último maldito”, producido en 2010 por Televisión Española, se hallaba una entrevista al responsable de la tienda de juegos de Blanes. Quizá lo retuve así porque poco tiempo antes había leído El Tercer Reich, novela en la cual un juego de estrategia (el que da título a la obra) tiene importancia fundamental. Llegué a la tienda, llamada Joker Jocs, a la espera de encontrarme, detrás del mostrador, al hombre que había visto en el documental. Allí estaba.

—Estarás un poco cansado de hablar de Bolaño —le dije.

—No, para nada. Me gusta recordar a Roberto —respondió.

Así que me quedé un rato hablando con él. Se llama Santi Serramitjana. Recuerda la sencillez de Bolaño. Era un vecino más, me dijo. “Uno lo veía pasar por la calle, hacer la compra, esperar a sus hijos a la salida de la escuela. Incluso cuando ya era un autor reconocido”. A Bolaño, me contó Serramitjana, le gustaba ir a la tienda y mirar juegos y conversar con el vendedor y con otros hombres que se reunían allí. Decía que eran como los protagonistas de la película Smoke. Ahora llega gente de todo el mundo hasta Blanes, tras las huellas de Bolaño. Hace poco anduvo un chico de Los Angeles y uno de Nueva Zelanda. El neozelandés me dijo, dijo Serramitjana, que leer a Bolaño le cambió la vida. Desde entonces sabe que quiere ser escritor. Y no sale a ningún lado sin un libro de Bolaño en la mochila.

 

 

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El fragmento inédito incluido en el cuadernillo de la Ruta Roberto Bolaño pertenece a un poema llamado “Blanes”, catalogado con el código ARHRB 1-4 del archivo de sus herederos. Dice así:

Desde la plaza de la escuela Joaquim Ruyra el Mediterráneo, a las

cuatro de la tarde, solo se asemeja a una vaga idea

de lo clásico. El horizonte limpio, la costa rugosa, dísticos

hasta los coches que se deslizan por el Paseo acatan

la regla: transparente disciplina que no rompen

ni el enfermo de sida que pasa sin mirar el mar

ni el volumen excesivo de un televisor lejano.

Todo refulge, todo parece detenido. Los que estamos

en la plaza esperando que salgan nuestros hijos

somos hechizados por el Destino. Las olas

son la máxima gravedad de nuestros pensamientos.

A veces es lindo pensar que, de alguna manera, todo permanece detenido. La idea de que, aunque el videoclub Serra (“La botiga del cinema”) sea ahora una lavandería (“La bugaderia de Blanes”) y aunque el tiempo despiadado nos empuja cada día, lenta pero imparablemente, hacia el abismo del olvido, de algún modo Roberto Bolaño sigue ahí, paseando como un vecino más de Blanes, ese pueblo al que llegó un día sin sospechar que no querría irse nunca más.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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